Pío X, tenía un corazón muy sensible, que se conmovía con mucha facilidad. Sin embargo, las efusiones del corazón no le ataban nunca –como suele decirse- las manos.
Era inexorable en condenar cualquier posibilidad de fatales equívocos, bien frente a los adversarios declarados de fuera, como a los desviados de dentro. Y no se cansaba nunca de llamar “oportuna e inoportunamente” –según la clásica expresión del apóstol –las almas y los corazones a la fidelidad a la palabra revelada por Jesucristo.
Sentía entonces un vigor apostólico y “una energía a la cual nadie podía resistir” y que “ninguna preocupación conseguía vencer” era el Papa de lo sobrenatural que tomaba su fuerza, no de los juicios humanos, sino de los divinos. El Papa indómito que en los primeros días de su Pontificado, a una persona que le preguntaba por la dirección de su política, levantando los ojos y poniendo la mano sobre un pequeño Crucifijo, había respondido sin vacilación: “¡Esta es la política!” la política que en los tempestuosos albores del siglo XX, con profundas reformas innovadoras y renovadoras, tenía que reanimar la vida toda de la Iglesia.
No sin razón, un viejo hombre de mar, cuando en Venecia se supo que el patriarca Sarto había sido elevado al Pontificado, no dudo en exclamar: “Han hecho Papa a un hombre de hierro; “un hierro hecho de caridad y de fe – comentaba más tarde un mantuano de gran ingenio- pero un hierro tan puro que, si Bonaparte hubiese tenido que enfrentarse con él, las cosas no le hubieran ido tan llanamente”.
Antes de adoptar cualquier decisión de importancia, Pío X, reflexionaba largamente a la luz de la fe y con el auxilio de la oración; consultaba a los más eminentes cardenales ya a integérrimos y habilísimos obispos, pero sin dejarse dominar por nadie, porque sabía que la responsabilidad de sus actos recaía sobre sus hombros. Era él quien decidía, y una vez tomada cualquier decisión, era irrevocable. No abandonaba nunca su carácter firme, con el cual había santificado todas las luchas y todas las batallas desde la parroquia de Salzano a la Curia Episcopal de Treviso, desde la patria de Virgilio a la patria de San Lorenzo Justiniano.
“Cuando he de tomar una determinación –decía a un cardenal- rezo y pido consejo; pero, cuando he tomar la resolución, quiero que se cumpla”.
“En él –recordaba el cardenal Merry del Val – no existía ni tan solo la sombra de la debilidad. Cuando se discutía alguna grave cuestión, en la que los derechos y la libertad de la Iglesia estaban en litigio; cuando la integridad de la doctrina católica tenía que defenderse extremadamente o cuando se hacía preciso mantener la disciplina eclesiástica contra relajaciones o influencias profanas, Pío X, mostraba toda la fuerza y energía de su carácter, el vigor inflexible de un gran hombre de gobierno convencido de la responsabilidad de sus grandes deberes. En ocasiones similares, era absolutamente inútil intentar sacudir su firmeza: cualquier intento para amedrentarle con amenazas o bien halagarle con pretextos o razonamientos puramente humanos, estaba inevitablemente destinado al fracaso.
Después de jornadas densas de graves preocupaciones u después de noches de insomnio, manifestaba su definitiva decisión y expresaba su juicio en pocas y muy ponderadas palabras, mientras, levantando la cabeza lentamente, sus ojos, generalmente tan tranquilos y suaves, adoptaban una mirada severa y valiente. Se comprendía entonces que no había nada que decir o hacer”.
La bondad y la indulgencia con el hombre; la firmeza y la inflexibilidad, antepuesta a toda otra consideración humana, ante los derechos de Dios y de la Iglesia: dones de la santidad que en Pío X, tuvieron una de sus más esplendidas manifestaciones.
Ya hemos visto la firmeza heroica de nuestro santo frente a los errores de la Acción Católica italiana, frente a la engañosa política de la Francia masónica y a las astucias heréticas del modernismo; tres hechos grandiosos que han consagrado su pontificado y lo han hecho inmortal.
Veámosla ahora a través de algunos episodios que pertenecen -por así decirlo- a su método ordinario de gobierno.
“Cuando en 1905 –así explicaba a quien escribe el piadosísimo cardenal la Fontaine, patriarca de Venecia- Pío X, quiso elevarme al obispado de Cassano, yo aduje todas las razones para sustraerme al peso del episcopado. El Siervo de Dios me miro, y, pasados algunos instantes, con un acento que denotaba singular firmeza, me contesto: “Monseñor, es preciso adaptarse a la voluntad del Papa”.
A la diócesis de Bovino, el santo, en 1910, había dado un obispo que, después de haber recibido la consagración, exponía las dificultades para trasladarse a la diócesis que le había sido asignada.
Pío X, quedo dolorosamente sorprendido y le rogo obedeciera; pero todo fue inútil, puesto que el obispo persistía en sus dificultades y en su negativa.
Entonces, el santo corto por lo sano y le comunico que, si no se marchaba a su diócesis, desde aquel momento quedaba privado de toda insignia, suspendido en sus funciones episcopales y equiparadas a un simple sacerdote.
El obispo comprendió la firme voluntad del Papa y se apresuro a trasladarse a la sede que le había sido asignada.
Un eminente personaje le había mostrado documentalmente el derecho hereditario que una gran familia romana tenia de ejercer un alto cargo en la Corte papal, para el cual desde hacía muchos años no se la había llamado.
El Pontífice quedo persuadido y prometió que proveería al mismo. Pero, cuando aquel personaje le observo que una disposición en tal sentido encontraría en el Vaticano sus obstáculos, a Pío X, le relampaguearon los ojos, y, levantando dignamente la cabeza, le contesto: “¿Quién se atreverá a poner obstáculos al Papa cuando ha expresado su voluntad?”
Se tenía que dirimir una grave cuestión debatida desde hacía mucho tiempo, entre el Gobierno tuvo la infeliz idea de hacer saber al Papa que resolvería con honor la cuestión, si se nombraba obispo al párroco de su pueblo natal.
A esta disposición, el santo, que no quería las cosas a medias, con un gesto enérgico y resuelto, contesto: “¡Digan al honorable presidente que los obispados yo no los vendo!”
La firmeza del Papa Pío X, la experimento también un obispo que era consultor de la embajada austro-húngara en Roma. Dicho obispo se presento un día al santo para solicitar una cosa que el embajador de la doble monarquía danubiana en Roma no había conseguido nunca obtener: ¡la retirada del nuncio apostólico de Viena!
Pío X, acogió con su acostumbrada amabilidad al prelado que se presentaba en nombre del embajador; pero, cuando supo el motivo de aquella visita, le paró los pies, y levantándose, con un tono de vos enérgico y decidido, exclamo: “¡He dicho que no, y será no!”
Aquel monseñor salió de la entrevista pálido y sin aliento, porque había comprendido que el tiempo de las bravatas josefinescas había pasado y que Pío X, no era hombre que se dejara impresionar: lutos, adversidades familiares, estrecheces de pobreza o durezas de sacrificios, tribulaciones o acontecimientos dolorosos, no le habían asustado nunca, puesto que todo lo recibía con admirable firmeza de las manos de Dios. En medio de las mas cueles amarguras, sabia encontrar en el fondo de su corazón la nota tranquila para alentar a cuantos tuvieran necesidad de ser socorridos en los dolores de la vida, y solía repetir: “Las obras de Dios no temen contradicciones, más bien con ellas se arraigan.”