Es el único –si no nos engañamos – en la historia de los Papas que ha recorrido todos los grados de la jerarquía. Pío X, fue siempre, en sus costumbres, el hijo de aquel pobre alguacil de Riese y de Margarita Sansón, el don Giuseppe de Tómbolo y de Salzano, el mismo que había sido en su ministerio de obispo y de patriarca.
Sobre el trono papal, mudo solamente el hábito externo: el tenor de vida, sencillo y modesto, permaneció inalterable.
En medio de los esplendores de la Basílica Vaticana y en la magnificencia de las grandes audiencias de su Corte, llevaba siempre la dignidad del soberano y la majestad del Vicario de Cristo. Pero, tan pronto como se desposeía de la tiara o de sus ornamentos pontificiales, volvía con naturalidad a su sencillez innata, ya que nunca supo habituarse a las grandezas y a las pompas oficiales de la Corte papal: las sufría, pero exigía que todo se realizara con la solemnidad tradicional del ceremonial del rito.
Bastaba mirarlo para comprender que la tiara le pesaba en la frente y el manto de oro en los hombros.
Así pues, en su vida privada nada de suntuoso, nada de ceremonias, nada de honores áulicos; tan solo aquella misma sencillez que quiso siempre en su palacio episcopal de Mantua y en su sede patriarcal de Venecia.
Le disgustaba, por sentimiento de delicadeza, tener ocupadas a su alrededor tantas personas, y a menudo se le oía repetir:
“No quiero que nadie este a disgusto conmigo” cada cual debe hacer como si estuviera en su casa”
Solo ambicionaba ser el soberano de sí mismo.
Por ello, apenas elegido papa, sin frases y sin alboroto, suprimió inmediatamente la costumbre secular que obligaba al Pontífice a comer solo; dispenso al maestresala de asistir a las comidas; renuncio a la escolta de la Guardia Noble y a ser acompañado por sus camareros secretos participantes cuando se paseaba por los jardines vaticanos y redujo el consabido servicio de antecámara, contentándose con sus dos mas íntimos secretarios particulares o con uno de sus ayudantes de cámara. Prohibió las aclamaciones cuando, en la magnificencia soberana de Vicario de Cristo, descendía a la Basílica Vaticana. En las audiencias privadas ordinarias no permitía que le besaran el pie: invitaba en seguida a los visitantes a sentarse, ofreciéndoles en muchos casos el mismo la silla.
Se complacía conversando sencillamente y a veces bromeaba con sus ayudantes de cámara y con sus jardineros, interesándose por su salud y por la de sus familias, y, entre una y otra agudeza, les ponía en las manos algunas monedas. Si alguien le advertía que se rebajaba demasiado en su trato con los inferiores, contestaba: “Falta saber quiénes son los inferiores: ellos o nosotros; porque, según el juicio de Dios, el mundo será al revés de como nosotros lo vemos.”
Soberanos y embajadores, ministros de Estado y humildes labradores, personajes de la gran escena del mundo y modestas mujeres del pueblo, ortodoxos e israelitas, conocidos y desconocidos, podían todos presentarse a él sin demasiadas exigencias, en la seguridad de ser recibidos con aquella sencillez y aquella incomparable afabilidad que lo hacían reinar en los corazones; mientras, cuando recibía a solos viejos aldeanos de Tómbolo y de Salzano que iban a visitar a su don Giuseppe, le parecía revivir los años lejanos de su Véneto. Se producían, entonces, escenas conmovedoras que recordaban la radiante amabilidad del Maestro Divino en medio de las turbas de Palestina y se desarrollaban episodios que reflejaban aquel apacible candor de su alma de hombre de pueblo, que, sobre el apacible candor de su alma de hombre de pueblo, que, sobre el más excelso trono de la tierra, resplandecía con luz más viva.
Sus audiencias son inolvidables. “eran –como decía uno de sus maestros de cámara- una verdadera y sana misión.”
Muchos salían con los ojos anegados en lágrimas, con el corazón convertido a Dios.
Un joven húngaro de origen rumano y de religión ortodoxa, había conseguido ser recibido en audiencia por el santo. Cuando se hallo en presencia del Papa, se sintió turbado. No se atrevía a acercarse a él.
Pío x, se levanto de la silla, fue a su encuentro, lo animo a que se adelantara, y, habiendo oído que era ortodoxo, extendió sus brazos y lo apretó en su seno, diciéndole con dulzura infinita:
“católicos y ortodoxos son todos hijos míos.”
Aquel joven se conmovió tanto que, “una vez terminada la audiencia, pregunto a un prelado de antecámara a quien podía dirigirse para ser instruido en la religión católica, ya que no quería marcharse de Roma – así lo declaraba- sin haberse hecho católico.”