“Hacia la conciliación del Estado Italiano con la Iglesia”
León III y Pío X, fueron dos Papas distintos por nacimiento por carácter y por educación.
Joaquín Pecci, de la aristocracia del Estado Pontificio, tuvo el pensamiento del monarca y la palabra de la reivindicación.
José Sarto, salido del pueblo humilde, en un ambiente que tendía a la independencia política, habiendo intuido que los tiempos habían cambiado, tuvo el pensamiento y la palabra de una política innovadora.
Después de la violación de la soberanía del Papa en el estado Pontificio, ocurrido el 20 de septiembre de 1870, con la pérdida del poder temporal, Pío IX no podía permitir a los católicos que tuviesen representantes en el Parlamento italiano, donde hubiesen tenido que sancionar la usurpación del poder temporal de la Iglesia. Por ello, les prohibió que participasen en las elecciones políticas del nuevo reino de Italia.
Más que reivindicación territorial –garantía de la divina misión del Papado-, estaba en juego la cuestión de la soberana libertad e independencia del Sumo Pontífice: una cuestión gravísima, la llamada “cuestión romana”.
León XIII, confirmando plenamente las disposiciones de su Predecesor, había vuelto sobre el mismo argumento.
El 14 de mayo de 1895 escribía a su cardenal vicario:
“es notoria la circular que, por orden de Nuestro predecesor Pío IX, de santa memoria, la Sagrada Penitenciaria dirigió a los obispos, notificando que el tomar parte en tales elecciones, attentis ómnibus circumstantiis, non expedit. Y, como aquella decisión se interpretaba por ni pocos en otro sentido, un decreto del Santo Oficio del 30 de junio de 1886, con Nuestra aprobación, añadía que el Non expedit prohibitionem importat, haciéndose así manifiesto el deber de los católicos de abstenerse. Nos mismo, mas tarde –añadía-, repetimos a viva voz que tanto la participación de los católicos en las elecciones administrativas de los Municipios es loable y más que nunca debe promoverse, tanto más hay que evitarla en las políticas no convenientes por razones de orden altísimo, no siendo la menor la situación que se le ha creado al Pontífice, situación que no puede responder ciertamente a la plena libertad e independencia de su apostólico ministerio.”
Por ello, los católicos italianos, obedientes a las orientaciones pontificias, no podían participar en la vida política de la nación, y, en consecuencia, no podían ser ni elegidos ni electores.
Era un hecho positivo, disciplinado y consiente, pero no excluía que los católicos estuviesen preparados en espera de que sonase la hora de las grandes batallas políticas.
Por el momento, debían contenerse en su viejo programa: “Preparación en la abstención”. Debían organizarse, prepararse, formar la conciencia del pueblo con seriedad y método católico en el campo religioso y social, para poder un día aplicar los principios cristianos en el campo de la política nacional.
Ya sabemos que el cardenal Sarto, propugnando en el terreno administrativo una honrada alianza entre católicos y moderados, cambiando su atmosfera. Sabemos también que “más de una vez, viendo que los males religiosos y morales iban creciendo y que ninguna voz se alzaba a protestar en el Parlamento, porque pocos eran los hombres de bien, no había dudado, en su prudencia y en su total obediencia a las ordenes del Papa, en recurrir a la Santa Sede, para que, en ciertos casos, fuese levantada a los católicos la prohibición de participar en las elecciones políticas para impedir aquellas inicuas leyes contra la Iglesia con que entonces la secta, anidada en el Parlamento, les amenazaba.”Ya entonces había comprendido que Italia un día habría podido tener necesidad de un fuerte apoyo de los católicos, y había que evitar que entonces se dijera que la Santa Sede no había ofrecido, para la salvación de la religión y de la patria, aquel grupo de hombres sanos que iba formando en la Acción Católica. La Acción Católica tenía ya una marca nacional, practica, económico-social, y se presentaba como la única fuerza capaz de poner un dique a la impetuosa riada social del desorden.
Por ello, llamado a regir la Iglesia universal en un momento en que la masonería, en los bancos del Parlamento y en los obscuros sanedrines, desencadenaba con la más cruda violencia sus ataques contra la Iglesia, preparando una violenta persecución religiosa, no tardo en hacer conocer, sobre el grave problema del “non expedit” las directrices de su política innovadora.
Estaba persuadido de que continuar lejos de la vida política, cuando el peligro amenazaba tan de cerca, habría sido un grave error. Inspirado, no en los intereses terrenos, sino únicamente en los supremos intereses de la Iglesia, de la sociedad y de la salvación de las almas, el 11 de junio de 1905 dirigía a los obispos de Italia una encíclica, en la que invitaba urgentemente a todos los católicos italianos a defender, como ciudadanos, en el campo político, sus más puras tradiciones cristianas, amenazadas por el terrible avanzada de las fuerzas demoledoras del socialismo revolucionario, que amenazaba con apoderarse del Estado para arrancar de la conciencia del pueblo la fe y la moral de Cristo.
En aquella encíclica –política que parecía avanzarse a su hora –decía:
“La acción de los católicos debe hacerse valer con todos aquellos medios prácticos que le proporcionan no solo el progreso de los estudios sociales y económicos, las experiencias ya adquiridas en otros lugares y las condiciones de la sociedad, sino también la misma vida pública de los Estados. De otro modo, se corre el riesgo de andar a tientas mucho tiempo en busca de cosas nuevas e inseguras o de detenerse a medio camino, no sirviéndose en la justa y legitima medida de aquellos derechos ciudadanos que las actuales constituciones civiles ofrecen a todos y, por lo tanto, también a los católicos.
El actual ordenamiento d los Estados –añadía- ofrece indistintamente a todos la facultad de influir en los asuntos públicos y los católicos, salvo las obligaciones impuestas por la ley de Dios y por las prescripciones de la Iglesia, pueden con segura conciencia aprovecharse de ella para mostrarse idóneos, tanto y aun mas que los demás, para cooperar al bienestar material y civil del pueblo y adquirir así aquella autoridad y aquel respeto que les permita también defender y promover los bienes más altos, que son los del alma.”
Y, precisando limpia e inequívocamente su pensamiento añadía:
“Aquellos derechos civiles son muchos y de varios géneros, hasta el de participar directamente en la vida política del país, representando al pueblo en las aulas legislativas. Razones gravísimas Nos disuaden de no apartarnos de aquellas normas ya decretadas por Nuestros dos Predecesores Pio IX y León XIII, según las cuales está en general prohibida en Italia la participación de los católicos en el poder legislativo. Pero altas razones, igualmente gravísimas, procedentes del bien supremo de la sociedad, que a toda costa debe salvarse, pueden reclamar que en casos particulares se dispense de la ley , especialmente cuando los obispos reconozcan la estricta necesidad de esta dispensa para el bien de las almas y de los supremos intereses de su diócesis y así lo soliciten.”
Los tiempos eran turbulentos y los peligros muchos y graves. Italia estaba entonces –como hemos dicho- entre el orden y la revolución. En la revolución, desencadenada por el subversismo que se zampa en su remolino todo el orden social, la ruina extrema y la destrucción del alma cristiana: en el orden, la salvación moral, religiosa y civil de su pueblo: “aquel bien supremo de la sociedad que se debía salvar a toda costa.”
Por eso, después de hacer hincapié en los violados derechos de la Santa Sede, el Santo Pontífice advertía:
“La posibilidad de esta Nuestra benigna concesión obliga a todos los católicos a prepararse prudente y seriamente a la vida pública, para cuando llegue el momento de su participación en ella. De donde importa mucho que la actividad, ya laudable desplegada por los católicos para participar con una buena organización electoral en la vida administrativa de los Municipio o de los Consejos Providenciales, se extienda también a la preparación y organización convenientes para la vida política. Al mismo tiempo, deberán inculcarse y practicarse los altos principios que regulan la conciencia de todo verdadero católico, el cual debe acordarse de ser y de aparecer, sobre todo y en toda circunstancia, verdaderamente católico, encargándose de las misiones publicas y ejerciéndolas con el firme y constante propósito de promover poderosamente el bien social y económico de la patria y particularmente del pueblo, conforme a las máximas de la civilización cristiana, y debe defender a la vez los intereses supremos de la Iglesia, que son los de la religión y de la justicia.”
Esta derogación del “non expedit” – aunque solo en casos particulares y de gran necesidad- y el hecho nuevo de que los católicos podían participar, con segura conciencia, en la vida parlamentaria de la nación, significaba, ante todo y sobre todo, aclararse, una vez para siempre, la posición de los católicos, como ciudadanos, ante el bien supremo de la patria.
Pero, como Pío X, para la sinceridad de los programas francamente católicos, no quería reservas o compromisos y en cada problema político descubría un problema moral, con penetrante prudencia advertía en seguida, por medio de su cardenal secretario de Estado, que los candidatos de los católicos no debían presentarse como “candidatos de los católicos como formando partido político” ni mucho menos “tender a la constitución de un nuevo centro parlamentario católico” esto estaba positivamente excluido. Había que evitar que los enemigos de la Iglesia agitasen el espectro del clericalismo e impedir que los diputados elegidos por los católicos pudiesen pasar a iniciativas que habrían podido comprometer la Santa Sede. Por eso, los diputados de los católicos debían ser católicos diputados, no diputados católicos: debían preocuparse solamente y únicamente de representar a sus electores. La Santa sede tutelaría por si sus propios derechos.
La atmosfera se había aclarado y los católicos no tardaron en comprender que no constituían ya una fracción, ni menos una bandería inserta en la vida de la patria, sino que eran la misma nación. Esta, en la obediencia a las leyes, en el ámbito del Estado y la rígida disciplina de la Iglesia, contradiciendo a todos los prejuicios del viejo liberalismo, con una conciencia clara y una voluntad decidida, salía finalmente al desquite y reivindicaba los sagrados derechos a la propia libertad civil y religiosa, negada, vilipendiada y pisoteada demasiado tiempo.
Y esto se vio pronto en las elecciones políticas de 1909, y más todavía en las de 1913. Los católicos, con más amplio respiro y con más pactos claros y precisos, pudieron imponerse y exigir el cumplimiento de su programa, con la representación de sus organizaciones en el Consejo Superior del Trabajo, hasta entonces monopolio del socialismo, con la libertad de la enseñanza en las escuelas y con la lucha contra las fuerzas disolventes de la familia cristiana.
Después de esto ¿cómo dudar de que la innovación de Pío X, en el campo político, inspiraba solo en “los supremos intereses de la sociedad” no tuviera la destinación, en los planes de la Providencia, de madurar serenidad nueva y nuevos equilibrios de justicia, y de tener su ultimo epilogo en un hecho de histórica grandeza de la historia político-religiosa de Italia: el pacto de paz entre el estado y la Iglesia, con la solución de la “cuestión romana”?
Pío X, deseaba no es posible dudarlo, una conciliación entre Italia y la Sede Apostólica, en armonía con los derechos imprescriptibles de la Iglesia.
Significativa la carta que envió el 9 de noviembre de 1910 al conde Apponyi, ministro de Cultos de Hungría.
“Lo que habrían hecho Pío X y León XIII –decía en aquella carta –haría también el actual papa si pudiese ver asegurada de otra forma su libertad e independencia en el gobierno de la Iglesia universal. No se trata de intransigencia, sino de necesidad absoluta de defender y reclamar un derecho que no admite límites o disminuciones para el gobierno en todo el mundo de la Iglesia Católica. El papa no estará nunca conforme con un acto que hace tan grande ultraje a la Iglesia, porque se haría cómplice de una culpa imperdonable.”
Una conciliación de Italia con la Iglesia ya la había deseado en los días de su patriarcado en Venecia y, si se hubiese encontrado frente a hombres de Estado que hubiesen tenido un mínimo le lealtad, de dignidad y de buena voluntad, habría dado gustoso los pasos para poner fin a aquella desgraciada discordia entre el estado italiano y la Sede Apostólica, que era la espina en el corazón de la nación.
Pero, preocupado por otros más urgentes problemas, que de él esperaban una dirección, una solución, un impulso o un freno, no avanzo mas allá; y, distinguiendo con la alteza de su mirada entre la libertad de la Iglesia y del territorio de la Iglesia, “no quiso nunca hacer reivindicaciones o afirmaciones de poder temporal, aun manteniendo con firmeza los sagrados derechos del Papa en la llamada “cuestión romana”.
“Es verdaderamente desolador –así escribía el 21 de mayo de 1909- ver como el tema de la libertad de la Iglesia está hoy olvidando por todos. Conviene, sin embargo, evitar aun de lejos toda alusión al poder temporal, porque este tema, aún por muchos que, a pesar de todo no son malos, está condenado al ostracismo.
Si se reconoce el derecho que tiene la Iglesia a la libertad, estúdiese los medio de alcanzarla, para que pueda disfrutar4 de ella aún con ventaja para el estado-.”
Y al obispo de Cremona, Mons. Bonomelli, ya conocido por sus ideas conciliatorias, con fecha 15 de octubre de 1911, le declaraba:
“En todo Nuestro Pontificado no hemos querido que en ninguna carta, en ninguna alocución, se nombrase el poder temporal, para no dar argumento a los adversarios (que, sin embargo, lo tienen siempre en boca, porque es una pesadilla que les oprime) para clamar contra la Iglesia y el Papado.”
Pío X, no admitía que los católicos hablasen del poder temporal, no porque creyese que la “cuestión romana” fuese una cuestión sobrepasada, muerta, sepultada, como, con abierta mentira, proclamaba el liberalismo, sino solo porque entonces la comprensión de la política italiana no estaba aun madura y no era oportuno el momento. Además, no se podía ignorar que todas las tentativas hechas por León XIII del 1887 al 1894 para la solución de la “cuestión romana” fracasaron por el sectarismo de los distintos Gobiernos, a los que interesaba tener abierto el desgraciado conflicto para poder clamar contra el Papado, como contra una “potencia extranjera”.
Por esto, “no pudiéndose obtener para la “cuestión romana” una solución práctica, decía que no era conveniente exasperar los ánimos, esperando que la Providencia abriese un camino”.
Quería que, en la cuestión de la libertad y de la independencia del Papa, las opuestas corrientes de los católicos no se arruinasen en un choque inútil; que, frente a los sectarios, que vean en la “cuestión romana” solamente intereses humanos y fines políticos para un retorno del principado civil de los Papas, se estableciera en el ejercicio de su magisterio supremo y nunca por preocupaciones terrenas. Juzgaba que esto podía conciliar los ánimos de los italianos en un sincero deseo de paz con la Iglesia, sin temor a comprender los intereses de la patria.
No de la intervención extranjera: de la conciencia cristiana y civil del pueblo italiano debía surgir la palabra de conciliación entre Italia y la Apostólica Sede de Pedro.
Las afirmaciones del presidente de la “Unión Popular de los Católicos de Italia” en el VII Semana Social celebrada en Milán del 30 de noviembre al 5 de diciembre de 1913, de “que la equitativa solución de la perniciosa pugna entre la Iglesia y el Estado podía siempre venir de la constitucional voluntad del país” sin que la soberanía del mismo Estado se viera comprometida, tuvieron previo consentimiento y la previa aprobación de Pío X.
El santo Pontífice tuvo un Pontificado demasiado breve. No pudo contemplar cómo se abría la mística flor de la paz, pero es verdad, es justicia decir que fue precisamente él quien sembró la semilla de esta mística flor, en medio de una tormenta de viejos prejuicios y de entonces anticlericales y laicistas.
Atenuando el “non expedit” en la sola y única aspiración – téngase bien en cuenta- “de aquel bien supremo de la sociedad que se debía a toda costa salvar” venía a quitar a la “cuestión romana” aquel aspecto antinacional de reivindicación territorial y política que la secta le había calumniosa y odiosamente atribuido. La contemplaba en sus justas proporciones: la fijaba en sus límites más puros, más espirituales, más apostólicos. Establecía la más digna posibilidad de un retorno de la paz de Dios en la patria por medio de las almas llamadas a una más consciente fe cristiana y a mas cristianas costumbres, asegurando así a Italia la nobilísima esperanza de ver al estado dignamente conciliado con la Iglesia.
Así, cuando en la augural mañana del 11 de febrero de 1929, Italia volvía a enlazar su gloria a la de su fe, en aquel momento sobre la tumba de Pío X, florecía una rama de olivo y parecía que se escucharan los ecos de aquel presagio que un día lejano pronuncio bajo la cúpula de oro de San Marcos:
“Pasara la ola de la tormenta; el hermoso cielo de Italia vera disipadas sus nubes; volverá la Cruz a fulgurar sobre la cima del Capitolio; los hijos ingratos volverán, empujados por sus mismas desgracias, al Vicario de Cristo, y, cuando este haya devuelto a Dios la antigua bendición a la ciudad y al mundo.”
Así, con este presagio en el corazón –presagio de paz– el Papa santo cerraba su Pontificado en el que tuvo la gloria de ver y de medir toda la grandeza de su obra de concentración y de defensa: la jerarquía mas sólidamente unida a la cátedra infalible de Pedro: aumentaba la responsabilidad y la misión divina del clero, obediente y disciplinada a las ordenes del Vicario de Cristo aquella fuerza seglar que el había encontrado minada por la discordia y por la rebelión; la sociedad cristiana restablecida de nuevo sobre aquellos inmutables principios que teorías utópica o disolventes o el retorno de antiguos errores, hábilmente disimulados , pero netamente definidos e inexorablemente condenados, habían deformado o hecho perder de vista.
El 13 de octubre de 1874, Pío IX, respondiendo a varias preguntas acerca de si era licito a los católicos intervenir en el Parlamento italiano, afirmo que “no era posible, absolutamente, porque la elección de los diputados no era libre; porque no era posible el juramento incondicional, con el cual se habrían sancionado las expoliaciones de la Iglesia, los sacrilegios cometidos, la enseñanza anticatólica y las demás tropelías que se cometerían en el porvenir.” “Pío X; la vida y Pontificado”, p. 286 Milán 1928) tres años después, deplorando aquellos que sostenían que el único medio eficaz e indispensable para defender los sagrados derechos de la Iglesia era participar en las elecciones políticas y ocupar escaños en el Parlamento, en un breve de 29 de enero de 1877 al presidente de la Sociedad de la Juventud Católica Italiana advertía que esto habría sido “una incierta ventaja, tanto más dudosa cuanto se tendría de combatir no ya con un error en las inteligencias, sino con la hostil voluntad del mayor número de votantes, llenos de odio contra la religión.” (PiiIX Acta, v.VII, p. 1, pp. 280-283 Cfr. También: carta de 21 de enero de 1878, Ibid., 471.472)
Carta al cardenal Lucindo M. Parocchi, de 14 de mayo de 1895. Después de 1870, el “non expedit” se convierte en una de las formas de protesta, con que la S. Sede afirmaba no poseer una solida y segura garantía de su soberana independencia y libertad. La famosa “ley de las Garantías” de 13 de mayo de 1871, que reconocía a la S. Sede privilegios y prerrogativas, “imaginada –como se expresaba Pío IX- con la intención de que hiciese para el Papado las voces de aquel poder temporal, del cual por una larga serie de maquinaciones había sido despojado” (Enc. De 15 de mayo de 1871) no podía garantizar la independencia y la soberana libertad del Papa, como ley unilateral, nunca aceptada por la S. Sede. Por ello, era natural que la S. Sede protestase y continuase protestando contra la violación de su libertad y de sus inmutables e imprescriptibles derechos.
El lema “Ni elegidos ni electores, de D. Giacomo Margotti campeón del periodismo católico italiano- surge en 1860 como protesta contra la ilegalidad perpetrada en daño de los católicos que habían sudo elegidos diputados, haciéndoles imposible toda acción en el Parlamento.
Circular del conde Medolago-Albani, de 3 de diciembre de 1904- (Cfr. “la Civiltá Cattolica” año 1904 v. IV, pp. 762-763)
Esa era la palabra de orden dada en el “Osservatore Romano” el 11 de junio de 1880.
Si los católicos no podían participar directamente en la vida política, como diputados en el Parlamento, no estaban ausentes de los grandes problemas del mismo, no dejando de hacer sentir su influencia extraparlamentaria. Muchos proyectos de ley inspirados por criterios anticlericales, naufragaron en aquel tiempo, porque fuera del Parlamento la masa de los católicos, que marchaba de éxito en éxito en las elecciones administrativas de los municipios y provincias, alzaban protestas e intensificaban la agitación de la opinión pública.
Los puntos capitales de la lucha anticlerical de los Gobiernos de aquel tiempo eran: la escuela laica, para descristianizar la juventud: la primacía del matrimonio civil sobre el religioso, para quitar al matrimonio su valor de Sacramento; el divorcio, para disolver la familia. Quien ha vivido la vida italiana de aquel tiempo recuerda todavía los movimientos de insurrección que turbaron en 1904. Nápoles, Turín, Génova y Milán fueron abandonadas como ciudades de conquista a la violencia de la subversión revolucionaria, que creían tener en la mano la victoria definitiva sobre la burguesía italiana.
“Respecto a la “cuestión Romana” pensaba del mismo modo que el Papa, pero acariciaba la idea de una entente entre la S. Sede y el Gobierno italiano” Monseñor F. Petich, Ord. Ven. P. 395.
“recuerdo que un día le dije al Papa que si el Gobierno italiano hubiera querido parlamentar con la Santa Sede respecto a la “cuestión romana” a mi entender el no habría aceptado. El papa respondió: “¡Oh, nada de eso!” dejando entender que habría parlamentado gustoso.”
En la audiencia que tuvo con Pío X, el 22 de febrero de 1912 para saber que orientación debía tomar la Acción Católica de Padua en la cuestión del poder temporal de la Iglesia, después del hecho nuevo de la participación de los católicos en las elecciones políticas, por si mismo claramente autorizado, el Papa se limito a aconsejar el dejar de lado la cuestión, por razones de oportunidad, añadiendo: “No habléis de lo temporal: cuando se lanza al baile lo temporal, los anticlericales se convierten en leones”