Sencillo y afable con todos, el santo lo era mucho más con los niños, puesto que vislumbra en sus frentes el reflejo de la pureza divina. El sentía de moro imperioso, en la dulzura de su alma, el mandato de Jesús: “Dejad que los niños se acerquen a Mí” los niños “a los cuales pertenece el reino de Dios.”
Sacerdote en Tómbolo, párroco en Salzano, director espiritual del seminario de Treviso, obispo en Mantua y patriarca en Venecia, siempre había tenido a su alrededor – cándido corono de inocencia- las almas pequeñitas de los niños.
¿No podía, pues, ser el padre y el pastor universal de las almas?
El “Cortile della Pigna” ofrecía a veces un espectáculo lleno de encanto, que recordaba aquel Jesús en la colina o en la orilla del lago de Galilea.
Un tanto elevado, el Papa, vestido de blanco; en el vasto espacio de una miríada de pequeñas cabezas. Suave, casi etérea, la angélica voz del Papa, decía cosas sencillas y sublimes. Y millares de limpios ojos infantiles se dirigían a él, y millares de pequeños corazones latían al unisonó con su corazón grande y cándido, apacible y puro como los amaneceres de Riese.
Cuando había terminado de hablarles, todos aquellos niños se apretujaban a su alrededor sin timidez y a sus preguntas contestaban a coro: “Si, si” mientras algunos exclamaban: “Si Papa” y otros, vencidos por el amor a aquella figura blanca que se inclinaba dulcemente hacia ellos, con la fe ingenua de los párvulos de palestina, respondían: “Si, Jesús”
Existía una afinidad misteriosa entre el Papa enérgico de la “Pascendi” y los chiquillos que se arrodillaban a sus pies augustos. En el había inocencia aún ignorante de las batallas de la vida. En el Papa Santo, el alma angélica y los perfumes divinos de la Eucaristía; en los niños la flor cándida que se abría llena de roció al místico sol de la primavera de Cristo.
Por esto, renovando el gesto humilde y grandioso, confidente y sublime, de las madres de Palestina que llevaban sus niños a Jesús, realizaba un antiguo sueño de párroco y de obispo. Abría a los párvulos los tabernáculos santos antes que la sombra del mal obscureciese los horizontes radiantes de su inocencia, y con frecuencia inusita repetía lo que tantas veces había dicho y repetido en Salzano, en Mantua, en Venecia: “Es mejor que los niños reciban a Jesús cuando todavía tienen el corazón puro; así el demonio perderá fuerzas.
El decreto eucarístico de 8 de agosto de 1910 sobre la “Comunión de los niños” cuando sus almas comienzan a sentirse conscientemente cristianas – como ya hemos visto. Fue una determinación de Su santidad, que, si en un principio hallo dificultades e incomprensiones por parte de los demasiado prudentes, conmovió, sin embargo, a las grandes multitudes de los humildes y de los sencillos.
Fue precisamente este decreto, “inspirado por Dios” –como el mismo decía a algunos cardenales –el que en la primavera de 1912 debía proporcionarle uno de los momentos más felices de su vida.
De la Francia de Clodoveo y de Luis IX llegaban a Roma 400 niños que habían hecho la Primera Comunión para declarar al Papa la alegría y el reconocimiento de todos los niños franceses y para presentarle un álbum con las firmas de más de 135,000 niños que habían ofrecido su primera Comunión por el Papa.
El superior general de los Asuncionistas, que dirigía aquel ejército de inocentes, después de la misa celebrada, el día siguiente de su llegada, por el Emmo. Cardenal Vicente Vanutelli en la Basílica de Santa María la Mayor, decía:
“Emperadores y reyes han venido a Roma para postrarse a los pies del Sucesor de Pedro; caballeros y cruzados han venido aquí a pedir bendición; hombres de todas las naciones y de todas las condiciones han rendido homenaje al Vicario de Jesucristo; pero, hasta hoy, nunca una cruzada de niños había venido a dar gracias al Papa en su palacio de Roma.”
Dos días después, aquellos 400 pequeños peregrinos eran recibidos en audiencia solemne en la Capilla Sixtina.
Empujábanse uno a otros, alzábanse sobre la punta de sus pies para ver mejor al Papa, al Vicario de Cristo, la Cabeza de la Cristiandad, de quien tanto habían oído hablar a sus madres.
Vieron una figura radiante: un viejecito vestido de blanco que los miraba con dulzura infinita y que levantando sus cándidas manos los bendecía. Escucharon su palabra dulce y melodiosa, que repetía cosas sobre humanas, y recibieron de sus mansos una pequeña medalla de plata.
En Roma todo había sido maravilloso para ellos; pero más maravilloso todavía había sido Pío X.
“era tan bueno –decían ellos- que era imposible no sentirse enternecido. En sus ojos dulces y luminosos brillaban lágrimas como perlas y muchos de nosotros llorábamos. Los que se encontraban más cerca de él le entregaban cartas, otros le hablan sin temor y le pedían alguna gracia: “Curad a mi hermana, Padre Santo… convertid a mi padre ¡Oh Padre Santo!”
Y cuando salimos de la Capilla Sixtina, nos volvimos una vez más hacia él con un gesto de saludo, murmurando: “¡Volveremos, querido Padre Santo!”