San Pío X, Vida
Por la restauración del reinado social de Jesucristo
Pío X propugnó lo sobrenatural en todas las manifestaciones de la vida social con las sabias normas por él dictadas sobre la actividad pública de los católicos.
Reorganización de la acción católica Italiana
Cometería un gran error quien creyera que el Pontificado de Pío X no tuvo singular relieve aún en el campo de la acción cristiano-social.
León XIII, con su mente preclara, había indicado el camino para una labor fecunda, en el campo de la actividad económico-social, porque en ella veía los inicios de una justicia social mejor.
Pío X, que en la acción social de los católicos había descubierto, con la clarividencia de su mirada, excesos y desviaciones que tendían a sacudir el yugo de la Iglesia, preocupado más de frenar que de innovar, se limito a recoger las altas enseñanzas de su Predecesor, llamando a los católicos a colaborar en la restauración del orden social, partiendo ante todo y sobre todo, de la restauración de los valores religiosos y morales.
En un momento en que una acción democrático-social, con el pretexto de un movimiento económico-político, intentaba separar a Dios de la vida pública y a Jesucristo del hombre, la restauración del orden social no podía lograrse más que por una restauración del orden moral.
Pero ante todo había que implantar entre los católicos la concordia y la paz, y, si fuera preciso, acudir a medidas tajantes y sin indecisiones, sin atenuantes.
Las disensiones que en el último periodo del Pontificado de León XIII habían turbado –como hemos visto- el campo católico, se iban acentuando cada día mas, formando dos distintas tendencias que con irritadas polémicas y ásperos debates fomentaban un estado de ánimo cada vez más amargo e incluyente.
Los hombres que habían vivido el doloroso y delicado periodo de la caída del poder temporal de los Papas, unidos y compactos en torno a la Obra de los Congresos, que era como el corazón de toda la Acción Católica italiana, intentaban proceder con prudencia y cautela dentro de la mas incondicional obediencia a las directrices de la Iglesia. Los jóvenes demócratas cristianos, innovadores, perdido el sentido de la medida y de la disciplina, querían correr demasiado. Querían pasar del campo económico social al de la política nacional, transformando la Acción Católica en un partido demócrata-político, independiente de la jerarquía eclesiástica, seguros de dominar sin discusión todo el movimiento católico italiano.
León XIII, advertida la peligrosa carrera llena de graves incógnitas y de las más graves consecuencia, había amonestado repetidamente con documentos solemnes que la democracia cristiana debía ser únicamente un movimiento destinado a la elevación moral y al mejoramiento económico de la clase obrera, pero no un movimiento “dirigido a fines políticos” de los que él no había entendido hablar, ni quería que se hablase, no cesando de llamar a jóvenes y viejos a un trabajo común y pacifico por la causa de la Iglesia y por el bien de la sociedad. Pero, desdichadamente, sus deseos y sus mandatos debían convertirse en un recuerdo.
Pío X, que conocía desde hacía mucho tiempo las opuestas tendencias que latían en la acción de los católicos, porque había participado en ella en Mantua y en Venecia, apenas elevado a la Cátedra del Sucesor de Pedro, hizo oír su voz y manifestó con claridad su pensamiento.
Paró los pies, sobre todo, a aquellos que, encubriendo turbiedades, propugnaban un partido demócrata-cristiano, independientemente de la Obra de los Congresos y Comisiones Católicas de Italia. Con fecha 7 de septiembre de 1903, envió por su entonces prosecretario de Estado, Mons. Merry del Val, una carta al obispo de Orvieto, en la cual deploraba como “sumamente irreverente y rebelde a toda autoridad” un artículo aparecido en este sentido en un periódico de aquella ciudad.
“El Padre Santo –escribía Mons. R. Merry del Val-, con la más absoluta desaprobación por todo lo que viene expuesto en aquel artículo, me autoriza a declarar que no reconocerá nunca ninguna obra de acción popular cristiana que no se inicie y no sea obediente a la Obra de los Congresos Católicos, por lo cual recomienda a los clérigos y a los sacerdotes que no tomen parte de ningún modo en asociaciones que, bajo el nombre de “partidos”, llevan la división a los ánimos y la escisión en el campo católico, destruyendo aquella unidad y aquella caridad que son los únicos caracteres distintivos de los verdaderos cristianos.”
Tres meses más tarde –el 06 de noviembre- deseando al XIX Congreso Católico que se debía efectuar por aquellos días en Bolonia, unidad de intención y concordia en los ánimos, advertía:
“para la acción católica, no es el caso de buscar nuevos programas, habiéndose ya tratado sabiamente, tanto de la cuestión social como de la Acción Católica, en memorables encíclicas de León XIII, así como en las “Instrucciones” dictadas por la Sagrada Congregación de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (27 de enero de 1902) sino que es necesario atenerse a estos documentos y no discrepar de la interpretación de la Sede Apostólica y los obispos.”
Pero si en el Congreso de Bolonia se demostró el vigor de las fuerzas católicas, no correspondió a las esperanzas del Papa, porque los triunfadores fueron los jóvenes demócratas, los cuales reducidos por su jefe con su indisciplina hicieron mas profundo el surco de la discordia, dejando entre las filas de los católicos un sentido de penosa turbación.
Pio X, no escondió su dolor al ver frustrados sus votos de unión y concordia, y el 18 de diciembre siguiente, con su sentido práctico de obispo y patriarca, reafirma con un “Motu Proprio” que debía quedar –como el mismo expresaba- “como ordenamiento fundamental de la acción popular cristiana” la más estricta fidelidad a las directrices de León XIII, insistiendo en los puntos fijados ya por él, como patriarca, en el discurso pronunciado en 1896 en Padua, con ocasión de la fundación de la Unión católica de estudios Sociales.
“Nos –escribía- que recomendamos sobre todo la unión y la concordia de los ánimos, no podemos ahora callar. Y como las divergencias de puntos de vista en el campo práctico pasan fácilmente al teórico, es preciso hacer hincapié en los principios que deben informar toda la acción católica.
León XIII trazo luminosamente las normas de la acción popular cristina en preclaras encíclicas y en instrucciones particulares, emitidas el 27 de enero de 1902.
Nos queremos que aquellas prudentísimas normas sean exactamente y plenamente observadas y que ninguno se atreva a apartarse en nada de ellas. Deberán ser para todos los católicos la regla constante de su conducta.”
Pero, como estaba persuadido que la acción de los católicos no habría servido de nada para la restauración del reino social de Cristo, sin estar presidida por una vida íntegramente cristiana, vivida lealmente, valientemente, francamente, añadía en seguida:
“Como de nada valen las palabras si no van presididas, acompañadas y seguidas por el ejemplo, la característica precisa es la de manifestar la fe con la santidad de la vida, con la integridad de las costumbres y con la escrupulosa observancia de la ley de Dios y de la Iglesia.”
Pero Pío X, que en las instituciones daba preferencia al elemento sobrenatural sobre el humano y especulativo, se había dado cuenta de que, para conservar integro el espíritu de las fuerzas católicas, había que liberarlo de toda tendencia a la rebelión y darle nuevo vigor, con la más completa sumisión a la suprema autoridad de la Iglesia.
Por ello, el 28 de julio de 1904, con una de aquellas decisiones que debían repetirse en su Pontificado y que maravillaban a los que desconocían su firmeza, suprimía sin más la Obra de los Congresos y de las Comisiones Católicas de Italia, dejando solamente aquellas secciones que se ocupaban de cuestiones económico-sociales.
Una decisión grave, pero necesaria para salvar la Acción Católica italiana de un triste y poco glorioso naufragio.
El golpe radical sirvió para separar los rebeldes de los fieles en el programa social de la Iglesia.
Los demócratas cristianos, multiplicando error sobre error, como prueba externa, intentaban un movimiento que quería adelantarse al tiempo, en contraste con las directrices de la Sede Apostólica. Pero el Papa, en una carta al cardenal arzobispo de Bolonia, con fecha 1 de marzo de 1905, les paró los pies, y, recordando una vez más que “no puede haber verdaderamente Acción Católica sin la inmediata dependencia a los obispos” condeno toda iniciativa “rebelde a la autoridad de la Iglesia.”
Desaparecida la Obra de los Congresos y de las Comisiones Católicas, urgía dar a la Acción Católica una nueva ordenación, infundirle una vida más vigorosa, devolverle su autentica fisonomía y convertirla en aquel “partido de Dios” que Pío X se había propuesto formar para la restauración del reino social de Cristo.
Este era el difícil trabajo a que se disponía el Santo Padre con la histórica encíclica “Il fermo porposito” a los obispos de Italia en junio de 1905.
En esta encíclica, tan llena de enseñanzas sociales, el Papa precisaba claramente la naturaleza, el carácter y la finalidad de la Acción Católica.
Aludiendo a su dolor al verse obligado a suprimir la Obra de los Congresos Católicos para “remover los obstáculos al expedito actuar de la Acción Católica y condenar ciertas tendencias indisciplinadas que con grave daño de la causa común se iban insinuando” entrando en materia, así decía:
“Vastísimo es el campo de la Acción Católica, la cual no excluye, absolutamente nada de cuanto en cualquier modo, directo o indirecto, pertenece a la divina misión de la Iglesia, inspiradora, ejecutora principal, custodia y adalid de la civilización cristiana.
De ello se puede fácilmente deducir de cuanto provecho sean para la Iglesia las filas escogidas de católicos que se proponen sumar todas sus fuerzas vivas para combatir, por todo medio justo y legal, la civilización anticristiana, volver a introducir a Jesucristo en la familia, en la escuela, en la sociedad; restablecer el principio de la autoridad humana como representante de la autoridad de Dios: interesarse vivamente por los intereses del pueblo, afanándose en enjugar las lagrimas, endulzar las penas, mejorar la condición económica; defender, en fin, y sostener con espíritu verdaderamente católico los derechos de Dios en toda cosa y aquellos no menos sagrados de la Iglesia.
El conjunto de todas estas obras, sostenidas y promovidas en gran parte por el laicado católico, con variables estructuras según las necesidades propias de cada nación y las circunstancias particulares de cada país, es precisamente aquello que, con términos más particulares y más nobles, suele ser llamada Acción Católica o Acción de los Católicos, que ha venido siempre, en todos los tiempos, en ayuda de la Iglesia.”
Definida así la naturaleza de la Acción Católica y afirmada la necesidad que esta tenia de adaptarse a las circunstancias y a las necesidades de la hora, “como la Iglesia fácilmente se pliega y acomoda –así decía- a las vicisitudes de los tiempos y a las nuevas exigencias de la sociedad en todo aquello que es contingente y accidental, salva siempre la integridad y la inmutabilidad de la fe y de la moral y salvos igualmente sus sacrosantos derechos.” Con la fe del que mira el futuro a la luz de un orden no humano, pasa a observar que la acción de los católicos no podrá ser nunca fecunda en el bien si los llamados a promoverla no están animados de un sincero espíritu cristiano, vivificado por la gracia divina: la fuerza que sostiene y dirige la capacidad humana.
“Ante todo –afirma- ya que la acción católica constituye un verdadero apostolado a honor y a gloria del mismo Cristo, para perfeccionar este apostolado nos es necesaria la gracia divina, la cual no se da al apóstol que no esté unido a Cristo, Solo cuando habremos formado a Jesucristo en nosotros, podremos mas fácilmente introducirlo en la familia y en la sociedad. Por ello, cuántos son llamados a dirigir y a promover el movimiento católico, deben ser católicos a toda prueba, convencidos de su fe, sólidamente instruidos en las cosas de la religión, sinceramente obedientes a la Iglesia y en particular al Vicario de Cristo en la tierra; de piedad verdadera, de fuerte virtud, de puras costumbres y de vida tan perfecta que sea para todos ejemplo eficaz. Si el espíritu no esta así preparado, no solo será difícil promover a los otros el bien, sino que faltaran las fuerzas para sostener con perseverancia las fatigas y los sacrificios que lleva consigo todo apostolado. Solo una virtud paciente y firme en el bien es capaz de disminuir las dificultades de manera que la acción a que están dedicados los católicos no se vea comprometida.”
El lenguaje era claro, como era claro el pensamiento.
Así preparada, la Acción Católica llamada a la restauración cristiana de la sociedad, habría podido promover eficazmente los “intereses morales y materiales sobre todo del pueblo y de las clases desheredadas.”, los cuales pedían una justicia social más equitativa que supiese reconocer sus derechos a una vida donde con la dignidad humana.
Por ello la encíclica añadía:
“precisamente porque los graves problemas de la actual vida social exigen una solución pronta y segura y cada día se multiplican mas las discusiones para conocer como pueda ser puesta en práctica una solución, es necesario que la Acción Católica aproveche el momento oportuno, avance valientemente y proponga también su solución y la haga valer con una propaganda firme, activa, inteligente disciplinada, de manera que se oponga directamente a la propaganda adversaria.”
La Acción Católica podía presentar sin temor su solución, porque disponía de aquellos recursos que –como decía Pío X– aseguraban el éxito.
“La bondad y la justicia de los principios cristianos, la recta moral que profesamos los católicos, el pleno desinterés de las cosas propias, no deseando abierta y sinceramente otra cosa que le verdadero y supremo bien ajeno y finalmente su evidente capacidad de promover mejor que los otros los verdaderos intereses económicos del pueblo.”
Por ello, Pío X invitaba de nuevo a los católicos –como ahora hemos visto- a acogerse a los documentos sociales de León XIII y a su “Motu Proprio” del 18 de diciembre de 1903.
Basándose en estos documentos, debían buscar la solución de la cuestión social, que tanto fatigaba las mentes de los más eminentes sociólogos.
“Esta suprema necesidad –continuaba diciendo el Papa– la advirtió plenamente León XIII, señalando, sobre todo en la memorable encíclica “Rerum Novarum” el objeto en torno al cual debía moverse la Acción Católica, esto es, la practica solución conforme a los principios cristianos de la cuestión social. Por ello, nos también, siguiendo así sabias normas, con Nuestro Motu Proprio del 18 de diciembre de 1903 hemos dado a la acción popular cristiana, que comprende en si todo el movimiento católico social, un ordenamiento fundamental que constituya como la regla practica del trabajo común en el vinculo de la concordia y de la caridad.
Aquí –añadía con energía- aquí pues, y con este objetivo santísimo y necesario, deben, ante todo, converger y afirmarse las obras católicas, variadas y múltiples en la forma, pero todas igualmente de acuerdo en promover con eficacia el mismo bien social.”
Pero con una solución práctica de los problemas sociales no se llevaría a cabo si la acción de los católicos no estaba apoyada en la común concordia de los espíritus y en la unidad de pensamiento, Pío X declaraba necesaria una gran “Unión Popular destinada a unir a los católicos de todas las clases sociales, pero especialmente a las grandes multitudes del pueblo en torno a un único centro común de doctrina, de propaganda y de organización social.”
“Esta, de hecho –decía- como responsable a una necesidad igualmente sentida casi en todos los países y como su sencilla constitución resulta de la naturaleza misma de las cosas, que son iguales por doquier, no puede decirse que sea propia más de una nación que de otra, sino de todas, porque en todas se manifiestan las mismas necesidades y surgen los mismos peligros.”
Establecido este gran centro social de todas las fuerzas católicas –observaba justamente el Papa- las demás instituciones de índole económica, destinadas a resolver prácticamente y bajo todos sus aspectos el problema social, recibirían también mayor solidez y unidad de dirección, conservando, sin embargo, su carácter particular conforme a los lugares, las circunstancias, las costumbres y la índole de cada pueblo.
Esta idea de Pío X, de una gran “unión Popular” debía, un año más tarde, concretarse en tres grandes Uniones Nacionales, independientes, entre si, las cuales habrían abierto en la historia la Acción de los católicos italianos un nuevo ciclo histórico, de mas aliento y de más amplios horizontes.
Así existieron: la Unión Popular para la formación de una firme conciencia cristiana, la Unión Electoral, para el campo de acción en las elecciones administrativas de los municipios u de las provincias, en espera de entrar en terreno político; la Unión Económico-Social, para el mejoramiento de las condiciones económicas y morales de la masa obrera, a las que se añadían, como auxiliares, la antigua Sociedad de la Juventud Católica Italiana y la nueva Unión de las Mujeres Católicas. Estas sociedades se aprestaban a introducir el laicato católico en memorables batallas contra el divorcio, por la dignidad del matrimonio cristiano, la libertad de la escuela y la igualdad del trabajo, y constituían una magnifica afirmación de la sociología católica sobre los fundamentos del orden, de la fe y de las costumbres cristianas. Un camino seguro a los ideales de justicia y de paz social: a una legislación conforme a los sentimientos de una nación generosa que en veinte siglos de historia no había abandonado nunca la Iglesia ni la fe en el Vicario de Cristo.