Viejos prejuicios, erradas opiniones y costumbres deplorables, mantenían a las almas alejadas todavía de la Sagrada Comunión.
Era triste herencia de una doctrina que en el siglo XVII, con el pretexto de tutelar en la piedad cristiana, sosteniendo que para acercarse a la Sagrada Comunión era necesaria una pureza de conciencia tal, que difícilmente podían conseguir la mayoría de las gentes.
De ahí el miedo en las almas, las cuales, no atreviéndose, por temor a Dios, a acercarse al Sacramento de la Eucaristía, se alejaban del confesionario y de los altares.
La Comunión era muy poco frecuente, porque se consideraba como un don concedido a pocos.
Mas, entre tanto, las pasiones humanas continuaban alzando nuevas barreras para dividir siempre a los hombres y alejarlos de las enseñanzas de la Iglesia; la indiferencia continuaba mirando las conciencias y el orgullo envolviendo en el error a los débiles y a los ignorantes.
En estas tristísimas condiciones, en que se debatía la sociedad, Pío X había comprendido en sus claras intuiciones, que era menester infundir en la pobre vida humana una vida divina que restableciese el equilibrio en la mente ofuscada por las ideas de un resucitado paganismo y en el corazón dominado por el mal.
Por ello, el 20 de diciembre de 1905, daba fin a un rigorismo que estaba en contradicción con el sentimiento de la Iglesia y el Santo Concilio de Trento, el cual había expresado el deseo de que los fieles presentes en la Santa Misa se acercaran también a la Sagrada Eucaristía, pronunciando con el decreto “Sacra Tridentina Synodus” su juicio acerca de la Comunión frecuente y sobre la Comunión diaria, con esta consoladora decisión:
“La comunión frecuente y diaria, siendo como es deseadísima por Jesucristo y por la Iglesia Católica, ha de ser asequible a todos los fieles sin distinción de clases y de condiciones, de modo que a nadie que se encuentre en estado de gracia y tenga recta y devota intención se le puede negar.”
El periodo de las inútiles controversias y de las inacabables discusiones había terminado para siempre.
Pero existían aun usos y costumbres que mantenían alejados de la Comunión a los adolecentes hasta los diez o doce años y también hasta los catorce años de edad. Retrasando la edad de la Comunión para niños, se creía que llegaban a recibirla más recogidos y conscientes de lo que hacían y no se tenía en cuenta, en cambio, que la inocencia de los niños, conducía demasiado tarde a Dios, la languidecía en una adolescencia reseca y árida de piedad.
Pio X, que en Salzano, en el Seminario de Treviso, en Mantua y en Venecia, en la mirada pura y afectuosa de los pequeños que debían ser confirmados y en los niños de la Doctrina Cristiana había descubierto tantas veces la luz de aquella fe inmaculada que Dios concede preferentemente a los humildes, y a tantas otras veces le parecía también haber oído exhalar de aquellas frágiles criaturas como un grito que pidiera socorro y defensa contra el vendaval de las pasiones que pronto se volvería contra ellos, con el decreto “Quam singulari” de 8 de agosto de 1910, prescindiendo de las costumbres y tradiciones que parecían inviolables, fijaba alrededor de los siete años la edad en la que los niños debían ser admitidos a la Comunión.
Dicho decreto ocasiono una oleada de sorpresas y discusiones Obispos y párrocos rigoristas, llevados de un exagerado temor, se aprestaron a suscitar dificultades, a presentar objeciones y proponer problemas. Pero Pío X, que desde la parroquia de Salzano hasta la Cátedra de San Marcos había deseado siempre acercar a los pequeñuelos al Triunfador Divino, antes que la sombra del mal pudiese ennegrecer los claros horizontes de su inocencia, y sabia que su pensamiento respondía a una tradición de los primeros siglos de la Iglesia y también a la doctrina de uno de los más grandes doctores del cristianismo; no hizo caso de las criticas y no admitió sugerencias, sino que, llena su mente de pensamientos divinos, con la energía de una clara e inmutable voluntad, se mantuvo firme y termino las discusiones diciendo:
“Dios ha sido quien me ha inspirado este decreto.”
Mas, ¿Quién hubiera podido decir entonces a Pío X, que aquel decreto, mediante el cual daba a las pequeñas almas redimidas la alegría inmensa de la Eucaristía en el hermoso alborear de la razón, le produciría uno de los mas consoladores y conmovedores momentos de su glorioso Pontificado?
En la primavera de 1912 llegaban a Roma, procedentes de la nación de Clodoveo y Luis IX, 400 niños que habían recibido por vez primera la Sagrada Comunión para expresar al Papa la alegría y el reconocimiento de todos los niños franceses y presentarle un álbum con la firma de 135,000 de sus coetáneos que habían ofrecido su primera Comunión por las intenciones del Sumo Pontífice.
El superior general de los Asuncionistas, que concia, aquel cándido ejército de inocentes, después de la Misa, celebrada por el Emmo. Cardenal Vicenzo Vannutelli en la Basílica de Santa María la Mayor decía:
“Reyes y emperadores, llegan a Roma para postrarse a los pies del Sucesor de Pedro. Caballeros y cruzados vienen a pedir su bendición; hombres de todos los países y de todas las condiciones han rendido homenaje al Vicario de Cristo. Pero nunca había venido una cruzada de niños a rendir gracias al Papa en su Palacio de Roma.”
Dos días después, aquellos 400 pequeños peregrinos eran recibidos en solemne audiencia en la Capilla Sixtina y vieron la esplendorosa figura de un anciano vestido de blanco que les miraba con infinita dulzura y que les bendecía con sus cándidas manos. Escucharon la palabra, dulce y melodiosa, que repetía cosas sobrehumanas y recibieron de su mano una pequeña medalla de plata sobre la que se había esculpido: “Católicos y franceses siempre: Dios proteja a Francia.”
Una vez más aparca un Hombre de carne y hueso que hablaba a las almas ay a los corazones: ¡El Papa!
Pío X, abría una nueva era. Una vida nueva de fe y de amor se abría paso triunfalmente en el mundo, mientras un ejército infantil llenaba los altares de angelical alegría y de candor.
Pío X, extendiendo lo rayos Eucarísticos, terminaba una de las gestas más fecundas de su Pontificado restaurador de todas las cosas en Cristo.
En la alocución consistorial de 27 de noviembre de 1911, observando las condiciones en que se hallaba la sociedad, podía decir:
“No hay motivo para desesperar de la salvación común cuando vemos que en uno y otro hemisferio los católicos se abrasan en amor a la Sagrada Eucaristía. Adultos, jóvenes, niños son ahora innumerables los que no solo aman y honran, asiduamente y ardientemente el augustísimo Sacramento, sino que lo reciben con frecuencia, hallando en Él fe y fortaleza.”
El texto único de Catecismo, conocido bajo el nombre de “Catecismo de Pío X” fue compuesto por una comisión de teólogos, bajo la personal dirección del Papa, “el cual se intereso tanto que bien puede decirse que fue el verdadero autor.”
Entre los Congresos Catequísticos que se celebraron en diversas ciudades de Italia, recordamos el de Milán de 1910, honrando con la presencia del cardenal A. Agliard, legado pontificio, de cinco eminentes príncipes de la Iglesia, de cincuenta y dos obispos, con la representación de ciento treinta y cuatro diócesis y con la intervención de 3,ooo congresistas. No menos solemne fue el que tuvo lugar en Brescia, en 1912, en donde se afirmo la necesidades de una ordenación parroquial del catecismo en forma de verdadera escuela, según la mente de San Carlos Borromeo.
Propagador de esta doctrina, derivada de los errores del hereje flamenco Cornelio Jansenio (1585-1638) fue el jansenista A. Arnauld (1612-1694) doctor de la Soborna de París, con su contrato “De la Comunión frecuente” publicado en 1643, el cual se hizo popular como si se tratara de una novela, en Francia, en Holanda, en Belgica y también en Italia.
Pii X Acta, v. II, p. 254- el 7de diciembre de 1906, con el decreto “Post editum” Pío X despensaba a los enfermos del ayuno, para que pudiesen recibir la Sagrada Comunión (Acta Ap. Sedis, año II p. 998)
Pío X, sabía que su decreto había encontrado en Francia, en nombre de la tradición gálica, una oposición muy fuerte. Por eso, un día, hablando con Mons., A. M. Chesnelong, obispo de Valense, le dijo: “En Francia se critica duramente la Comunión infantil que hemos decretado, pero diremos que gracias a ella muchos niños serán santos y vosotros lo veréis.”
Así, un párroco francés de la diócesis de Aire, se complacía en manifestar los saludables efectos de la Comunión en los niños, diciendo al cardenal Merry del Val que el numero de los niños que llegaron a la Primera Comunión en estado de inocencia después de la publicación del decreto de Pío X era el 90 por 100 (P. G. Saubat, ord. Rom., f. 1301)
“Durante varios años continuaron legando innumerables cartas de niños y familias de todo el mundo católico que agradecían con entusiasmo a Pío X su decreto sobre la Comunión de los niños. A veces se daban episodios conmovedores, como el de conversiones de algunos padres ante la enfervorizada actitud de los niños al recibir la Sagrada Comunión; actitud que no sabían explicarse en tan tierna edad.”