San Pío X, Vida “El himno de acción de gracias”

San Pío X, Vida “El himno de acción de gracias”

San Pío X, Vida

“El himno de acción de gracias”

Si el espectáculo de la unión y la concordia que el generoso pueblo francés daba ante el mundo civilizado en una de las horas más calamitosas de su historia, prestando su ayuda al clero reducido a la condición de mendigar un pedazo de pan, ponía en los labios de los obispos franceses un himno de reconocimiento a Pío X, proclamándole “Salvador de la Iglesia de Francia” de los augustos labios de Pío X, se elevaba a Dios el himno de acción de gracias.

 

Y así, el 19 de noviembre de 1908, ante una muchedumbre de peregrinos que había acudido de todos los lugares de Francia, el papa santo desgranaba su himno:

 

“No cesare nunca de dar gracias a Dios por haberme inspirado el consejo de decir a mis hijos de Francia: seguidme en el dolor; mi único lamento es no estar con vosotros ´para sufrir y combatir juntos la batalla de Dios, porque de vuestro país me han llegado las más hermosas consolaciones; Francia se ha mostrado verdaderamente la Hija Primogénita de la Iglesia,  no solamente con palabras,  sino con el mas esplendido de los hechos. He dicho a los obispos de Francia: abandonad vuestros palacios, apartad de los seminarios las jóvenes esperanzas de vuestra Iglesia, no aceptéis de quien quiere esclavizar a la Iglesia ni tan siquiera una  moneda para calmar vuestra hambre. En vuestras tribulaciones y en vuestro dolor, mirad solamente a Jesucristo, despojado de todo, desnudo crucificado, pero triunfador  de la muerte, con la certeza de que tampoco a vosotros s faltara el triunfo. Y así, estos queridos hijos, que permanecían fieles en el llanto y en la desolación, vieron a sus hijitos dejar los seminarios, caros asilos de su piedad; vieron a las dulces hermanas de la caridad arrancadas del lecho de los enfermos en cuya asistencia habían cosechado tantos meritos; vieron a las congregaciones religiosas, tan  beneméritas en la educación de la juventud, constreñidas a  abandonar la patria y a buscar un asilo en países extranjeros, porque la madre desnaturalizada los expulsaba.

 

Todo esto vieron, y dieron juntos el ejemplo de un acontecimiento nuevo en la historia de la Iglesia.

 

Todos los obispos, sin exceptuar uno solo, escucharon la palabra del Papa como si fuera la de Dios; todos los sacerdotes escucharon con respeto y obediencia las palabras de los pastores de sus diócesis, mientras los fieles decían con unánime voz: “Contad con nuestras fuerzas y con nuestra generosidad. No tendréis suntuosos palacios, pero tendréis un asilo donde  reposar; no tendréis seminarios cómodos y espaciosos, pero tendréis también un lugar para educar a vuestros clérigos; no tendréis ya a los religiosos y a las piadosas monjas, pero los fieles los substituirán en su apostolado: no tendréis ya vuestras asignaciones, pero no os faltara la ayuda para los gastos del culto.

¡Oh! Si he llorado el Miserere por las vicisitudes de la Iglesia de Francia, he entonado también el Te Deum de la consolación cada vez que he pensado en los sacrificios que los fieles franceses soportan  por amor de la Iglesia; es , siempre, el Te Deum de la alegría y de la gratitud que debo cantar.

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