Una vez más, el Papa santo no había dudado de los destinos de la Primogénita de la Iglesia.
Por ello, siempre que hablara de Francia, olvidando antiguas amarguras y nuevas ingratitudes, su voz será voz de la fe y de esperanza. Llorara todavía sobre los errores de la “gran extraviada” pero su llanto tendrá la belleza y la pasión de un vaticinio.
El pueblo –dirá con corazón profético- que ha hecho alianza con Dios en la pila bautismal de Reims, volverá arrepentido a su vocación. No quedaran impunes las culpas, pero no perecerá la hija de tatos meritos, de tantos suspiros y de tantas lagrimas.
Vendrá un día, y esperamos que no muy lejano, en el que Francia, como Saulo en el camino de Damasco, verá una luz que viene de lo alto y oirá una voz que le repetirá: “¡Oh, hija!¿Por qué me persigues? “y responderá: “¿Quién eres Tú, Señor?” la voz añadirá: “Yo soy Jesús, a quien tu persigues. Dura cosa es para ti rebelarte contra el aguijón, porque con tu obstinación te arruinas a ti misma.” Y ella, temblorosa y atónita, dirá: “¡Señor! ¿Qué quieres que yo haga?” y Él: “Levántate, lávate de las suciedades que te han manchado, despierta en tu seno los sentimientos adormecidos y los pactos de nuestra alianza, y ve, hija predilecta de la Iglesia, nación predestinada, a llevar, como en el pasado mi nombre ante todos los pueblos y los reyes de la tierra.”
Palabras proféticas, a las cuales, obediente, debía responder el porvenir.