San Pío X “separación de la Iglesia y el Estado”

San Pío X “separación de la Iglesia y el Estado”

San Pío X

“separación de la Iglesia y el Estado”

 

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La ruptura de las relaciones diplomáticas no era todavía la separación de la Iglesia y el Estado, pero era el prefacio inevitable. Un paso más, y la separación seria un hecho consumado.

Pío X sabía que “la tribulación es la herencia de la Iglesia” y, en la turbulenta atmosfera de la negra conjura, meditaba y rezaba, buscando sólo en Dios su luz, su valor y su fortaleza.

 

Pero tres meses después  –el 14 de noviembre – con una vigorosa alocución, rompía el silencio.

 

Precisados con jurídico rigor los términos de la gravísima disensión, deseada y provocada por el desleal Gobierno francés de la República; documentadas la fidelidad y la lealtad constantemente observadas por la Iglesia en el cumplimiento de las obligaciones impuestas por los pactos del Concordato y las criminales violaciones de los mismos por parte del estado con la serie de obstáculos puestos al libre ejercicio del culto,  con el indigno tratamiento dado a los obispos, arbitrariamente privados de sus asignaciones, con la violencia intromisión laica en los seminarios, con la persecución movida contras las congregaciones religiosas y con la opresión de los más sagrados derechos del Romano Pontífice en el nombramiento de los obispos, decía:

“Hubiéramos preferido no hablar de una situación tan triste, pero los sagrados derechos de la Iglesia, descaradamente violados, y la dignidad de la Santa Sede Apostólica, acusada de un crimen que no ha cometido, clamaban por una protesta pública contra tantas injurias.”

 

Y, mirando proféticamente al futuro, concluía:

“Sin embargo, nada hace esperar que los ataques contra la Iglesia tengan pronto un final. Pero aunque se produzcan los más duros acontecimientos, éstos nunca nos hallaran ni impreparados, ni temerosos, pues estamos convencidos de las palabras de Cristo: no temáis: yo he vencido al mundo.”

 

Los acontecimientos no tardaron en confirmar los tristes presagios de Pío X.

 

El 9 de diciembre de 1905, el Parlamento francés, tras largas y fatigosas discusiones, que indicaban el atolladero en que se había metido el Gobierno al declarar la guerra a la Iglesia, pasando por encima de los sentimientos populares, votaba la ley de la separación.

 

¡La tradición a la justicia se había consumado!

 

Sobre la Francia católica, muda y desolada, pesaba  un sentimiento de angustia  y desamparo, porque era de todos sabido que la secta de París tenía, para destruir la fuerza de la Iglesia, un programa elaborado por el sordo e irascible Combes para llevar a cabo una constitución civil del clero en el intento de crear una Iglesia de Estado, mientras por otra parte, no faltaba quien iba fantaseando acerca de que era preciso aceptar la ley de la separación, porque “la falsa situación –así decían- entre la Iglesia y el estado creada por el Concordato debía terminar en una sincera aplicación de los principios políticos de la democracia republicana”.

¿Y el Papa?

El Papa callaba

Los católicos franceses hubieran querido que Pío X manifestara prontamente su pensamiento y no tardara en reivindicar los sagrados derechos de la Iglesia, tan inicuamente violados y conculcados.

Pero él, que sentía la acción de Dios en la historia, encerrado en su dolor, meditaba, escuchaba, observaba. Sólo un mes más tarde -17 de enero de 1906- a quien le hacía observar que los católicos franceses esperaban de sus labios una palabra segura y aclaradora, con un acento que no conocía temores ni incertidumbres, respondía con estas admirables palabras:

“¿No os dais cuenta de que se aproxima la hora en que el mismo Jesucristo pondrá sus manos divinas en las cosas de Francia, aquellas divinas manos  de las cuales una abate y aterroriza y la otra resucita y levanta? ¡Sí, Francia no será apartada de Cristo!

Y, tras una breve pausa, añadía:

“Dios hubiera podido enviar al Redentor inmediatamente después de la caída, sin embargo, hizo esperar al mundo durante millares de años ¿Y queréis que el Vicario de este Cristo tan largo tiempo deseado, pronuncie  sin reflexionar un juicio grave e irrevocable? Por el momento yo permanezco entregado en las manos de Aquél que me sostiene y en cuyo nombre hablaré cuando sea el momento.”

Y el momento grave y decisivo llego cuando, tras una noche de llanto y plegarias sobre el sepulcro del primer Vicario de Cristo, allá en las Grutas Vaticanas, con una encíclica –inexorable como un juicio de Dios-, condenaba solemnemente ante la faz de todo el mundo católico la iniquidad que había sancionado la apostasía del estado para con la Iglesia, en una nobilísima nación que desde la fuente bautismal de Reims no había jamás desertado de la fe de Cristo.

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