San Pio X
“El juramento de la Fe”
Con la “Pascendi” Pío X, había eliminado una tremenda amenaza que pesaba pavorosamente sobre la Iglesia y sobre la ciencia cristiana.
¿Podía, sin embargo, estar seguro de que la herejía en un esfuerzo supremo, no intentaría levantarse de nuevo para continuar en sus devastaciones?
¿Podía, afirmar que el inimicus homo, sembrador de cizaña, no volvería a agazaparse en el místico campo de la Iglesia para procurar su ruina?
Se trataba de la seguridad de la fe de Cristo y él conocía demasiado bien a los modernistas, para concederse una tregua o una pausa en la enorme batalla que sostenía.
“Los modernistas –había dicho en la “Pascendi” – tras sacudir el yugo de toda autoridad, continúan su camino, ocultando una increíble audacia bajo el velo de una aparente humildad. Llamados a su deber, doblegan fingidamente la cabeza, pero prosiguen con mayor ardor su deletéreo trabajo. Y así obran consiente e intencionadamente, porque tienen necesidad de no salir de la Iglesia para poder más fácilmente cambiar poco a poco la conciencia de los fieles.
Y que no intentan para multiplicar el número de sus secuaces? Inculcan veladamente sus doctrinas, las anuncian más abiertamente en los Congresos, las magnifican en las instituciones sociales, y para arrastrar al engaño a los incautos, publican libros, revistas y periódicos no solo bajo su nombre, sino que emplean también otros muchos, mientras un solo único autor, para simular una multitud de autores, se oculta bajo nombres diversos, haciéndolo todo con tal descaro que no parece sino que estén atacados de locura.
Y así, para que el modernismo, proscrito de las escuelas y expulsado de la prensa, no intentase con pusilánimes restricciones o interesadas ambigüedades refugiarse en las conciencias y para que el sacerdocio católico se mantuviera firme en las verdades de la antigua fe y no cediese a las lisonjas de la ciencia del suicidio del espíritu, el 1° de septiembre de 1910 imponía el “Juramento de la fe” para testimoniar amplia y plena adhesión a la doctrina de la Iglesia contra los fatales errores de la época “que – como había advertido poco antes- tendían, con una vacía y falaz erudición, unida a las mayores audacias de crítica, a trastornar toda autoridad divina, a envenenar las fuentes de la vida cristiana, a dispersar el sagrado deposito de la fe, y a dar a la Iglesia nueva forma, nuevas leyes y nuevos derechos, forjando un remedio de cristianismo que pudiera conciliar el delirar de la ciencia humana con los inmutables principios de la fe, el frívolo fluctuar del mundo con la digna constancia de la Iglesia, para terminar en la incredulidad y en la rebelión ante Dios.”
Con este juramento antimodernista, impuesto a los clérigos antes de las Sagradas Ordenes y a cuantos elementos del clero desempeñan funciones de ministerio, de magisterio y de jurisdicción en la Iglesia, la herejía del siglo XX recibido un nuevo e inspirado golpe.
Demasiado había llorado y lloraba aún el Papa Santo sobre las espantosas ruinas que había acumulado en las mentes y en las conciencias un “ciego frenesí de novedad” para decir que la “Profesión de fe” que había ordenado e impuesto no respondía a la impresionante gravedad del momento.
A los que en sus enérgicas medidas para detener la carrera ruinosa del modernismo –“semillero de errores y de perdición” –querían ver con los cortos alcances de la prudencia humana un excesivo e intempestivo rigor, respondía de su puño y letra:
“Agradezco el consejo de no dejarme sorprender tan fácilmente por la costumbre demasiado difundida de aplicar a no pocos injurioso titulo de modernista. Pero si no lo son como aquellos que presentáis como tales (y de muchos estos convencidísimo) el mal, sin embargo, existe y, en ciertas regiones, da verdaderamente mucho que pensar a quien tiene el deber de custodiar intacto el depósito de la fe.”
Y a otro:
“Alguno me acusa de ser pesimista y de ver el mal por todas partes. Pero el mal latente es más grave y esta mas difundido de lo que se puede imaginar. Por ello, no es nunca excesiva la vigilancia para poder describirlo, ne sero medicina paretur.”
Y un tercero:
“Como asustado, me recomendáis moderación en las disposiciones contra el modernismo. Ahora, distinguiendo perfectamente lo moderno, fruto de estudios severos y de largas investigaciones, del modernismo, me maravillo de que encontréis excesivas las medidas tomadas para contener la riada que amenaza sumergirnos, cuando el error que se quiere difundir en nuestros días es mucho más mortífero que el de Lutero, porque tiende directamente a la destrucción no solo de la Iglesia, sino del Cristianismo, por lo cual, en algunos lugares, los mismos protestantes han establecidola “Comisión de Vigilancia” que ha depuesto, hace poco tiempo, a un pastor convicto de modernismo. Comparto con vos la opinión de procurar la mayor benignidad e indulgencia en la aplicación de las penas; pero frente a un mal tan grave, nunca son demasiadas las precauciones ni severas las leyes que, al prevenirlo, ponen en guardia sin perjudicar a nadie. Así no tendremos maestros del error que conduzcan en breve el mundo a la herejía.”
Y, como atormentado por un íntimo dolor, volvía a escribir más tarde:
“Otro dolor que me turba y angustia es la espantosa difusión del modernismo, modernismo teórico en algunos, pero practico en los mas, y que arrastra a las mismas consecuencias que el primero: al debilitamiento y a la perdida de la fe. Oremos juntos al Señor.”
Su constante preocupación en mantener intacta la fe de Cristo y en toda su pureza la doctrina de la Iglesia, lo que explica la escrupulosa vigilancia y la incesante solicitud con que seguía el movimiento modernista en todas sus manifestaciones y en sus mas íntimos detalles, como lo atestiguan unánimemente aquellos que estuvieron a su lado como colaboradores sagaces y fidelísimos.
“Recuerdo – decía su secretario de Estado sustituto- con cuanto empeño y con cuanta competencia seguía este deletéreo movimiento a través de la prensa, de la enseñanza, de la propaganda de toda especie y de las informaciones que diariamente le comunicaba el cardenal secretario de Estado, sin que, por otra parte, dejara de tener un directo y constante contacto con los obispos acerca de las directrices que debían seguir en la lucha contra la herejía modernista.”
Le muchísimo y examinaba personalmente los libros de los autores sospechosos en materia de fe; solía decir: “Los demás leen lo que está en las líneas, pero yo leo lo que está escondido entre ellas y allí encuentro los errores.”