Decir ahora que los venecianos amaban a su patriarca sería muy poco, cuando sabemos que lo idolatraban. “Nuestro patriarca”exclamaban y con estas sencillas palabras querían decirlo todo.
Bastaba que ocurriera la voz de que el patriarca se encontraba en este o aquel lugar, en esta o aquella parroquia, para que todo el pueblo se arremolinara en torno a él, ávido de su palabra, de su mirada, de su bendición.
Y el patriarca, contento con estas manifestaciones de afecto sencillo y sincero, inclinando su hermosa frente de pensador y de asceta que no pecaba nunca por debilidad, saludaba a todos, sonreía a todos y bendecía a todos, no parando mientes si en alguna ocasión asistía a escenas que tenían algo de misterioso como presagio de hechos providenciales.
“Un día –decía quien vivió cerca de él- mientras acompañaba al patriarca que iba a administrar la Confirmación de un niño enfermo, pasó cerca de nosotros una campesina que llevaba en sus brazos un niño que apenas sabía hablar.
Cuando nos vio el pequeño –el cardenal no llevaba ningún distintivo- comenzó a gritar: “Mamá, mamá, he aquí el Papa”.
Yo murmure en voz baja al patriarca: “Ex ore infantium…” pero noté un golpe de codo y una voz severa: “No diga tonterías”
¿Tonterías?
¿No había ocurrido algo parecido en Mantua?
Un día –recordaba un dignísimo sacerdote mantuano- acompañaba a nuestro santo a la casa de los Padres de la Compañía de Jesús, donde había un hermano coadjutor muy sencillo y bueno que se llamaba Tacchini:
Este cada vez que veía al obispo, decía: “He aquí un sastre (Sarto) que ajustará bien los vestidos de la Iglesia. Será primero cardenal, después patriarca y después Papa.”
Mira que te equivocas-le contestó un día nuestro santo-; porque en todo caso, antes seré patriarca y después cardenal.
No –reafirmo Tacchini- antes será cardenal y después patriarca y después… y después será Papa.”
Pero, dejando aparte estos episodios de una sencilla grandeza, podemos afirmar que nadie ha gozado en Venecia de tanta popularidad como el patriarca Sarto. Baste decir que toda la vida veneciana se desarrollaba alrededor del Palacio Patriarcal.
En su vida de capellán, de párroco, de canciller episcopal y de obispo de Mantua- más de treinta años de ministerio sacerdotal– había recogido tesoros de tan larga iluminada experiencia que no había nadie en Venecia que no recurriera a él con fe y confianza.
Sentíase llamar de todas partes:por los jóvenes, los viejos, la nobleza, el pueblo y los mismos príncipes de sangre real que Vivian en la maravillosa ciudad de Adriático.
Le rodeaba todos los días una multitud varia y numerosa. Todos sabían que recibía a todo mundo con igual amor, con la misma expresión, siempre incansable y paciente de escuchar suplicas y suplicas, contento de que se le presentase ocasión para ello. Se hacía para él un deber el eliminar disidencias, unir los ánimos, armonizar intentos y voluntades y llevar a la buena gente veneciana a una vida de orden, de tranquilidad y de paz en la santidad de las costumbres y en el fervor de una fe profundamente cristiana.
Las mismas autoridades ciudadanas no daban un paso ni tomaban una decisión de alguna importancia si antes no habían escuchado su consejo o alcanzado su aprobación; mientras el clero, atraído por su insuperable bondad no menos que por la sabiduría de su gobierno, le seguía unánime y concorde, con amor y docilidad, considerándose a sí mismo en las manos del patriarca como una fracción del vasto plan de acción dirigido a la restauración de todas las cosas en Cristo.
Tenía, pues, razón León XIII de amar y de considerar al patriarca Sarto como “la gema del Sacro Colegio” y de expresar su deseo de tenerle en Roma como vicario general.
El sapientísimo Papa le quería tanto que “en una cartera de recuerdos personales conservaba un retrato que había recortado de un periódico ilustrado, y un día, en una audiencia privada, no dudaba en asegurarle su afecto con estas palabras textuales.
“Eminencia, vuelva a Roma más a menudo. Le queremos de verdad.”