El patriarca de los venecianos se preocupaba para que su pueblo volviese a la fe viva de los primeros siglos del Cristianismo por medio de la Comunión frecuente y, a ser posible, diaria, que promovía con todas sus fuerzas. Y para que las nuevas generaciones pudiesen creer con limpio espíritu cristiano, no veía otro remedio que acercar los pequeños inocentes a Jesús en el gran Misterio de la Eucaristía, antes de que las pasiones humanas pudieran obscurecer su mente y devastar su corazón.
Por eso, “Sin dictar disposiciones oficiales, exhortaba a menudo a sus párrocos a examinar a los niños acerca de las verdades fundamentales de la fe, para que, los encontraban suficientemente preparados, los admitieran a la Comunión, no preocupándose demasiado de la edad”. Para que no retrocedieran ante la costumbre generalizada de no admitir a la Comunión a los niños hasta después de los diez y de los doce años. Los animaba y los persuadía con la fuerza de su ejemplo.
Un día se presento en el Patriarcado una niña de siete años pidiendo que la admitieran en la Primera Comunión.
Lo que la niña pedía era una novedad, y su madre, que la acompañaba, lo sabía.
El patriarca pregunto a la niña: -¿Cuántas naturalezas hay en Jesucristo?
-Dos: la naturaleza humana y la naturaleza divina– repuso rápidamente la niña.
El cardenal llamo en seguida al secretario, don Juan Bressan, y le dijo: -ordenad al párroco de esta niña que mañana la admita a la Comunión.
