El patriarca de la Laguna había visitado la diócesis; había expulsado del gobierno de la ciudad el laicismo masónico; había despertado, con un grandioso Congreso Eucarístico, la fe. Con un sínodo, preparado y estudiado por él mismo, sacrificando días y noches, había dado al Patriarcado un código de legislación sabiamente coordinado con las leyes de la Iglesia y de acuerdo con la necesidades de las almas y las exigencias de los tiempos.
¿Qué más podía hacer?
El Emmo. Sarto no era hombre para descansar sobre los laureles.
En un tiempo en que las fuerzas de las sectas y de los partidos lo intentaban todo para alejar a Dios y a la Iglesia de la conciencia del pueblo, no veía arma mejor para una pronta defensa que una acción bien ordenada de las fuerzas católicas.
Una sola palabra –decía con el ardor de un apóstol el 23 de noviembre de 1895 a los miembros de la decima reunión regional véneta de la obra de los Congresos católicos-, una sola palabra para comentar una sola cosa: la acción. No muchos discursos, porque las charlas han de dejarse a los políticos. Nosotros vamos a los hechos.
Los miembros de las comisiones parroquiales –continuaba- deben ser los colaboradores del párroco, ayudándole en todas las obras del celo sacerdotal, en la enseñanza de la Doctrina Cristiana, en la dirección de los patronatos, devolviendo la paz a las familias, de modo que el vicario de Cristo pueda contar válidamente con el pueblo en la defensa en la defensade sus derechos, sin los que no puede haber bien religioso ni moral.
Y, sobre todo –concluía-, disciplina, obediencia, abnegación, trabajar, pero sin miras temporales, sin intereses privados, sin ambiciones personales, demostrando una conducta irreprensible en nuestros deberes para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos.
El mismo aviso y la misma exhortación que, siendo obispo de Mantua, había inculcado con tanta pasión a los católicos italianos en el Congreso de Lodi en 1890 y en el Vicenza en 1891.
Un aviso y una exhortación que no se cansaba nunca de repetir, porque sabía que también en la ciudad de la Laguna, desgraciadamente, había comenzado a insinuarse aquel fenómeno disgregador que debía dividir las fuerzas católicas con dos tendencias profundamente discordes: la tendencia de la Obra de los Congresos Católicos, que era fiel a la suprema autoridad de la Iglesia, y la tendencia de la llamada Democracia Cristiana, dirigida por un joven sacerdote de las Marcas –Rómulo Murri- que, con el pretexto de renovar la vieja Obra de los Congresos, intentaba dar a la acción de los católicos una nueva orientación político-social, en discordia con el pensamiento de la Sede Apostólica.
Había, pues, divergencias de apreciación, de pensamiento, antagonismos y rivalidades entre los antiguos miembros de la Obra de los Congresos Católicos y los jóvenes demócratas cristianos, que no se avenían a soportar el dulce peso del orden y de la disciplina.
En una reunión, celebrada en su Palacio Patriarcal el 29 de julio de 1900, lamba, a los jóvenes y a los hombres maduros, a la comprensión y a la mutua caridad: “Insisto, no para repetir lo que ya se ha dicho –decía-, sino para indagar ciertas causas que podrían influir en la discordia. Ciento veneración por los jóvenes, porque, siendo predicador del Evangelio, debo ser el primero en seguir sus enseñanzas. En el Evangelio se elogia por doquier a los jóvenes, y yo los miro con los mismos sentimientos de N.S. Jesucristo y los considero como la parte mejor de mi grey. Pero he de decirles una palabra a los jóvenes: que recuerden que la sabiduría y la prudencia están en la boca de los viejos. Hago, pues, esta recomendación: si algún joven, en cualquier circunstancia. Movido de generoso ardor, hubiese empezado, a perder el respeto a los ancianos, le amonesto a corregirse. Nadie como el anciano se siente bien entre los jóvenes, porque le recuerdan la primavera de su vida, pero es preciso que los jóvenes consideren a los ancianos como maestros y guías.”
Esta era su constante amonestación, su invitación continua. Y más solemnemente había de repetirla cuando fuera Papa, porque quería salvar de peligrosas desviaciones aquella Acción Católica italiana, la obra que había de constituir una de las levas más importantes del apostolado jerárquico en las actividades religiosas y sociales del laico católico.