El 14 de julio de 1902, como cansado por el peso de los siglos, caía sobre sí mismo el histórico campanario de San Marcos.
Fue un dolor, no sólo ciudadano, sino nacional, no pudiéndose concebir el conjunto monumental de San Marcos sin el secular campanario que con la voz de sus bronces había acompañado todas las glorias de Venecia a través de los tiempos.
El primero en llorar sobre las ruinas del coloso deshecho en un montón de escombros fue el patriarca de los venecianos. Pero, cesado el llanto, fue el primero en lanzar a Venecia, a Italia y al mundo la invitación a reedificar un nuevo campanario sobre el mismo lugar y de las mismas proporciones que el antiguo.
No había pasado todavía un año y ya el 25 de abril de 1903, fiesta de San Marcos, era colocada la primera piedra de la nueva mole.
En la tribuna real, levantada entre la Basílica y el palacio Ducal, estaban el conde de Turín, en representación de su majestad el Rey, el patriarca, un ministro de Italia – el famoso Nunzio Nasi- el ministro de instrucción Pública de Francia señor Chaumié, y el alcalde de Venecia, conde Felipe Grimani.
El que primero habló fue el conde Grimani, con un discurso digno de un patricio veneciano descendiente de los Dux y expresión del sentimiento cristiano del Ayuntamiento y de la ciudad que representaba.
“Dentro de cuatro años –así concluía su discurso- veremos levantarse orgullosa y majestuosa la torre, dispuesta a resistir los ataques del tiempo igual que antes. Que así sea. Y que sea si bajo vuestros auspicios, cardenal eminentísimo, que aquí, atrayendo las bendiciones del cielo, proclamáis la sublime armonía del sentimiento de religión y patria.”
Hablaron después los ministros Nasi y Chaumié.
El ministro italiano tuvo la desagradabilísima idea de recordar el periodo desastroso de las luchas venecianos contra el Pontífice Pablo V, cuando – según una narración desmentida por la Historia- un Dux, para hacer comprender que la serenísima no había cedido ni aún ante el Papa, había dicho: “Venecianos primero, cristianos después.”
La necia y ofensiva evocación, pronunciada con un tono de desafío, no debía ni podía ser dejada sin respuesta.
Terminando el rito de la bendición de la primera piedra del campanario que había de ser levantado, delante de una multitud inmensa, habló el cardenal, más esplendoroso en aquel momento por el fulgor de la purpura y por la serena majestad de su persona, que parecía engrandecerse a medida que adelantaba en su discurso.
Ningún espectáculo –comenzó a decir- es tan digno de admiración como el de un pueblo que al comenzar una empresa pide a Dios su bendición, porque nunca se levanta tanto el ingenio del hombre como cuando se inclina delante del eterno fuego, de donde viene la luz, ni sus obras se producen con un carácter más majestuoso y solemne que después de la invocación de la potencia suprema que le impulsa y le consagra.
Me alegro con vosotros, que os mostráis dignos hijos de aquellos padres que, convencidos de la gran verdad “que se trabaja en vano si en la dirección no está el Señor.” Quisieron que esta ciudad cristiana, desde su origen, jamás se entregara a ninguna empresa sin haber invocado primero el nombre de Dios y la protección de María.
Los venecianos reconocieron siempre en la religión la fuente de su florecimiento y por eso mientras fue el alma de sus obras, la directriz de sus decisiones, la inspiradora de sus leyes y a fin de obtener o dar gracias por los beneficios conseguidos, erigían templos y altares, le dedicaban asilos de piedad, le consagraban institutos de útiles estudios y perpetuaban los monumentos sus gloriosos triunfos.
Nada podía ser, pues, más grato a los venecianos que unir el recuerdo del acontecimiento de hoy con el homenaje a la religión.
No. Los ciudadanos de Venecia, al levantar el campanario, no piensan en celebrar su propia fama, sino en magnificar el Nombre de Dios, en dejar a la posteridad una prenda de su fe, un recuerdo de su verdadero amor a la patria.
Hago votos para que surja, bendecido por el cielo, el campanario que satisfaciendo a las razones del arte y de la armonía con este templo y con esta plaza, únicas en el mundo, sirva para contemplar aquella belleza que es querida por la mente y sentida por el corazón.
Surja, bendecido por el cielo, el campanario de San Marcos y en el principio, en el avance y al final de la obra se mantengan alejadas las desgracias.
Surja bendecido, y se apresure con el deseo aquel día en que se oirá de nuevo el sonido de las campanas, anunciando, con la verdadera gloria de Venecia: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.”
El cardenal, con este himno a la religión y a la patria, había contestado noblemente y dignamente al ministro de Italia, que había demostrado no conocer la historia de las glorias católicas y de las tradiciones cristianas de las gentes venecianas. Todos lo entendieron así y los aplausos que saludaron el discurso demostraron que el pueblo de la Laguna era un corazón y una sola alma con su patriarca.
Pero aquel discurso del cardenal Sarto debía ser el último discurso a los venecianos.
Cuatro meses más tarde, el mundo católico saludaba en el al Sumo Pontífice y Vicario de Cristo con el nombre de Pío X.