San Pío X, Patriarca de Venecia
La Reforma de la música Sacra.
El patriarca de los venecianos vivía el espíritu de la liturgia con el calor entusiasta de su alma llena de gracia divina y de santidad.
Bastaba verlo, bajo el resplandor de oro de las bóvedas de San Marcos, cuando, vestido de pontifical, subía al altar de Dios.
Perfecto en el rito, en el canto, en las ceremonias, aún en las más sencillas, se transfiguraba como su se separase de pronto de cuanto le rodeaba.
Nadie podía sustraerse a la fascinación que emanaba de su profundo recogimiento y de su conmovedora piedad.
En el religioso silencio de la hora, se percibía cómo el pueblo está unido con su pastor en la oración.
El eminentísimo cardenal Sarto amaba intensamente las solemnes ceremonias y las grandiosas manifestaciones del culto, pero para que éstas pudieran infundir en la conciencia de los fieles, y particularmente de los sacerdotes, aquel espíritu de piedad que deseaba, tenían que ir acompañadas de una música verdaderamente sagrada, que, según su pensamiento, debía ser un ala abierta para el vuelo del alma hacia las alturas donde habita el Señor.
Capellán en Tómbolo y párroco en Salzano, había dado las primeras batallas para que el canto y la música estuvieran unidas a su suprema finalidad de “oración litúrgica” en Matua, por su profundo sentimiento religioso, a la vez que por su finísimo gusto artístico, decidió eliminar de las Iglesias de su diócesis aquellas ruidosas interpretaciones musicales que las profanaban con desdoro del culto divino y del espíritu de la liturgia.
Trasladado de Mantua a Venecia, deseando vivamente que la música en las iglesias del Patriarcado volviese a ser expresión viva de fe y oración cantada por el pueblo, trabajó con todo su entusiasmo para devolver a su antiguo lugar de honor a la música sacra.
Con su indiscutible competencia y con el alto prestigio que provenía de su autoridad de obispo y de patriarca, enfocó el tema debatido de la música sacra, el 1° de mayo de 1895 dirigió al clero y al pueblo del Patriarcado una carta famosa, que debía quedar como primer código de música sagrada y señalar el principio de una reforma de la mayor importancia en la vida religiosa del pueblo cristiano, como era la reforma del canto sacro y de la música litúrgica.
Después de una breve introducción, el Emmo. Sarto recordaba las grandes solemnidades que acababan de terminar con motivo del VIII Centenario de la Consagración de la Basílica de San Marcos, haciendo en seguida hincapié en la finalidad el espíritu de la liturgia.
“la música y el canto en la Iglesia –decía- deben corresponder al fin general de la liturgia, que es el honor de Dios y la edificación de los fieles, y también al fin particular de la misma, que es el de excitar a los fieles a la devoción por medio de la melodía y disponerles a acoger en su corazón, con mayor prontitud, los frutos de la gracia que son propios de los santos misterios solemnes celebrados.
Así, la música sacra –añadía- por la estrecha unión que mantiene con la liturgia y con el texto litúrgico, debe participar en grado sumo de sus cualidades intimas: santidad, bondad del arte, universalidad.
La Iglesia ha condenado constantemente todo lo que en la música es ligero, vulgar, trivial, ridículo; todo lo que s profano y teatral, ya sea en la forma de la composición, ya sea en el modo de ser ejecutada. Siempre ha hecho valer la música las razones del verdadero arte, por lo cual le debe mucho la civilización, ya que al benéfico influjo de la Iglesia hay que atribuir que el arte musical se haya desarrollado a través de los siglos, perfeccionándose en sus diversos sistemas.
Por último –observaba- la Iglesia ha pensado siempre en la universalidad de la música, acomodándose a aquel principio tradicional, según el cual si una ley de la fe, también ha de ser una la forma de la oración y, en cuanto sea posible, la norma del canto.”
Bajo estos principios, la Iglesia creaba. La doble forma de su canto; la gregoriana, que sigue en pie después de casi un milenio, y la clásica polifonía romana que, iniciaba por el gran Palestrina, alcanzo en el siglo XVI su esplendor máximo.
Pero las antiguas armonías, que tan bien interpretaban el sentimiento de la plegaria, con el tiempo vinieron cediendo el lugar a maneras eminentemente profanas con ropajes de novedad.
“Maneras nuevas, teatrales –continuaba la Carta- cuyo carácter intrínseco es la ligereza sin límites, cuya forma melódica, si bien sumamente agradable al oído, esta dulcificada hasta la exageración, cuyo fin es el placer del sentido, cuya andadura es lo máximo del llamado convencionalismo. Y no hay que decir que muchas veces se tomaron las mismas melodías teatrales, adaptándolas malamente al texto sagrado. Con mayor frecuencia, se construyeron nuevas melodías, pero siempre según el modelo del teatro o con reminiscencias de aquellos motivos, reduciendo las funciones más augustas de la religión a representaciones profanas, profanando los misterios de la fe hasta tal punto de merecer el reproche de Cristo: “Vos aútem fecístis illam speluncam”.
Y para abrir en las mentes el camino de la persuasión y disponer a los venecianos a acoger dócilmente la reforma invocada, previniendo toda dificultad, el Emmo. Sarto continuaba diciendo:
“Muchos dicen que el pueblo no gusta de las melodías gregorianas, que es inútil todo intento de devolverlas a su lugar de honor, que hay peligro de que el pueblo deserte de las funciones litúrgicas al no escuchar ya los cantos y las músicas que le gustan. Pero yo diré que el placer solo, no ha sido nunca el recto criterio para juzgar de las cosas sagradas y que el pueblo no debe ser secundado en las cosas que no son buenas, sino educando e instruido. Diré todavía que se abusa demasiado de esta palabra “pueblo”, el cual se muestra de hecho más serio y devoto de lo que ordinariamente se cree, pues gusta de la música sacra y no deja de frecuentar las Iglesias en las que se ejecuta. Y una prueba luminosa la han constituido las fiestas centenarias de la Basílica Patriarcal de San Marcos, donde durante cuatro días seguidos, y habiendo sido ejecutada con todo rigor la música sacra o el canto gregoriano o el canto polifónico al estilo de Palestrina, el pueblo asistió entusiasmado y devoto, y, no sólo los insignes prelados, sino también distintos maestros de música profana no dudaron de alabar y manifestar públicamente su admiración por las armonías sublimes del canto eclesiástico, santo, artístico y capaz de levantarnos de las miserias de esta tierra hasta hacernos gustar anticipadamente de las bellezas de los cantos del cielo.”
Después de estas consideraciones, el patriarca, firme y decidido a vencer a toda costa inveterados prejuicios, oposiciones interesadas y lamentables costumbres, en términos de orden rigurosa, bajo pena de sanciones canonícas, ordenaba que en todas las Iglesias del Patriarcado fuese inmediatamente suprimida toda forma de música profana; que en todas las parroquias, para que el pueblo aprendiera a asociarse, con profundo sentimiento de fe, al espíritu de la liturgia, participando con la propia voz en las funciones sagradas, fuese instituida una Escuela de Canto Gregoriano y que cada párroco pusiera suma atención en que los cantores fueran hombres de conocida probidad de vida, dignos de su misión de “Cantores de las alabanzas de Dios.”
“Venecia –concluía el futuro Pio X-, que fue por tan largo tiempo cultivadora de lo bello en el arte, sea ahora, como en los tiempos de sus mayores glorias, cultivadora de la música sacra.”
Poco tiempo después, las sagradas melodías de la Iglesia, en todas las Iglesias del Patriarcado fueron las melodías del recogimiento, de la oración y de la piedad.