Equilibrado y conciliador, pero con firme sentimiento de la propia dignidad, el patriarca de los venecianos no conoció nunca aquiescencias serviles, reticencias ambiguas o cómodos compromisos, porque en él palpitaba el instinto de la Iglesia, la autoridad y la dignidad sagrada del sucesor de Lorenzo Justiniano.
Por ello, no dejó nunca de decir la verdad, manifestándola siempre clara y solemnemente, quizá con un poco de crudeza, a su clero y a su pueblo, cuando se trataba de promover el bien y la salvación de las almas.
Sin debilidad, la manifestó a Gobiernos y a ministros cada vez que amenazaban invadir el campo de la fe y de la moral cristiana; la manifestó a la secta, cada vez que intentó impedirle su ministerio de sacerdote y de obispo; a los hombres y a los partidos, que querían manumitir sus derechos o su autonomía de patriarca; a los artistas y a los mecenas de artistas, cuando en abril de 1895, no plegándose ni a criticas ni a juicios de periódicos, prohibió el acceso a la I Exposición de Arte por un cuatro que era un insulto y una vergüenza, y la manifestó enérgicamente al mismo Municipio, porque, anticleridad y sectario, traicionaba la fe y las nobilísimas tradiciones del pueblo de San Marcos.
El 24 de noviembre de 1894, el patriarca subía a la cátedra de Justiniano.
Los demócrata-radicales, servidores de la masonería, al paso de la “lancia” del cardenal. Abandonaron el Palacio de la ciudad, dejando cerradas sus ventanas.
El patriarca, entonces, no habló, pero en aquel instante pensó en la necesidad de acabar con la masonería imperante, para abrir camino a Cristo. A algunos venecianos, que le habían manifestado su indignación por la vulgar maniobra de la secta, les dijo:
“No temáis. Si el palacio del Municipio tiene cerradas las ventanas, las haremos abrir.”
Y espero a que llegasen las elecciones administrativas de la ciudad.
1895 fue un año de las grandes victoriaselectorales administrativas de los católicos, preparación de las futuras luchas políticas en que la Santa Sede habría de llamar a las fuerzas católicas al terreno político, para la defensa de los supremos intereses de la fe y de la sociedad cristiana.
No faltaron los problemas gravísimos que impuso la presencia de los católicos –y no en simple minoría- en los Consejos Municipales y Provinciales. Entre los católicos había quien sostenía que en las elecciones administrativas tenían que luchar solos, presentando listas propias, y no listas en unión con elementos honestos, si, pero no militares en las filas católicas, o quizá con elementos pertenecientes- como se decía entonces- a corrientes liberales moderadas.
En Venecia, con la llegada del cardenal Sarto –hombre de larga visión y de intuición segura-, las cosas debían cambiar.
El patriarca, que no buscaba otra cosa que el bien religioso, moral y civil de su pueblo, se propuso decididamente liberaral Municipio de la secta que en él anidaba, procurando para Venecia una administración digna de su nombre y de su historia.
Las elecciones para la renovación del Consejo Comunal debían tener lugar en julio de 1895.
Hacía falta prepararlas, despertando del sopor a los venecianos y excitando a la acción a los católicos.
El cardenal Sarto no perdió un instante. Sin largos discursos, con la fuerza de un “condottiero” seguro de sí mismo, animando a los católicos venecianos a la lucha y a la victoria, dio la consigna con tres únicas palabras, sencillas, pero rígidas, alineadas como en un plan de guerra: Trabajad, rezad, votad.
Sostenido por una indómita energía, convocóa su alrededor a sus párrocos y a sus sacerdotes, a sus hombres y a sus jóvenes; tuvo reuniones en su Palacio, organizó conferencias en todos los barrios de la ciudad; instituyó comisiones y subcomisiones, y, reconociendo que los católicos solos no podrían vencer, con maravillosa habilidad y audaz concepción, adelantándose a los tiempos nuevos, sentó las bases de una alianza honesta entre los más representativos exponentes del partido católico y de la corriente católico-moderada, dignos , bajo todos los aspectos, de la más amplia confianza. En tres días y tres noches, con una actividad que parece prodigiosa, escribió de su puño y letra más de 200 cartas a sacerdotes, a seglares, a asociaciones católicas y a comunidades religiosas, para que a la acción se uniera la oración, y, poniendo por encima de todo cálculo humano la profundidad de su fe, lanzó un reto preciso y resuelto a la masonería.
La hora del desquite había sonado.
Los venecianos sintieron la gravedad de la batalla, y, prontos a todo sacrificio, se pusieron en pie como un solo hombre, unidos en compacta falange, decididos a combatir y vencer por la religión y por la patria: el pensamiento de su patriarca.
El 28 de julio de 1895 –día de las elecciones municipales- los católicos, aliados con los moderados, comprendieron su deber de ciudadanos, y, fieles a la palabra de su cardenal, se lanzaron a la lucha con irreductible ardor, logrando, con una clarísima victoria, acabar con el viejo y prepotente Ayuntamiento y establecer uno nuevo, con un alcalde devoto a la Iglesia y fiel al Papa: el conde Felipe Grimani- ilustre descendiente de los Dux-, que debía regir los destinos de Venecia por un cuarto de siglo, haciendo revivir un pasado que muchos creían fenecido para siempre de un sistema, sobre el cual, el corazón la voluntad de un hombre providencial habían dejado huella.
La coalición demagógico-anticleral que, violando la conciencia de la Venecia católica, había abolido el Catecismo en las escuelas, arrancando el Crucifijo de los asilos y prohibiendo los puentes votivos, que se montaban sobre el Canal de la Giudecca y sobre el Gran Canal, para la solemne celebración de las fiestas de Nuestra Señora de la Salud y del Santísimo Redentor, establecidas por el antiguo senado de la Serenísima, había caído por fin, y el pueblo del la nobilísima ciudad de la Laguna escuchó entonces, otra vez, en las aulas de sus escuelas resonar la voz augusta de la religión. Volvió a ver sobre las paredes de sus hospitales la imagen del Divino Crucificado, como consuelo para los dolores de los enfermos y la agonía de los moribundos. Se alegró con la reaparición de sus puentes votivos en las fiestas más caras para su fe, y, una vez más, se estrecho en torno a su patriarca, como si fuera un Dux redivivo, con una demostración de amor y de veneración tan viva como nunca había visto Venecia.
Esta clamorosa victoria, lograda por el acuerdo entre los católicos y los liberales-moderados, que había planeado el patriarca Sarto, sobrepasó los confines de la Laguna y tuvo en toda la nación una profunda resonancia de admiración, aprobaciones y aplausos.