San Pío X El Patriarca de Venecia “Seminario y Clero”
Pero nuestro santo tenía una nobilísima ambición, que era como el halito de su vida: ver crecer a su alrededor, como una corona de gloria, un clero docto, piadoso y trabajador.
Un grave pensamiento le preocupo: el Seminario Patriarcal, que indudablemente está en mejores condiciones que el Seminario que encontró en Mantua, pero al que le faltaba una dirección firme y una bien ordenada organización de disciplina y de ciencia.
Para que los seminaristas no tuvieran contacto con estudiantes externos, suprimió los estudios laicos anejos al Seminario, sin temer chocar con viejos métodos y con temperamentos susceptibles. Dictó un nuevo reglamento de disciplinainspirado en las normas del Concilio de Trento. Renovó completamente el claustro de profesores y reformo los estudios según las exigencias de la ciencia y de la cultura, mientras para la formación sacerdotal de los alumnos proponía sacerdotes dignos de su confianza, sin olvidarse de fundar una escuela de canto sacro, que debía ser como el preludio de la reforma de la música sacra que, iniciada por él en Mantua, intentaba proseguir en la diócesis de San Marcos.
“El resultado de tales medidas –así aseguraba quien había sido testigo de la obra realizada por nuestro Santo para dar al Seminario una nueva vida –fue realmente providencial, no sólo para la formación moral e intelectual de los alumnos, que volvieron a florecer generosas y prometedoras”
Activo y experimentado, por naturaleza y por su edad, el patriarca no dejaba las cosas a medio hacer: daba órdenes, pero después, con incansable solicitud, vigilaba si eran cumplidas y como se cumplían. Por ello, cuando salía del Patriarcado, le agradaba dirigirse al Seminario para encontrarse en medio de sus seminaristas, para conocerlos cada día mejor, para informarse de su manera de ser, de su diligencia en el estudio, de sus progresos en la piedad. Y porque quería que un día fuesen sacerdotes dignos de la Iglesia, informados por aquel espíritu de romanidad sin el cual no hay espíritu ni vida sacerdotal. No descuidaba las más pequeñas y cuidadosas investigaciones sobre su vocación antes de promoverles a las Sagradas Ordenes. Ponderaba cada caso, meditaba largamente, rezaba y, para estar más seguro, pedía el padecer a cada uno de los profesores.
Organizaba la vida del Seminario, puso atención en sus sacerdotes.
Convencido de que la salvación de las almas está íntimamente ligada a la acción del Clero, le preocupaba continuamente la idea de su santificación no menos que la de preparación de su inteligencia.
De aquí sus esfuerzos para que adelantasen con empeño en la santidad sacerdotal, para que cada año tomasen parte con él en una tanda de Ejercicios Espirituales, para que en el último jueves de cada mes se reuniesen en pío retiro para escuchar de sus labios la grandeza de sus deberes. Para que se mantuvieran despiertos en la vida de piedad, quería que se reunieran de vez en cuando con él, en una hora de adoración al Santísimo Sacramento. No olvidaba el obligarles a asistir, en un mismo palacio patriarcal, a los cursos de conferencias de teología, de exegesis bíblica, de historia eclesiástica, de arqueología y de ciencias económicas-sociales que él había instituido. Deseaba que, estando así al corriente de los progresos de la ciencia moderna, pusiesen rebatir más eficazmente los errores que una ciencia incrédula iba propagando astutamente hasta en las más humildes clases sociales.
En todos sus sacerdotes exigía rectitud de intención, actividad, pureza de vida, obediencia pronta y sincera. Por ello, cuando las circunstancias le obligaban a hablar, su mirada expresaba una voluntad que no admitía replica en quien tenía la obligación de obedecer. Sin embargo, prefería alcanzar el mismo propósito “con la sonrisa de su gran bondad” porque “más que juez, quería ser padre.”
Sería necesario conocer todo lo que el cardenal Sarto hacia por sus sacerdotes para poder medir la grandeza y la magnanimidad de su incomparable corazón.
No se olvidara nunca el acento conmovido con que exclamo, abrazando un día a un pobre sacerdote: “He trabajado mucho y, finalmente, lo he logrado. ¡Cuántas oraciones y cuantas lagrimas me ha costado!”
Este era él: el patriarca que hablaba con la dulzura de su mirada, con el latir de su corazón. El obispo que sabia compadecer las debilidades humanas, siempre dispuesto a infundir en las almas, luz, fuerza y consuelo. El santo que ejercía sobre cuantos le rodeaban el atractivo irresistible de su alma llena de Dios, porque vivía de aquella misteriosa paternidad que en él nunca, por más que cambiaran los tiempos y las circunstancias, se había de debilitar ni obscurecer.