Por ello, todos los sacerdotes del Patriarcado le amaban y le secundaban con entusiasmo. Todos estaban persuadidos de la sobrenatural de sus apreciaciones y convencidos –afirmaban- de que “en decisiones estaba guiado por una luz divina”
Sentían que lo amaban, y lo amaban todavía más porque aparecía a sus ojos como ejemplo vivo de trabajo, abnegación y sacrificio.
Se consideraba el último de sus sacerdotes, pero el primero en las fatigas de cada día. De buena mañana se dirigíaa esta o aquella Iglesia, entrando en el confesionario, del cual muchas veces no salía hasta que era ya de noche.
Con piadosa y generosa fatiga atendía a la conversión de los disidentes; predicaba tandas de Ejercicios Espirituales; daba conferencias a hombres y mujeres piadosas, instrucciones a los jóvenes y a los niños; y entraba con frecuencia en causas miserables para consolar a los dolientes y dar la Confirmación a niños enfermos, dejando en todas partes el sello de su inagotable caridad.
Acudía solicito al lecho de los moribundos para disponerles al supremo transito. Y no había riesgos, temores o respetos humanos que pudiesen detener su pasión por la salvación de las almas o debilitar su ardor apostólico.
Un masón, que hacía poco había vuelto a Dios, estaba agonizando. El pobrecillo invocaba al sacerdote, protestando contra los propios familiares que no querían que ningún sacerdote pusiera el pie en su habitación.
El patriarca, enterado del deseo del pobre moribundo y de la terca oposición de sus familiares, va a la capilla, toma el Santísimo Sacramento y se encamina hacia la casa.
Lo reciben con pretextos y protestas. Pero el patriarca no escucha a nadie; entra decidido en la habitación del moribundo y le administra los consuelosde la fe.
Cuando salió del cuarto, tenía los ojos luminosos y, dispensando sonrisas y apretones de mano, volvió al patriarcado.
De la misma manera, quiso otro día confortar con su bendición los últimos instantes del famoso comediógrafo Jacinto Gallina. Pero los “venerables”y los “hermanos” de la masonería veneciana se lo impidieron.
Sangro su corazón, pero no excuso su ardiente protesta, colmada de la amargura de no haber podido consolar a un alma que yacía en la más profunda melancolía, acercándose a la muerte.
Le consumía continuamente, sin descanso, la palabra, llena de heroísmo, del Apóstol de las Gentes: “Imprendam et superimpendar pro animabus vetris” Y, donde hubiera un alma para salvar, allí estaba él presente.
En el Hospital Militar Marítimo, después de una tanda de Ejercicios Espirituales dirigida por el capellán con ocasión de la Pascua, más de treinta personas habían rehusado acercarse a los Sacramentos.
Lo supo el patriarca y, unos días después, se presento el mismo en el hospital, donde celebró la Misa y pronuncio ante todos los enfermos uno de aquellos discursos que penetraban las almas y conmovían los corazones. Los treinta, no solo se confesaron con él, sino que quisieron recibir de sus manos la santa Comunión.
Una vez más, el conquistador de almas había triunfado sobre las fuerzas del mal.
No había obstáculo que su inextinguible caridad no supiese vencer, ni miseria y desolación que no superase.
Los hospitales, el manicomio de San Servolo, los asilos de mendigos e incluso las cárceles, donde más se exasperan el remordimiento y la desesperación, lo acogieron como un ángel consolador, que en las palmas purísimas de sus manos traía, como don divino, la calma, la resignación cristiana y la paz de las conciencias.
En septiembre de 1900 y durante tres días consecutivos, sin dar nunca la menor señal de cansancio, en la cárcel de Giudecca escuchó la confesión de todos aquellos infelices reclusos.
El último día celebro la Misa, distribuyo la Comunión, administro a algunos la Confirmación y hablo de manera que se bañaron todos los ojos con las lágrimas que purifican y redimen.
Un pobre recluso, conmovido, le presento este afectuoso y conmovedor soneto –expresión de aquella veneración y de aquel amor que rodeaban, como en un nimbo de gloria, el nombre del santo patriarca de la Laguna: ¿Di buen pastor, quien te trae Hasta estos muros tétricos y dolientes Donde están presos el ladrón y el homicida Y otras gentes despreciables para el mundo; Donde todo dolor tiene su asiento, Donde hay tantas espinas sin rosas, Donde los dolores, los lamentos y otros gritos Te laceran ocultamente el corazón? No el ganarte un galardón Que te brinde el mundo vano. ¡No! Un genio piadoso Te trae a consolar tantos desdichados, Hundidos en el dolor, como yo. ¡Oh, verdadero campeón de la caridad! ¡Oh, eminente apóstol de Dios!