San Pío X
El capellán de Tómbolo (1858-1867)
Tómbolo es una aldea de campesinos sobrios y laboriosos, de negociantes de ganado y hábiles vendedores, una población honesta con familias numerosas, una raza vigorosa y sana.
Es éste el primer campo de acción que en noviembre de 1858 el obispo de Treviso señalaba a don José Sarto. Párroco de aquel lugar era entonces don Antonio Costantini –un sacerdote integérrimo, de gran talento y experiencia de la vida- el cual, apenas vio al joven capellán que le llegaba de Riese, creyó hallarse ante un don preciado que le hacia su obispo, mientras las gentes de Tómbolo se sintieron vivamente impresionadas ante la pobreza de su ropa.
Algunos días después, los dos sacerdotes empezaron una cordial colaboración. Se amaban y se comprendían, y sentían uno por otro veneración y respeto.
Tenían los mismos sentimientos, las mismas aspiraciones, idénticos pareceres, los mismos propósitos.
Don José puso enseguida manos a la obra. Tenía un programa neto y preciso: la salvación de las almas a toda costa.
Le agrada madrugar y, con frecuencia, para no despertar al sacristán, tocaba él mismo el Ave María. Celebraba devotamente la Misa, confesaba si había algún penitente y, después de rezar las horas canonícas, se retiraba a su habitación, donde estudiaba, escribía sermones, exposiciones de Catecismo, explicaciones del Evangelio, homilías.
Antes de hablar en público, leía sus sermones al párroco, que le hacía cuantas observaciones creía oportunas.
Don José escuchaba y, con humilde docilidad, seguía los consejos de don Costantini, al cual le acuciaba el deseo de que su joven capellán se convirtiera en un buen orador sagrado.
Así, poco a poco, alentado por su párroco, el capellán de Tómbolo empezó a predicar también por los alrededores, y, en breve tiempo, supo conquistarse una fama de orador sagrado tan notable, que pueblos y lugarejos de la diócesis se disputaban al sacerdote para que predicara en sus iglesias.
Predicaba el Evangelio, lo predicaba con la fuera de su temperamento impulsivo, lo predicaba, con un ardor sin límites, que convencía, que suscitaba la admiración, que llegaba al corazón, que conmovía las almas.
Tenía una voz hermosa, un gesto lleno de dignidad, una elocuencia fácil y espontanea, y eran claros y ordenados sus pensamientos. “Predicaba muy bien y era un placer escucharlo” – aseguraban unánimemente aquellas gentes de Tómbolo.
Don Costantini sentía de todo ello una satisfacción tan íntima, que un día, graciosamente y como de burlas, le dijo: Así me gusta, mí querido don Beppi. Pero no me parece demasiado bien que el capellán aventaje al párroco.
El contacto con el pueblo
Habiendo subido desde el pueblo humilde que vive una existencia fatigosa, don Sarto era el sacerdote del pueblo en el sentido más bello de la palabra. Por el bien del pueblo y por la salvación de las almas, estaba siempre en movimiento.
“Era el movimiento perpetuo” – decía la sobrina del párroco.
De día, corría, solicito y presuroso, a dondequiera que le llamara el deber; por la tarde, enseñaba canto coral y se ocupaba en las tareas de una escuela para analfabetos; de noche, dormía sólo cuatro horas. Dormía poco, estudiaba y rezaba mucho, porque amaba mucho a las almas. Pronto y sagaz, por educación y por naturaleza, para conocer mejor los deseos y las aspiraciones de todos, se dejaba caer, de vez en cuando, con confidente amabilidad, entre los corrillos de hombres y muchachos. Se interesaba por su charla, estima sus ideas, y, riendo y bromeando con ellos, estudiaba sus caracteres, su índole, sus tendencias, para corregir y enderezar cuanto fuera necesario.
Era la suya una jornada intensísima. Pero todavía fue más intensa cuando hacia el 1863 don Antonio Costantini se vio reducido a un estado de salud tan precario que se vio obligado a permanecer inactivo durante buena parte del año. Entonces, don José sintió sobre sus espaldas todo el peso de la parroquia. Cada mañana, con amable prontitud, ayudaba a su párroco a vestirse, lo acompañaba a la Iglesia, le servía con cariño en el altar y lo acompañaba de nuevo a la casa rectoral. Después, particularmente el domingo, confesaba sin contar las horas, explicaba el Evangelio al pueblo, el catecismo a los niños, la Doctrina Cristiana a los adultos. Visitaba los enfermos, asistía de día y de noche a los moribundos y no media los sacrificios ni ponía a la excesiva fatiga, ni se preocupaba de las inclemencias del tiempo, de la dificultad de los caminos y de las distancias. Y, a la vez, tenía que pensar en consolas las miserias, en dar lecciones a los mozalbetes que mostraban inclinación por el estado sacerdotal, en invitar a las gentes al cumplimiento del deber, en alimentar la paz en las familias, en alentar y en incitar al bien. Y tenía que pensar en asistir a su párroco, en levantar su espíritu, en dedicarle las atenciones más afectuosas, con un sentimiento de caridad tan exquisita como no es posible imaginar.
Aquellas gentes de Tómbolo estaban maravilladas y se preguntaban cómo su capellán podía resistir, sin caer enfermo, un trabajo tan opresor y tan constante.
El joven sacerdote de Riese era hombre de fibra enjuta, pero en el corazón tenía la energía de Cristo.
Caridad Activa
Todos los pequeños lucros que don José Sarto sacaba de sus predicaciones iban a parar siempre a las manos de los pobres.
En este punto, don Costantini no estaba de acuerdo con su capellán y, como párroco, se creía en el deber de recomendarle, en tono de paterna represión, que pensase un poco, más en su madre, que vivía con sus hijas en la humilde casuca de Riese. Pero don José tenía siempre en los labios la misma respuesta:
“Estos pobrecitos lo necesitan más; en cuanto a ella, el Señor proveerá. ¡La Providencia nunca falta!”
Un día – aseguraba la sobrina del párroco- por un panegírico en un pueblo vecino, le pagaron un napoleón de oro (20 liras) y, cuando volvió a casa, ya no le quedaba ni un céntimo. Otro día, fue a Ciudadela a pronunciar una oración fúnebre por la bienhechora de Tómbolo, y, de regreso, con mucha alegría y regocijo, dijo a don Costantini: ¡Me han dado una Génova! (80 liras) una verdadera riqueza. –Ahora te compraras algo- añadió el párroco. -¡La he dado casi toda! – replico el capellán, que no tenía nunca un céntimo, porque vivía abandonado en brazos de la Divina Providencia.
Don Santo, llevaba un manteo tan usado – atestiguaba una buena mujer de Tómbolo – que los capellanes de las parroquias vecinas decían, bromeando, que había estado en la guerra.
En cierta ocasión en que fue invitado a predicar en Castelfranco, don Costantini le sugirió que aprovechara la ocasión para comprarse un manteo nuevo. Don José estucho atentamente el consejo de su párroco. Pero cuando, después del sermón, se encontró con una persona que le pidió ayuda para pagar el alquiler, su corazón conmovido no supo resistir, y, sin decir una palabra, le entregó toda la “fiorella” (36 liras vénetas) que acababa de recibir y volvió a Tómbolo con su mísero manteo.
Su caridad, abierta a las necesidades más imperiosas, no conocía límites y no tenia medida. Daba cuanto tenía y más de lo que tenía. No se preocupaba de sí mismo, olvidaba sus propias estrecheces, que no eran pocas, se privaba de lo necesario, se despojaba de todo, llegaba a quitarse el pan de la boca y no pocas veces se reducía a la condición de tener que pedir un poco de harina y un poco de queso por caridad, para comer él y sus hermanas. Entre tanto, y de cuando en cuando, no sabiendo cómo arrancar los clavos que él mismo había hincado para enjugar lágrimas y consolar miserias, se veía reducido a llevar al Monte de Piedad de Castelfranco o de Ciudadela su modestísimo reloj de plata.
La vicaria de Tómbolo era una pobre vicaria y harto escasas eran las rentas de su titular, pero en las manos de don Sarto se hacía todavía más escasas y lo poco que tenía no era suyo, sino de los más necesitados, a los cuales acostumbraba a decir: “Mientras yo tenga comamos juntos”
Un día, un pobre hombre le pidió diez liras para trasladarse a Verona en busca de trabajo.
–con mucho gusto, si las tuviese- respondió, con un vivo acento de conmiseración, don José- pero no tengo dinero.
-¿Tienen maíz? – repuso aquel hombrecillo.
-Maíz, si –añadió el sacerdote de corazón de oro.
-¿Puedo disponer de él, ahora?
-¿Ahora? Concluyo el santo- vete a casa y tráete un saco.
Aquel hombre no se lo hizo repetir. Fue a su casa y volvió con un saco.
Don Sarto lo acompaño al grajero y, delante de un montón de grano en el que había poco más de una fanega, dijo:
-¡Medio para ti y medio para mí! ¿Qué te parece? Aquel pobrecillo sintió que en la garganta se le hacia un nudo. Y se sintió conmovido hasta el llanto.