San Pío X.          El canónigo de Treviso (1875-1884)

San Pío X. El canónigo de Treviso (1875-1884)

San Pío X
El canónigo de Treviso
(1875-1884)

Sn-Pio-X

En una fría mañana, Mons. Sarto hizo su primera aparición en el coro de la catedral, entre los canónigos de Treviso. Era el 28 de octubre de 1875: primer domingo de Adviento.
Su obispo lo había llamado a Treviso para confiarle dos delicadísimas misiones que exigían equilibrio, sagacidad y prudencia; la dirección espiritual del Seminario y la cancillería episcopal.

Mons. Santo se hallaba entonces en el pleno vigor de sus 40 años cumplidos. Se había enriquecido, no con las especulaciones de los libros, sino con la ciencia de los hechos: conocía a fondo hombres y cosas. Tenía una voluntad firme, una penetración rápida y segura y un profundo espíritu sacerdotal, todo ello unido a un temple robusto de infatigable e indómito trabajador.

 

Director espiritual del Seminario
-¡Algo más que un párroco de aldea! ¿Habéis visto qué discurso?
Ésta fue la exclamación de los seminaristas de Treviso apenas hubieron escuchado el primer discurso de su nuevo director espiritual, el cual, en el exordio, se había presentado como un pobre cura rural. Pronto hubieron de comprender que era un sacerdote de un valor no vulgar: un educador que conocía a fondo la pedagogía de la fuerza y de la dulzura.

Sus conferencias eran claras, ordenadas, pero, sobre todo, practicas. Su palabra – en un fluido italiano – fácil, espontanea y persuasiva. De cuando en cuando, la salpicaba con alguna ingeniosidad, digna y oportuna, que mantenía despierta la atención e imprimía más profundamente en las mentes las verdades expuestas.

Los jóvenes le escuchaban con placer y seguían dóciles sus enseñanzas, porque comprendían que les brindaba doctrina solida y ciencia segura, porque en su mirada temblaba su alma y en su voz había vibraciones que dejaban resonancias inolvidables.

 

Hablaba siempre con aquella dulzura que tenía en el ánimo, pero también sabía hablar, cuando las circunstancias lo exigían, con la firmeza y la severidad de su carácter ardiente, lleno de vigor y de vida.

Al mismo tiempo, era para ellos todo corazón. Podían recurrir a él a cualquier hora y en cualquier momento, nunca rechazaba a ninguno.

 

En sus dudas les escuchaba con atención, con calma y sin prisa, como si en medio de su ingente trabajo no tuviera otra cosa que hacer. Después con pocas palabras, breves y concisas, paraba los pies a escrúpulos, angustias y perplejidades; indicaba el camino seguro y devolvía a los corazones aliento, la frescura y la paz. “Uno tenía la impresión – decía un seminarista de aquel tiempo- de que en él hablaba el Señor, porque su palabra respondía siempre a nuestras necesidades y disipaba todos los temores”.

Era un trabajo enorme, continuo de incesantes sacrificios y de vigilante abnegación el que precisaba para formar en la santidad de las costumbres a más de 200 jóvenes. Y, como su esto fuera poco, movido de su gran caridad y de sus nobles sentimientos, se creía en el deber de ayudar a aquellos seminaristas que provenían de familias muy pobres y necesitaban libros, sotanas o dinero, que él sabía encontrar, aunque tuviera que pedirlo en préstamo cuando no podía darlo de su bolsillo.
Y todo esto, teniendo, al mismo tiempo, que enseñar el catecismo a los niños del Colegio episcopal, explicar religión a los alumnos de las clases superiores, predicar en la ciudad, en la diócesis y fuera de ella, sostener la grave responsabilidad, no siempre grata, de la cancillería episcopal, en la cual desplegaba una actividad increíble.

 

Canciller Episcopal

En este cargo, Mons. Sarto conocedor de la gravedad de su deber, supo, con hábil ingenio, Dar con los caminos más seguros para llegar a la meta. En ello demostró una intuición tan rápida y tanta agilidad que todos se maravillaron; pero más que ninguno, se asombraba el obispo Mons. Federico María Zinelli –un obispo de rara inteligencia y de extraordinaria perspicacia-, el cual repetía con frecuencia que no había conocido nunca un canciller tan asiduo al trabajo, tan hábil y afortunado en el trato con toda suerte de personas y en la resolución de los casos más complicados, como Mons. Sarto.

Pero nadie conto los días de fatiga, las noches en vela, los duros y prolongados esfuerzos del canciller episcopal que en Tómbolo gozaba rodeándose de niños pobres y humildes, que muchas veces se le presentaban descalzos, para que les enseñara el Catecismo o les educara en la música y en el canto gregoriano.

El Prof. Don Francisco Zanotto, que dormía junto a su habitación, sentía a menudo un rumor en su mesa de trabajo cuando todos descansaban. Y le respondía diciéndole:
-Vaya a descansar de una vez, Monseñor…deje las cosas de la Curia para otro día, porque quien trabaja demasiado, trabaja menos.
-Tienes razón, don Francisco – respondía Mons. Sarto con amable agudeza-. ¡Acuéstate y duerme bien!
Y continuaba trabajando con empeño, y con el alborada estaba ya en pie y esparcía a su alrededor la jovialidad, el buen humor, la gracia, el donaire.

Un profesor del Seminario, Mons. Lorenzo Brevedad, comentó:
-Hace cincuenta años que estoy en el seminario. He conocido a muchos superiores y profesores, pero a nadie que haya cumplido su deber como Mons. Sarto.

 

Vicario Capitular

El trabajo aumentó cuando el 24 de noviembre de 1879, después de morir el obispo Mons. Zinelli, los canónigos de la catedral eligieron por unanimidad a Mons. Sarto para el importante de vicario capitular.
El sacerdote laborioso, a quien espantaban los honores y las dignidades, quiso sustraerse de un cargo que no deseaba. Pero los canónigos no cedieron.

Así, el futuro Papa se encontró, sin quererlo, al frente de una diócesis con 210 parroquias y 350,000 almas. Con una nobilísima carta se puso en seguida en contacto con el clero, y su primer acto de energía fue reclamar imperiosamente del Economato Regio urgentes medidas para la mejora de las mezquinas rentas de la Curia, reducida al extremo de echar mano de todos los recursos.

Celoso del honor de la diócesis, corrigió con mano firme algunos abusos que, desde hacía mucho tiempo, se habían introducido en la indumentaria y en los blasones de los canónigos.

Fidelísimo a la causa del Papa y de la Iglesia, impulsó la prensa católica y promovió imponentes manifestaciones religiosas.

Así, cuando el 29 de abril de 1880, el clero véneto organizó una solemne peregrinación a la Virgen del Monte Berico, de Vicenza, él mismo se puso al frente de los sacerdotes de su diócesis, pronunciando allí un discurso elocuente que lo reveló como un profundo conocedor de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.

 

Obispo

Mons. Santo fue vicario capitular desde el 27 de noviembre de 1879 al 26 de junio de 1880.

Pocos meses, pero más que suficientes para demostrar que su doctrina, su inteligencia y su carácter bastaban para regir cualquier diócesis, dotes que le habían sido públicamente reconocidas por dos preclaros obispos de Treviso: Mons. José Callegari y Mons. José Apollonio.
Una mañana del mes de septiembre de 1884, mientras Monseñor Sarto estaba pegado a su mesa de trabajo, el obispo lo llamo, invitándolo a su capilla privada.

– Claro Monseñor, arrodillémonos y recemos juntos- le dijo el obispo- porque hay que a ambos nos interesa. Monseñor Sarto se arrodilló con sorpresa y emoción. Después de la breve plegaria, el obispo, con un ademan que a la vez revelaba alegría y dolor, le entregó un billete pontificio.

¡Era el nombramiento de Monseñor Sarto como obispo de Mantua!
A nadie sorprendió aquel nombramiento. Todos estaban persuadidos de que Mons. Sarto no había de morir en Treviso.

El hijo del pobre alguacil municipal de Riese, que se había enfrentado con tantas dificultades y había salvado obstáculos que parecían innumerables, se tapó el rostro con las manos y lloró.

-¡Acepte!… ¡Es la voluntad de Dios! – añadió el obispo, abrazándole.
¡No me faltaba más que esto!-respondió él.

Y, cuando se quedó solo, escribió a Roma, protestando, con humilde simplicidad, que la dignidad a la que era llamado no le correspondía.
Pero en Roma sabían quién era el canciller de la Curia episcopal de Treviso y le respondieron que obedeciera.

Ya no era posible vacilar.

Dos meses después, el 16 de noviembre de 1884, Mons. Sarto recibía en Roma, de manos del Emmo. Cardenal Lucindo María Parochi – vicario de Su Santidad- la plenitud del sacerdocio.

Aquel día la Sacra Liturgia recordaba la parábola de la levadura que una mujer mezcla con la harina y hace fermentar toda la masa.
¡Evangelio profético!

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