San Pío X “Cristiandad”
Los primeros años
(1835-1858)
“Se asemejo al Maestro Divino por la pobreza y la humildad del medio en que nació.”
Card. G.C. O´Connell. Arzobispo de Boston. 10 de octubre 1935.
José Sarto, nacido el día 2 de junio de 1835. Bautizado el 03 del mismo mes por mí, Pellizzari, capellán. Sus padres Juan Bautista Sarto y Margarita Sanson; unidos en vinculo matrimonial en Riese el 13 de febrero de 1833”.”
He aquí establecidos, en el primer documento, el nacimiento, el bautismo y el nombre del futuro Pío X: un nombre que debía remontarse a los nimbos de la gloria, marcado con las líneas vigorosas de la santidad.
Humilde la aldea de la vieja Marca Trevisana que lo acogía a la vida en esta tierra; pobre su cuna; simple y casi desnuda su casa.
Juan Bautista Sarto y margarita Sanson eran dos esposos cristianos de viejo cuño: dos corazones sin mancha que, en la silenciosa aceptación, día a día, de la voluntad de Dios, sentían la responsabilidad de sus deberes, sin envidiar a nadie.
Eran pobres. Poseían una vieja casuca, algún mísero pedazo de tierra y los brazos para santificar con el trabajo las privaciones y los sufrimientos de su pobreza honrada. Pero tenían una fe viva y profunda que transmitían religiosamente, como una riqueza que había que conservar celosamente, a sus hijos, a medida que estos venían a llenar de alegría el hogar.
Juan bautista y Margarita Sanson tuvieron diez hijos: José nació el 29 enero de 1834(vivió 6 días) nuestro santo el 02 de junio de 1835; Ángel el 26 de marzo 1837; Teresa, el 26 de enero de 1839; Rosa el 12 de febrero de 1841; Antonia el 26 de enero de 1843; María el 26 de abril de 1846; Lucia el 29 de mayo de 1848; Ana el 04 de abril de 1850; Pedro Gaetano el 30 de abril de 1852(murió a los seis meses)
Niño impulsivo, pero bueno
En este ambiente de fe serena, el pequeño José Sarto creció sano, desenvuelto, lleno de vida.
Empezó pronto los estudios elementales, y desde los primeros días llamo la atención del maestro su intensa pasión por el estudio, sostenida por una precocidad de ingenio no corriente y por una voluntad seria y positiva.
“Era el mejor de la escuela – recordaba uno de sus coetáneos; era tan aprovechado- atestigua otro de sus compañeros- que cuando el maestro tenía que ausentarse de la escuela, no hallaba solución mejor que la de encargar de su sustitución al pequeño Sarto.”
Pero tenía carácter que fácilmente se dejaba arrebatar por los impulsos. Ante su exuberante vitalidad, estaba alerta su madre, también estaba alerta, quizá con alguna rudeza, el maestro de la escuela; pero sobre todo, estaba en vela él mismo, con el esfuerzo continuo de su voluntad que reprimía los ímpetus que le nacían dentro, y los reprimía porque era bueno.
Su genio era vivo, pero tenía dentro del corazón el sentimiento de las cosas de Dios y le abrasaba el alma una gran veneración por el Santuario de la Virgen de las Cendriolas: una Iglesia blanca y pequeña, en las afueras del pueblo, entre el verdor de los prados, adonde peregrinaba con otros muchachos de su edad, incitándoles a rezar con él delante de aquella venerada imagen de la Virgen santa, que con el recuerdo de su pequeña Riese, tenía que llevar en el corazón durante toda la vida.
“piadoso, obediente, estudioso, era el modelo de toda la parroquia”, decía a coro toda aquella gente de Riese.
Su párroco, don Tito Fusarini, que veía su prematura por aprender a ayudar a Misa, su asiduidad en asistir, como monaguillo, a las funciones sacras de la parroquia y su fidelidad a las explicaciones de la Doctrina Cristiana, en cuyo estudio era el primero entre sus camaradas, lo quería más que a los demás niños de la aldea, y lo quería aún más porque le había impresionado su inteligencia extraordinariamente despierta, cualidad ya advertida por su maestro y por sus compañeros de escuela.
Un día, explicando a los niños la Doctrina Cristiana, había dicho para reclamar su atención:
“regalare una manzana a quien sepa decirme dónde está Dios.” Entonces, José Sarto se levanto y, con su acostumbrada vivacidad, respondió enseguida:
“¡Y yo le regalaré dos si sabe indicarme donde no está Dios!”
Esta respuesta tan rápida dejó sin palabra a don Fusarini, que cada vez que hablaba con sus parroquianos del hijito del alguacil, con intima satisfacción y con los presagios más lisonjeros, concluía:
“No sabéis lo que vale el pequeño Sarto: tiene una inteligencia que es un encanto.”
Quiero ser Sacerdote
Un día, el hijo del pobre alguacil confió tímidamente a su madre un pensamiento:
-¡Mamá, quiero ser sacerdote!
¿Ser sacerdote?… ¿pero cómo llegar al altar si todos los recursos de Juan Bautista Sarto se reducían aquellos 75 céntimos al día, que percibía como alguacil del Ayuntamiento, y si la pobre Margarita Sanson, para echar adelante la familia que empezaba a crecer, se veía obligada a ejercer todavía su antiguo oficio de costurera, no pudiendo concederse durante el día un momento, de reposo?
¡Imposible!… Aunque el pobre Alguacil hubiese vendido su casuca y los trozos de tierra que constituían toda la riqueza…
Pero el párroco, don Tito Fusarini, que conocía al niño mejor que sus padres, venció toda vacilación y, sin perder tiempo, lo encaminó al estudio de las primeras nociones de la lengua latina.
Dos años después, José Sarto contaba ya con la suficiente preparación para frecuentar el Gimnasio de la vecina población de Castelfranco, a cuyas aulas había sido admitido después de un examen brillantísimo que sufrió el 22 de agosto en la escuela Elemental Superior de Treviso.
Los estudios en el Gimnasio
Empezaba entonces para aquel mozalbete el verdadero preludio de la vida. Era un preludio hecho de sacrificios ásperos, de una constancia insuperable durante cuatro años seguidos: del otoño del 1846 al verano del 1850.
Para trasladarse a la escuela de Castelfranco, salía de casa muy de mañana, recorriendo –entre si y volver- 14 kilómetros de camino en campo abierto. Un camino penoso durante frías jornadas invernales, fatigoso y extenuante con los abrasadores calores del verano, y, porque comprendía la estrechez de su familia, caminaba muchas veces con los zapatos colgando sobre la espalda para no gastarlos demasiado deprisa.
Vestía pobremente, y del zurrón de los cuadernos, que le colgaba del hombro izquierdo, se veía asomar un pan o una tajada de polenta que comía, entre clase y clase, en casa de una familia amiga de los Sarto.
Era pobre, pero en la escuela alcanzaba las mejores notas, y los profesores, llenos de admiración por sus claras dotes de talento y corazón, no se cansaban de brindarlo como ejemplo a todos sus compañeros, mientras por su exquisita bondad y por su conducta edificante “era la delicia de los sacerdotes de Riese” los cuales lo veían acercarse cada día al altar para recibir el místico “Pan de la vida”, con aquel mismo fervor con que se había acercado por primera vez el 06 de abril de 1847, tercera fiesta de la Pascua.
Momentos de emoción
Al terminar el cuarto curso en el Gimnasio, José Sarto se presento a los exámenes finales en Treviso y, entre 43 candidatos externos, era clasificado por unanimidad como eminente en todas las asignaturas, sin excepción.
Pero, ¿cómo proseguir los estudios si su padre carecía de recursos económicos?
Y ¿aquel germen de vocación sacerdotal que José había confiado a su madre, debía morir sin remedio?
Sobre el niño predestinado a la tiara de los Sucesores de Pedro velaba la Providencia.
Los patriarcas de Venecia, por un antiguo legado, gozaban entonces del derecho de destinar en el Seminario de Padua algunos puestos gratuitos para muchachos pobres de la diócesis de Treviso que aspirasen al sacerdocio.
Patriarca de Venecia era en aquel entonces el Emmo. Cardenal Jacobo Mónico, hijo de un modesto herrero de Riese.
El párroco don Tito Fusarini no vacilo y le dirigió una carta conmovedora, exponiéndole el caso, digno de compasión, del niño Sarto.
Después de un mes de inquietud y de incertidumbre, el 28 de agosto de 1850, llegó la respuesta: el futuro Pío X podía ingresar en el gran Seminario de Padua.
El niño pobre, pero piadoso y aplicado, pudo respirar ampliamente y su gozo aumentó todavía cuando, poco después, el 19 de septiembre de 1850, don Tito Fusarini le vestía la sotana, que la pobre Margarita Sanson había adquirido llevando al Monte de Piedad de Castelfranco un viejo colchón.