No alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la “Santa” que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz.
Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver, mejor que de otras maneras, la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.