«Después del pecado original, decía el padre Pío, el sufrimiento se convirtió en el ayudante de la creación; es una poderosa palanca que puede enderezar el mundo; es el brazo derecho del Amor que quiere conseguir nuestra regeneración». No obstante, conocedor experimentado del dolor y de la enfermedad, está muy atento para aliviarlos, a imitación del Salvador, que curaba a los que tenían necesidad de ser curados y que enviaba a sus apóstoles a proclamar el Reino de Dios y a curar (Lc 9, 11 y 2). Con ese objetivo, proyecta construir un hospital en San Giovanni Rotondo, donde los enfermos, sobre todo los pobres, podrán recibir una hospitalidad y una asistencia cualificadas, en un marco digno y confortable, pero donde también se pondrá especial esmero en sus almas, a fin de que «las almas y los cuerpos agotados se acerquen al Señor y hallen consuelo en Él». En 1947 comienza a construirse la «Casa Sollievo della Sofferenza» (Casa de alivio del sufrimiento), que se convertirá en uno de los hospitales más modernos de Italia, con capacidad para acoger hasta mil enfermos.
Una propiedad codiciada
Pero esa obra será motivo de una nueva persecución del padre, quien, mediante una dispensa expresa del voto de pobreza concedida por el Papa Pío XII, es propietario del hospital. En efecto, a pesar de las advertencias procedentes de la Santa Sede, algunas administraciones diocesanas e institutos religiosos de Italia se habían implicado de manera imprudente en un asunto financiero en el que habían perdido todas sus posesiones. Ante la magnitud de las pérdidas en dinero, unos padres capuchinos y algunos clérigos intentarán echar mano de las reservas económicas que posee el padre Pío, quien se había mantenido sabiamente al margen del asunto. Discusiones, amenazas y campañas de prensa tratan de desacreditar al padre y a los administradores que ha elegido para gestionar la Casa. En abril de 1960, algunos eclesiásticos se atreven incluso a colocar micrófonos en diferentes lugares para grabar las conversaciones de los fieles con el padre. Semejante maniobra tiene un carácter sacrílego, puesto que se escuchan también los consejos impartidos en confesión, con objeto de pillar en falta al confesor. Esas grabaciones duran cuatro meses; finalmente, una rápida investigación desvela los nombres de los culpables y de sus cómplices, siendo todos sancionados. En 1961, para preservar la obra del hospital al abrigo de la codicia, la Santa Sede pide al padre que se la entregue como legado, lo que realiza con obediencia ejemplar. Sin embargo, seguirá siendo tratado como «sospechoso en semilibertad», hasta que el Papa Pablo VI, a principios del año 1964, le devuelve la plena libertad de ejercer su ministerio sacerdotal.
En medio de todas esas contrariedades, el padre Pío practica una obediencia heroica y constante. «Obedecer a los superiores es obedecer a Dios», repite constantemente. Nunca discute las órdenes de sus superiores, por muy injustas que sean. A uno de ellos le escribe lo siguiente: «Actúo solamente para obedecerle, puesto que el Señor me ha enseñado que es lo único que le agrada, y para mí es el único medio de esperar la salvación y de cantar victoria». Con motivo de la beatificación del padre Pío, el Papa Juan Pablo II llegará a decir: «En la historia de la santidad, sucede a veces que, mediante un permiso especial de Dios, el elegido es objeto de incomprensiones. Cuando ello se confirma, la obediencia resulta ser para él un crisol purificador, un camino de asimilación progresiva a Cristo, una consolidación de la auténtica santidad». Pero la asimilación a Cristo solamente se puede realizar dentro y a través de la Iglesia. Para el padre Pío, el amor por Cristo y el amor por la Iglesia son inseparables. A uno de sus hijos espirituales, que quiere emprender su defensa de un modo inaceptable, y por tanto humillante para la Iglesia, le escribe: «Si te tuviera cerca te estrecharía contra mi pecho, me dejaría caer a tus pies para suplicarte y te diría: deja que sea el Señor quien juzgue las miserias humanas y regresa a tu nulidad. Déjame que cumpla la voluntad del Señor, en la cual confío totalmente. Deposita a los pies de nuestra Madre, la Iglesia, todo lo que puede acarrearle perjuicios y tristeza».
Para él la Iglesia es una Madre que hay que amar siempre, a pesar de las debilidades de sus hijos. Su corazón vibra de amor hacia el Vicario de Cristo, como lo atestigua una carta que envía el 12 de septiembre de 1968, poco antes de morir, al Papa Pablo VI: «Sé que vuestro corazón sufre mucho en estos días por el destino de la Iglesia, por la paz en el mundo, por las grandes necesidades de los pueblos, pero sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos católicos respecto de la elevada enseñanza que nos dispensáis, asistido por el Espíritu Santo y en nombre de Dios. Os ofrezco mi oración y mi sufrimiento diario… a fin de que el Señor os reconforte mediante su gracia, para que pueda seguir el camino recto y dificultoso, defendiendo la verdad eterna… Os agradezco igualmente vuestras palabras claras y decisivas que habéis pronunciado, en especial en la última encíclica Humanae vitae, y reafirmo mi fe, así como mi incondicional obediencia a vuestras iluminadas directivas».
Abrazad las cruces de buena gana
El padre Pío seguirá cumpliendo hasta el final su misión de confesor y de víctima. Durante el año 1967, llegará a confesar cerca de 70 personas al día. Los milagros, las profecías, las conversiones y las vocaciones religiosas se multiplican bajo su influencia. Sin embargo, su vida espiritual se desarrolla en «la noche de la fe». «No sé si actúo bien o mal, declara. Y eso me ocurre en todas partes, en todo, en el altar, en el confesionario y en todas partes. Siento que avanzo casi de milagro, pero no comprendo nada… Resulta penoso vivir de ese modo… Me resigno a ello, pero mi «fiat» me parece tan frío y tan inútil… Dejo que sea Jesucristo quien piense en ello». San Juan de la Cruz escribió: «Las épocas de aridez ayudan a que nuestra alma avance por el camino del amor puro de Dios. En adelante ya no actúa bajo la influencia del gusto y del sabor que hallaba en las acciones; sólo se mueve para agradar a Dios». Las mismas enseñanzas quedan anotadas en las cartas del padre Pío: «Os digo siempre que améis vuestro retraimiento. Y eso consiste en seguir siendo humildes, serenos, afables y confiados en los períodos de tinieblas y de impotencia; consiste en no turbaros, sino en abrazar vuestras cruces y vuestras tinieblas de buena gana – no digo con alegría, sino con resolución y demostrando constancia». No obstante, más allá de esos abatimientos de todo tipo, el padre Pío se encuentra profundamente contento, feliz y gozoso: en eso consiste el misterio cristiano.
El padre Pío expira dulcemente el 23 de septiembre de 1968, en su convento de San Giovanni Rotondo. Había escrito: «Cuando suene nuestra postrera hora, cuando se hayan callado los latidos de nuestro corazón, todo habrá terminado para nosotros, el tiempo de la exigencia y el tiempo del demérito… Es difícil llegar a ser santos; difícil pero no imposible. La senda de la perfección es larga, como también lo es la vida de cada uno. Así pues, no nos detengamos en el camino y el Señor no dejará de enviarnos el consuelo de su gracia; Él nos ayudará y nos coronará con el triunfo eterno».
Beato padre Pío, enséñanos a participar «con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con Él también su Reino» (Regla de San Benito, Prólogo).
Dom Antoine Marie osb