Una clínica para las almas
«Soy un confesor», le gusta decir al padre Pío. Así es, pues llega incluso a dedicar entre quince y diecisiete horas al día en recibir a los penitentes. Más que un tribunal o una cátedra de enseñanza, su confesionario es una clínica para las almas. Según sean las necesidades de cada uno, acoge a los penitentes de maneras diferentes. A éste le acoge con los brazos abiertos en medio de una exuberante alegría, adivinando el lugar de donde viene incluso antes de que abra la boca. A otros los colma de reproches, los amonesta y hasta los empuja. En ocasiones es más exigente con un «buen cristiano» que no cumple con sus deberes que con un gran pecador que desconoce más o menos las leyes de Dios. Severa es su condena de los pecados contra la pureza y contra las leyes de la transmisión de la vida, y no los perdona si no está muy seguro de un firme y categórico propósito de la enmienda, y algunos tendrán que sufrir meses enteros de prueba antes de recibir la absolución. El padre Pío manifiesta de ese modo la importancia de la contrición y del firme propósito de recibir el sacramento de la Penitencia. Sin embargo, donde halla sinceridad es benévolo, de una benevolencia que dilata el corazón.
Desde las primeras palabras que dirige al penitente, «¿Cuándo te confesaste por última vez?», nos percatamos de que el padre espera una confesión clara, breve, completa y sincera. Le bastan cinco o seis minutos para transformar toda una existencia y para redirigir hacia Dios una vida disoluta. A veces el padre despide al penitente antes de acabar, diciéndole: «¡Fuera! ¡Vete! No quiero verte antes de tal día…». El tono se vuelve imperioso y severo. Sabe perfectamente que esa «despedida» es una medida saludable que va a sacudir al pecador, a hacerle llorar, a forzarle a realizar un esfuerzo para convertirse. Esa manera de actuar, que puede sorprender, se enmarca dentro del método pedagógico del padre Pío, y se explica por su carisma personal y los conocimientos que recibe del Espíritu Santo sobre el estado de las conciencias. Las almas tratadas con esa especial energía sólo hallan la paz cuando, sinceramente arrepentidas, regresan a los pies del confesor, quien se muestra entonces como un padre lleno de ternura. Pero el sufrimiento del padre cuando recurre a tales métodos es inconmensurable; un día le confiesa a un cofrade después de haber despedido a un penitente sin buena disposición: «¡Si supieras cuántas flechas han atravesado antes mi corazón! Pero si no lo hago de ese modo, ¡habrá tantos que no se convertirán a Dios!».
Al participar él mismo de forma excepcional, en cuerpo y alma, de los sufrimientos de la Redención, puede percibir con especial vivacidad la gravedad del pecado. Un día, un hombre ya maduro que no se había confesado desde que tenía siete años se arrodilla ante el confesionario del padre Pío. Poco a poco, mientras se alivia su conciencia, se da cuenta cómo el padre Pío se vuelve pálido y sudoroso. Algunos penitentes afirman haber visto aparecer en su frente gotas de sangre mientras describían sus infidelidades. «¡Almas, almas!, ¡cuánto cuesta vuestra salvación!», exclama un día el padre. En estos tiempos, el pecado ha dejado de causar horror. «En los juicios que se realizan actualmente, decía el Papa Pablo VI, ya no se considera a los hombres como pecadores; se les cataloga como sanos, enfermos, honrados, buenos, fuertes, débiles, ricos, pobres, cultos o ignorantes; pero la palabra pecado nunca aparece» (20 de septiembre de 1964). Hay sin embargo hombres, como el padre Pío, que no pactan con el mal y que se trastornan a la vista del pecado y de la infelicidad de quienes viven en estado de pecado mortal.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «El pecado es una ofensa a Dios: Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones… El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios» (San Agustín)» (Catecismo, 1850). Su consecuencia eterna para quienes no se convierten antes de morir es terrible: el infierno. «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno»» (Catecismo, 1035). El padre Pío llora y solloza cuando, al leer las Glorias de María de San Alfonso de Ligorio, pronuncia las siguientes palabras: «Te agradezco todo lo que has hecho, en especial por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido».
Lo más importante
El padre Pío se nutre de la oración para conseguir la fuerza sobrenatural que le ayuda a combatir el mal. A pesar de los dolores que le causan sus cinco llagas, reza mucho, dedicando todos los días cuatro horas a la meditación. Reza con gemidos del corazón, con oraciones jaculatorias (pequeñas oraciones lanzadas como flechas hacia el Cielo), pero sobre todo con el Rosario. A menudo se le oye decir: «¡Acudid a la Virgen, haced que sea amada! Rezad siempre el Rosario, pero rezadlo bien. ¡Rezadlo lo más que podáis!… Tenéis que ser almas en oración. No os canséis nunca de rezar. Es lo más importante. La oración conturba el corazón de Dios, obteniendo gracias necesarias».
La culminación de la jornada y de la oración del padre Pío es la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. «En este divino sacrificio que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera no cruenta» (Concilio de Trento; cf. Catecismo, 1367). Configurado a Cristo por sus estigmas, el padre Pío vive la Misa en unión íntima con la Pasión de Jesús: «La Misa es una especie de unión sagrada entre Jesús y yo. Aunque de manera del todo indigna, sufro todo lo que Él sufrió, dignándose asociarme al misterio de la Redención». El padre llora con frecuencia durante la celebración del Sacrificio, y lo explica así a una persona que se sorprende de ello: «¿Le parece poco que un Dios converse con sus criaturas? ¿Y que éstas le contradigan? ¿Y que sea lastimado continuamente por su ingratitud e incredulidad?». La Misa que celebra el padre Pío puede llegar a durar una hora y media o dos horas. Un embajador de Francia en la Santa Sede, que tuvo la oportunidad de asistir a una de ellas, escribía: «Nunca en mi vida había asistido a una Misa tan conmovedora. La Misa se convertía –lo que es en realidad– en un acto absolutamente sobrenatural. Cuando sonó la elevación de la Hostia, y después del Cáliz, el padre Pío se inmovilizó en la contemplación. ¿Cuánto tiempo?… Diez o doce minutos, quizá más… Y entre aquella multitud sólo se oía el murmullo de la oración».
Pero si bien es verdad que el padre Pío reza mucho, también induce a los demás a rezar y, para responder al deseo que había formulado el Papa Pío XII, organiza unos grupos de oración para laicos. Cada tarde preside él mismo la ceremonia que reúne a los fieles en la pequeña iglesia del convento, donde se reza el rosario, se imparte la bendición del Santísimo Sacramento o se sigue la «Novena irresistible» del Sagrado Corazón de Jesús y la «Visita a la Virgen». Así, los grupos de oración impulsados por él se multiplican en el mundo entero. De hecho, para celebrar su 80 cumpleaños, más de mil de esos grupos enviarán a sus representantes a San Giovanni Rotondo.
Una molesta presencia
De ese modo, poco a poco, el fervor religioso renace en San Giovanni Rotondo, donde la situación espiritual era deplorable antes de la llegada del padre Pío. Pero el celo apostólico del joven capuchino suscita contradicciones. Para algunos canónigos de la comarca, acostumbrados a llevar una vida de corrupción y a desatender las obligaciones propias de su ministerio, su presencia resulta del todo molesta. Además, la repentina notoriedad del estigmatizado, así como la afluencia de los peregrinos y de las limosnas a su convento, disgustan a una parte del clero local. El obispo del lugar, cuya reputación es realmente mala, obliga a firmar a los sacerdotes y a los fieles una denuncia sobre pretendidos escándalos acontecidos en el convento de San Giovanni Rotondo, iniciando de ese modo un largo proceso judicial elevado a la curia romana. Como consecuencia de unas graves calumnias, a partir de junio de 1922 la autoridad eclesiástica, engañada, toma severas medidas contra el padre Pío: prohibición de toda correspondencia espiritual, incluso con sus directores espirituales; prohibición de celebrar la Misa en público y traslado del sacerdote a otro convento. En realidad, las dos últimas prohibiciones nunca se llevarán a cabo a causa de la frontal oposición de la población del lugar. Pero en 1931, esa persecución desemboca en la prohibición de ejercer todo ministerio, excepto la celebración de la Misa, y en privado. El padre Pío tendrá que vivir recluido en su convento, penosa situación que se prolonga durante dos años, después de los cuales el sacerdote recupera todos sus poderes sacerdotales (julio de 1933). Mientras tanto, una investigación sobre la escandalosa conducta de algunos eclesiásticos opuestos al padre Pío culmina con la condena de los culpables.