(1887 Pietrelcina – 1968 San Giovanni Rotondo)
Uno de los pocos laicos que participó en el concilio Vaticano II, Jean Guitton, declaraba en octubre de 1968: «Emitir un juicio sobre el padre Pío será algo largo y complejo, pero habrá millares de testigos que dirán que acrecentó en ellos la convicción de la presencia divina y de la verdad del Evangelio». Efectivamente, en un siglo marcado fuertemente por el ateísmo teórico y práctico, Dios se dignó presentarnos una señal manifiesta de su presencia, y ese hermano capuchino, en quien Jesucristo quiso renovar el misterio de su Pasión durante medio siglo, es un testigo excepcional. Beatificado por el Papa Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999, el padre Pío recuerda a los cristianos y a toda la humanidad que Jesucristo es el único Salvador del mundo (Cf. Dominus Iesus, 6 de agosto de 2000).
Francisco Forgione nació en 1887 en Pietrelcina, pequeña ciudad del sur de Italia. Desde edad muy temprana recibe la gracia de frecuentes visiones de la Santísima Virgen. Pero también se le presenta el diablo, sobre todo por la noche, con aspecto aterrador. A partir de los nueve años comienza a padecer cíclicamente, por decirlo de alguna manera, graves enfermedades que sólo desaparecerán con su muerte. No obstante, a los dieciséis años ingresa en los capuchinos, donde profesa con el nombre de hermano Pío. Pero la salud del joven religioso no mejora, pues padece del pulmón izquierdo; hasta tal punto que sus accesos de fiebre consiguen reventar los termómetros. Con la esperanza de que un clima más favorable ayude a la curación de aquella inexplicable enfermedad, lo cambian varias veces de convento, hasta que entre 1910 y 1916 regresa a Pietrelcina, cerca de su familia. A pesar de todo, el 10 de agosto de 1910 es ordenado sacerdote: «¡Qué felicidad la de aquel día!, dirá. Mi corazón ardía de amor por Jesús… estaba empezando a probar el paraíso». En julio de 1916, consigue por fin establecerse en el convento de San Giovanni Rotondo, cerca de Foggia, en Apulia.
Milagros en el siglo XX
El 20 de septiembre de 1918, a la edad de 31 años, recibe la gracia de los estigmas, con llagas sangrientas en las manos, los pies y el costado, que reproducen las de Jesús crucificado. En adelante, perderá el equivalente a un vaso de sangre al día, y ello durante cincuenta años. «En su caso, atestigua uno de sus cofrades, no se trata solamente de manchas, sino de verdaderas llagas que le atraviesan las manos y los pies. Yo mismo tuve ocasión de observar la del costado, que era un auténtico desgarro del que brotaba continuamente sangre». Aquellas llagas le producirán continuos desfallecimientos, que, aunque fueran benignos, no eran menos dolorosos. Ante semejante gracia, el padre Pío es perfectamente consciente de su indignidad, pero se siente feliz de haber sido configurado a Cristo.
Sus superiores acuden a médicos prestigiosos para examinar los estigmas, y los especialistas constatan la realidad de las heridas. Algunos los atribuyen a fuerzas magnéticas, otros a una autosugestión, y otros a «razones físico-fisiológico-patológicas» (sic); pero hay otros que reconocen que la causa de esos estigmas escapa a la ciencia médica. «Los estigmas, escribe el cardenal Journet, tienen como objeto recordarnos de una manera violenta los sufrimientos de un Dios al que nosotros hemos martirizado, así como la necesidad que tiene toda la Iglesia de padecer y de morir antes de entrar en la gloria… Los estigmas son una predicación sangrienta, a la vez trágica y espléndida, y no permiten que se nos olviden cuáles son las verdaderas señales de la sinceridad del amor».
A principios del mes de mayo de 1919, una niña pequeña es curada de repente después de aparecérsele el padre Pío. El 28 de mayo, un joven soldado que había sido herido durante la guerra y al que los médicos habían desahuciado, pide que le lleven ante el padre Pío, quien le da su bendición y, en el acto, queda completamente curado. Estos dos milagros, mencionados en la prensa, agitan a las multitudes; a partir de junio de 1919, entre trescientos y quinientos peregrinos o curiosos acuden cada día a San Giovanni Rotondo. Se extiende el rumor de que el padre Pío lee en el interior de las almas. Y, de hecho, es algo que sucede con frecuencia. La hermosa y riquísima Luisa V., que se había acercado a San Giovanni Rotondo por pura curiosidad, se siente invadida nada más llegar de un dolor tan grande por sus pecados que se deshace en lágrimas en medio de la iglesia. El padre se le acerca y le dice: «Tranquila, hija mía, la misericordia no tiene límites y la Sangre de Cristo lava todos los crímenes del mundo. – Quiero confesarme, padre. – Primero debe tranquilizarse. Ya volverá mañana». La señora V. no se había confesado desde su infancia, así que se pasa la noche recapitulando sobre sus pecados. Al día siguiente, en presencia del padre, se siente de repente incapaz de declarar sus pecados. El padre Pío acude en su ayuda para hacer un recuento de ellos, y luego añade: «¿Y no recuerda nada más?» Luisa se estremece al venirle al pensamiento un grave pecado que no se atreve a confesar. El padre Pío espera pacientemente, moviendo los labios… Por fin, consigue reponerse: «Todavía quedaba esto, padre. – ¡Alabado sea Dios! Le doy la absolución, hija mía…»