La Santa Misa II
La Misa en occidente, tal como nosotros la conocemos, en su rigurosa forma actual, fue fijada, después del Concilio de Trento, por el Papa Pío V. En 1570, en su bula Quo Primun, declaró que deseaba restituir el misal a sus antiguas normas, suprimiendo ciertos elementos añadidos e imponiéndolo por igual a todo el mundo cristiano latino. Así, pues, la Misa adquirió su forma definitiva en estrecha relación con la sede apostólica y bajo la garantía inmediata del sucesor de San Pedro. ¿No era idéntico el misal adoptado por el Concilio de Trento al que se utilizaba en la Ciudad Eterna, el Misal Romano?
Ninguna de sus partes, dice el catecismo del Concilio de Trento “puede ser considerado como inútil o superflua”: todas, incluso sus más mínimas expresiones, poseen su sentido y su alcance. El más insignificante versículo, la frase que apenas necesita unos segundos para ser pronunciada, forma parte integrante de un conjunto en el que se asocian y se proclaman el don de Dios, la oblación de Cristo y la Gracia que nosotros recibimos. Es una especie de sinfonía espiritual en la que todos los temas se reasumen, se completan y se funden en una misma intención.
¿Cómo se estructura la Misa? Una división tradicional hace alusión a un hecho histórico: Misa de los catecúmenos y Misa de los fieles. La primera es aquella a la que los no bautizados podían asistir hasta el Credo, ese canto de bautismo después del cual eran despedidos. Pero el propio desarrollo de la liturgia, la curva que se describe, permite señalar fundadamente unos tiempos, unos “actos”, en el sentido que se da a esta palabra cuando se aplica a un drama. Son cinco. En el primero, al llegar al umbral del misterio, yo ruego, pido a Dios perdón por mis culpas, le hablo del deseo que siento de conocerle, le alabo y le suplico. En el segundo, escucho la enseñanza de la Iglesia primera, tal como la trasmitieron los Apóstoles, o tal como la anunció proféticamente el Libro inspirado; después, tal como el propio Jesucristo la dio a conocer en sus Evangelios, y finalmente, la repito en la forma resumida del Credo. En adelante, me encuentro situado en el corazón de la liturgia sacrificial. Cristo se ofrece a sí mismo en una oblación que constituye el centro mismo del misterio, y yo me asocio a este don redentor.
Ofrezco, por manos del sacerdote, mi testigo y representante, esos productos de la tierra que van a ser transubstanciados, y aún esto no es más que un signo: el de la oblación más esencial, más interior que hago de mi mismo, la ofrenda del ofrendador. El cuarto tiempo, el más importante, es el del sacrificio: yo mismo soy quien realiza la inmolación de la víctima, participando íntimamente en el acto que realiza el sacerdote, victima y sacrificador a un mismo tiempo; la carne divina es clavada en la cruz; la divina sangre se vierte. Finalmente, tal como quiso Jesucristo, recibo, comulgo: me he saciado en el banquete de la vida.
Confiteor
Al tiempo que el alma se deja llevar por la alegría, nota un peso que la retiene. Una barrera se yergue entre Dios y ella; conoce el nombre de ese grillete, de ese obstáculo: su nombre es pecado. En la Iglesia primitiva, más próxima al Corazón de Jesucristo, más espontanea, nadie sentía la necesidad de implorar perdón en el umbral de la Misa. (Y sin embargo, ¿no era precisamente un rito penitencial el lavatorio de los pies practicado por Jesucristo antes de la Cena?) Poco a poco fue introduciéndose la costumbre de confesarse culpable y de invocar la Misericordia divina. Entre los siglos VIII y XI, bajo el nombre de apologías, fueron redactadas, por algunas almas santas, las llamadas “plegarias de excusa”, especie de informes defensivos mezclados con confesiones. El Misal romano de 1570 confirió a una de ellas su actual forma de drama con sus cuatro tiempos, como si de un proceso se tratara: comparecencia, confesión, intercesión, perdón, plegaria publica que, alternándose oralmente, pronuncian sacerdote y fieles; plegaria colectiva en la que el pecado, dejando de ser un asunto privado, es evocado ante la Iglesia entera,, ante sus santos y sus testigos, e incluso ante los Poderes del Cielo, el confiteor presta, por primera vez, a la Misa su sentido de comunidad de Comunión. Y el gesto repetido tres veces de la mano golpeando el pecho; la “culpa”, antiguo gesto bíblico y monástico, solaza en el arrepentimiento la angustiosa tristeza del pecador, pues, como se dice en la Escritura: “la plegaria del que se humilla llega hasta el cielo”
Allí se hallan todos los Poderes, todas las Presencias ejemplares, y no tan sólo Aquel a quien nada se oculta, ni siquiera la misteriosa clarividencia de sus ángeles, sino esos hombres, esas mujeres que tuvieron el valor de vivir según la ley del amor, esos santos y esos mártires cuya sola existencia me condena.
Y yo, que permanezco ante ellos en actitud de acusado, ¿qué es lo que responderé a la voz que pronto se levantará y me pedirá cuentas? La certeza de ser culpable me oprime la garganta y me impide toda defensa.
He aquí, pues, mis actos, incluso aquellos que no condena justicia humana alguna, pero de los que sé hasta qué punto fueron mediocres, sospechosos, o peor aún. Aquí aparecen mis secretos pensamientos, esos bajos fondos de miseria y de abyección que empañan la cristalina superficie de la conciencia de un hombre honesto. He aquí también, todo lo que no he hecho, mis abstenciones, mis ruindades, mis omisiones, todo el agobiante fardo, en fin, de mis tácticas complicidades.
¡Que el gesto del arrepentimiento, repetido por tres veces sobre mi pecho, estremezca mi corazón y despierte a mi alma embrutecida del letal sopor que la impulsa a doblegarse a sus exigencias!
Pero el misterio se halla también allá: el misterio de la Misericordia. Has he aquí que todas esas Presencias, todos esos Poderes, constituidos en tribunal para la requisitoria y el juicio, se convierten en mis intercesores ante el Único. La pureza de la Virgen, la sangre de los Mártires y la resplandeciente paciencia de los santos, me sirven de salvaguardia. Misterio de la reversión del mérito y de la Comunión de los Santos.
Y mientras resuena aun el eco de las palabras que me absuelven, olvidando el temor de volver a caer mañana y continuar en la pendiente indefinidamente que oprime mi pecho, me yergo nuevamente en la alegría recobrada, como en un repentino e imponderable aligeramiento.