Construyendo sobre roca firme: LOs valores: Parte II: Autor: P. Thomas Williams
¿Libertad o anarquía?
Surge incluso un problema aún mayor y de más graves consecuencias cuando se cree que los valores son puramente subjetivos. Si afirmamos que no existe ningún bien para el hombre fuera de sus deseos personales e individuales, estamos preparando el pedestal para la anarquía. La sociedad propondrá la tolerancia como principio, pero siempre habrá quién verá las cosas de otro modo.
Puesto que los valores no se pueden «imponer», el intolerante tendrá el mismo derecho a su postura como el tolerante. Y lo mismo cabe decir del antisemita, del distribuidor de droga y del asesino. Si no existen valores objetivos y absolutos que sirvan de referencia, cada uno jugará con sus propias reglas.
Alguno traerá a flor de labios la respuesta: «Sí, es verdad, pero allí es donde interviene la ley. La ley nos protege del fanatismo, preserva el bien común y mantiene el orden social». Es cierto, pero esto no resuelve el problema. Las leyes son útiles, incluso necesarias, pero ellas mismas deben apelar a valores universales como la justicia, la imparcialidad, el orden social, el bien común. La ley no es una mera convención; se apoya en valores objetivos y en los derechos humanos universales.
Podemos mover este argumento al campo lógico. Dejemos que un antilegalista pregunte a un subjetivista: «¿No tiene igual peso mi opinión que la de los demás? Tú aprecias la justicia, pero yo la aborrezco. Podrás impedirme, por la fuerza, hacer lo que yo quiera, pero no digas que lo haces en nombre de la rectitud».
Si no hay valores absolutos, la ley pierde todo su fundamento; no hay parámetros para evaluar los actos de los políticos, de los criminales, de los dictadores; ni siquiera para evaluar las mismas leyes particulares. La ley no será más que un valor arbitrario más, respaldado por la fuerza. Siempre ha sido verdad que quien está en el poder puede realizar su voluntad y dominar a quien no esté de acuerdo con él. Pero éste es el código de los salvajes. Pensemos en las atrocidades cometidas en Francia después de la Revolución, bajo el reinado del terror. Robespierre presumía de encarnar la volonté générale («voluntad general») y amparado en este título no vaciló en masacrar a sus opositores.
Un grupo de personas o una ley pueden estar equivocados lo mismo que un individuo. Una determinada sociedad puede votar a favor de la esclavitud o del aborto o del exterminio de una parte de su población -Hitler fue elegido democráticamente-, pero la legalidad no garantiza la legitimidad moral o el valor de estas acciones. Cuando se cree que el derecho no es más que el capricho de cada hombre, es lógico que impere la ley del más fuerte. Por eso, para que la ley pueda de verdad promover el bien común, tiene que apoyarse sobre el fundamento sólido de valores objetivos.
Como observa Juan Pablo II con perspicacia en su encíclica Veritatis Splendor: «Si no hay una verdad fundamental que guíe y dirija la actividad política, las ideas y las convicciones podrán ser manipuladas por razones de poder. Como lo demuestra la historia, una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo, declarado o encubierto».
Valores Humanos
Dejando claro que los valores son esencialmente objetivos y subjetivos, podemos ahora enfocar nuestra atención en los valores humanos y, más adelante, en los diferentes tipos y niveles de valores. ¿Qué es un valor humano? Los valores humanos son aquellos bienes universales que pertenecen a nuestra naturaleza como personas y que, en cierto sentido, nos «humanizan» porque mejoran nuestra condición de personas y perfeccionan nuestra naturaleza humana.
La libertad nos capacita para ennoblecer nuestra existencia, pero también nos pone en peligro de empobrecerla. Las demás creaturas no acceden a este disyuntiva. Un gato callejero no podrá ser algo más que un gato común y corriente; siempre se comportará de modo felino y no será culpado o alabado por ello. Nosotros, en cambio, si prestamos oídos a nuestros instintos e inclinaciones más bajas, podemos actuar como bestias. De este modo nos deshumanizamos. Boecio, el filósofo y cortesano del siglo V, escribió: «El hombre sobresale del resto de la creación en la medida en que él mismo reconoce su propia naturaleza, y cuando lo olvida, se hunde más abajo que las bestias. Para otros seres vivientes, ignorar lo que son es natural; para el hombre es un defecto».
Si no descubrimos lo que somos, tampoco descubriremos los valores que nos convienen. Cuanto mejor percibamos nuestra naturaleza, tanto más fácilmente percibiremos los valores que le pertenecen.
Alimentación y naturaleza
Hay una diferencia entre los valores humanos en general y nuestros propios valores personales. El concepto de valores humanos abarca todas aquellas cosas que son buenas para nosotros como seres humanos y que nos mejoran como tales. Los valores personales son aquellos que hemos asimilado en nuestra vida y que nos motivan en nuestras decisiones cotidianas.
Podríamos comparar la diferencia entre los valores humanos en general y los valores personales con la diferencia que hay entre ciertas comidas y su respectivo valor nutricional para el cuerpo humano. La nutrición es para el cuerpo lo que los valores son para la persona humana.
El cuerpo humano tiene sus requerimientos: algunos alimentos son muy nutritivos; otros complementan la alimentación; otros son al menos tolerables en pequeñas cantidades. Todos necesitamos una alimentación balanceada en vitaminas, fibra, minerales y proteínas para mantener una buena salud. Algo parecido sucede con los valores humanos: nos nutren, nos benefician como seres humanos en diversa medida. Así tenemos toda una gama de valores culturales, intelectuales y estéticos que promueven nuestro desarrollo humano y enriquecen nuestra personalidad.
Cuando se habla de la nutrición corporal hay espacio para las preferencias personales. Entre comer coliflor, chícharos o judías verdes, cada uno puede escoger a su gusto; el número de calorías apenas varía. Nuestro organismo asimilará estos alimentos y se nutrirá más o menos igual. Se insiste, más bien, en que la dieta sea balanceada. El organismo cubre sus necesidades y se mantiene en forma en la medida en que el alimento es sano y la dieta equilibrada.
En la esfera de los valores humanos se requiere también un equilibrio y que cada uno de los valores, tomado individualmente, sea «saludable». Así como ciertos alimentos son esenciales y otros sólo sirven para adornar algún platillo, así también los valores tienen una jerarquía, según favorezcan más o menos nuestro desarrollo humano. Una porción discreta de pastel de zanahoria con helado de vainilla es un excelente postre para una comida familiar, pero no se nos ocurriría comer pastel y helado tres veces al día y terminar con una discreta porción de carne con papas. Nuestro organismo no lo soportaría (nuestra línea tampoco). Los valores humanos también pueden ordenarse y clasificarse de acuerdo con los beneficios que nos proporcionan. Algunos son esenciales; otros son más periféricos.
Una jerarquía de valores
Entre los valores objetivos existe una jerarquía, una escala. No todos son iguales. Algunos son más importantes que otros porque son más trascendentes, porque nos elevan más como personas y corresponden a nuestras facultades superiores. Podemos clasificar los valores humanos en cuatro categorías: (1) valores religiosos, (2) valores morales, (3), valores humanos inframorales, y (4) valores biológicos.
Niveles de valores
Valores religiosos
Fe, esperanza,carida caridad, humildad, etc.
Valores morales
Sinceridad, justicia, fidelidad, bondad, honradez, benevolencia, etc.
Valores humanos inframorales Prosperidad, logros intelectuales, valores sociales, valores estéticos, éxito, serenidad, etc.
Valores biológicos
Salud, belleza, placer, fuerza física, etc.
La línea más baja representa el nivel biológico o sensitivo. Los valores de este nivel no son específicamente humanos, pues los comparten con nosotros otros seres vivos. Dentro de esta categoría quedan comprendidos la salud, el placer, la belleza física y las cualidades atléticas.
Desafortunadamente, hay muchas personas que ponen demasiado énfasis en este nivel. No es raro escuchar frases como ésta: «Mientras tenga salud, todo lo demás no importa». Según esto, uno lo pasaría mejor siendo un saludable jefe de la mafia que un enfermizo hombre de bien. Ya lo decía Tomás de Kempis hace unos cinco siglos: «Muchos se preocupan por vivir una vida larga, pero pocos por vivirla rectamente».
No eres más persona porque seas sano o bien parecido. Eso no te dignifica ni aumenta tu valor. Recuerda que estamos hablando del nivel más bajo, que compartimos con los animales. Voltaire, por ejemplo, que a veces se preocupaba más de la ingeniosidad que de la exactitud de sus afirmaciones, llegó a decir que un gallo de corral es «galante, honesto, desinteresado, adornado de todas las virtudes».
Por simpática que parezca esta imagen, difícilmente la tomaríamos a la letra. Puedes tener un canario sano, pero no un canario sincero. Puede crecer un abeto muy hermoso en tu jardín, pero jamás crecerá uno que posea un fino sentido de justicia.
Algunas personas invierten buena parte de su tiempo en buscar comidas saludables, planear bien su dieta y practicar ejercicio. Todo esto tiene su lugar en la vida, pero un lugar limitado; más o menos como el saque inicial en un partido de fútbol. No tenemos por qué «vivir para comer» sólo por el hecho de que tenemos que comer para vivir.
Los valores del segundo nivel (valores humanos inframorales) son específicamente humanos. Tienen que ver con el desarrollo de nuestra naturaleza, de nuestros talentos y cualidades. Pero todavía no son tan importantes como los valores morales. Entre los valores de este segundo nivel están los intereses intelectuales, musicales, artísticos, sociales y estéticos. Estos valores nos ennoblecen y desarrollan nuestro potencial humano.
El tercer nivel comprende valores que son también exclusivos del ser humano. Se suelen llamar valores morales o éticos. Este nivel es esencialmente superior a los ya mencionados. Esto se debe al hecho de que los valores morales tienen que ver con el uso de nuestra libertad, ese don inapreciable y sublime que nos hace semejantes a Dios y nos permite ser los constructores de nuestro propio destino.
Estos son los valores humanos por excelencia, pues determinan nuestro valor como personas. Los valores morales incluyen, entre otros, la honestidad, la bondad, la justicia, la autenticidad, la solidaridad, la sinceridad y la misericordia.
Mientras que en los niveles inferiores los valores a veces se excluyen mutuamente -no es fácil pintar con acuarelas mientras se está tocando el saxofón-, los valores morales jamás entran en conflicto entre sí. Forman un todo orgánico. Podemos, y debemos, ser sinceros, justos, honestos y rectos al mismo tiempo. Cada valor apoya y sostiene los demás; juntos forman esa sólida estructura que constituye la personalidad de un hombre maduro.
Los valores morales son incondicionales y siempre prevalecen sobre los valores inferiores. No puedo sacrificar la justicia para gozar de una mayor prosperidad o traicionar a un amigo por el qué dirán. Esto no ocurre con los otros dos niveles inferiores. Aunque la música es un valor superior a la comida, tendré que dejar de practicar el saxofón para ir a comer alguna cosa.
Hay todavía un cuarto nivel de valores, el más elevado, que corona y completa los valores del tercer nivel, y que nos permite incluso ir más allá de nuestra naturaleza. Son los valores religiosos. Éstos tienen que ver con nuestra relación personal con Dios.
El mundo de hoy con frecuencia pasa por alto un hecho muy sencillo: la persona humana es religiosa. Aunque seguramente será difícil encontrar esta afirmación en un texto de sociología -el fundador de la sociología, Augusto Comte, fue visceralmente antirreligioso y creía que la religión habría de ser reemplazada por la ciencia-, no ha habido en la historia una sola sociedad que no haya sido religiosa. Buscamos instintivamente a Dios porque fuimos hechos para Él.
En 1991, la revista norteamericana U.S. News & World Report publicó los resultados de una amplia encuesta realizada en los Estados Unidos. La pregunta era: «¿Cuál es tu meta más importante en la vida?». El 56% de los entrevistados contestó: «Tener una relación más íntima con Dios». Somos religiosos por naturaleza. Necesitamos a Dios, aunque no siempre caigamos en la cuenta de ello.
Como señala el Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, la pregunta sobre la existencia de Dios toca el corazón mismo de la búsqueda del hombre por el sentido de su vida: «Uno puede ver claramente que la respuesta a la pregunta por la existencia de Dios no es algo que interese sólo a la mente; es, al mismo tiempo, algo que impacta fuertemente toda existencia humana. Depende de muchas circunstancias en las que el hombre busca el significado y el sentido de su propia existencia. Preguntar por la existencia de Dios es algo que está íntimamente unido al por qué de la existencia humana.
Buscamos de forma natural la trascendencia. Fuimos creados para ir más allá de nosotros mismos, para tender hacia arriba, hacia el Absoluto. San Agustín expresó esta verdad justo al inicio de sus Confesiones, donde dice: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Nuestra trascendencia como seres humanos es lo que da sentido y significado a nuestra vida sobre la tierra. Si el hombre cultiva los valores religiosos con tanta tenacidad es porque ellos corresponden a la verdad más profunda de su ser.
Desde una perspectiva cristiana
¿Qué relación tienen los valores con el cristianismo? Si los valores humanos dependen de lo que es bueno para nosotros como seres humanos, ¿en qué sentido difieren nuestros valores como cristianos de los valores de un no-cristiano? Finalmente, ¿por qué nos preocupamos de los valores humanos? ¿No bastan los valores religiosos?
Como cristianos, tenemos tres grandes razones para estudiar los valores humanos y reflexionar sobre ellos. En primer lugar, todo cristiano es una persona humana, un miembro de la familia humana. Todo lo que es bueno para la humanidad es igualmente bueno para el cristiano. El cristianismo nos eleva, pero no cambia nuestra naturaleza.
En segundo lugar, Dios mismo se hizo uno de nosotros para revelarnos la verdad sobre la existencia humana. Jesucristo es Dios, pero es también un hombre. Si en Él conocemos a Dios, también en Él conocemos al ser humano ideal, a la persona perfecta. Los cristianos estamos profundamente interesados en la vida humana porque Dios mismo está profundamente interesado en ella. Si queremos saber en qué consiste, de verdad, «ser hombre» y qué cosas son en verdad importantes en la vida, podemos descubrirlo estudiando la vida de Cristo.
Finalmente, incluso si creemos que lo único importante como cristianos es llegar a la santidad, debemos reconocer que la santidad no es algo abstracto y desconectado de la vida ordinaria. La trama de nuestra relación con Dios está tejida con nuestras acciones más ordinarias y, por lo mismo, es preciso que la santidad se apoye en una sólida escala de valores como infraestructura esencial. Primero el hombre, después el santo. La gracia edifica sobre la naturaleza. La santidad presupone una armonía interior, un carácter bien formado y una idea clara de lo que es realmente importante en la vida.
Jesús habló con frecuencia de prioridades; su misma vida es un testimonio transparente de los verdaderos valores. El núcleo de su enseñanza sobre los valores subraya la escasa importancia del bienestar material en comparación con la vida eterna. «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt. 16,26). Todo en este mundo es pasajero: coches, vestidos, juventud, belleza, amigos, placer…, todo menos Dios. Al final de la vida lo único que queda es lo que hallamos hecho por Dios y por los hombres.
Este mismo énfasis sobre el relativo valor de los bienes temporales en comparación con los eternos se repite una y otra vez en las parábolas de Cristo. Anima a sus seguidores a tener la mirada fija en los cielos y a no empantanarse en los bajos placeres y en las riquezas fugaces que este mundo ofrece. En el evangelio de san Lucas podemos encontrar otro ejemplo más de la luminosa escala de valores que Cristo predicó: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!… Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura» (Lc. 12, 22-31).
Jesús también distingue el valor de nuestras acciones. Por ejemplo, cuando una pobre viuda deposita en la alcancía del templo dos monedas de cobre de muy poco valor, Cristo asegura a quienes le rodean que esa ofrenda vale más que las grandes cantidades depositadas por los ricos. «Porque éstos dieron de lo que les sobraba, mientras ella dio todo lo que tenía para vivir» (Mc. 12, 44). Por otra parte, recrimina fuertemente a los fariseos por haber invertido la escala de valores. Ellos lavan el plato y la taza por fuera, pero olvidan las cosas más importantes de la ley: «la justicia, la misericordia y la buena fe» (Mt. 22, 23).
Cuando le preguntaron cuál de los mandamientos era el más importante, Cristo no dudó en subrayar el amor a Dios y el amor al prójimo como la suma y la esencia de toda la ley, mucho más que cualquier sacrificio.
San Pablo, además, exhortó a los primeros miembros de la Iglesia a conservar esta escala de valores, a convertirse en «hombres nuevos», a asumir los nuevos criterios y valores del evangelio. Precisamente por estos valores se distinguirían los cristianos de los no creyentes. Escribe en una de sus cartas: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col. 3, 1-2).
Y cuando se dirige a los corintios, les ofrece un mensaje parecido: «No prestemos atención a las cosas visibles, sino sólo a las cosas invisibles, ya que las cosas visibles duran sólo por un momento y las invisibles son eternas» (2 Co. 4, 18).
El cristianismo ofrece una visión global de la existencia humana, un modo de ver y de evaluar todas las actividades y acontecimientos de la vida humana. Esta visión se basa en la verdad sobre el hombre, sobre su destino y sobre sus relaciones con Dios y con el mundo. Los valores tratan de lo que es bueno, y el camino más seguro para saber lo que es bueno para el hombre es conocer quién es el hombre. De esto hablaremos en el siguiente capítulo.
Capítulo 2: El fundamento del valor
¿Recuerdas el cuento del águila que creció en un corral de gallinas? En una ocasión, alguien encontró un huevo de águila y lo colocó en una jaula de gallinas para ver si alguna de ellas lo empollaba. Cuando nació, el aguilucho se adaptó rápidamente a la vida del corral, comportándose como una gallina.
Un día, otra águila, que la vio en el corral con las gallinas, decidió bajar a conversar con ella: «¿Qué estás haciendo aquí con el pico en el cieno? Tú estás hecha para empresas más altas: encumbrarte por los cielos, ser experta cazadora, contemplar la tierra desde muy, muy alto».
La convenció de que por lo menos lo intentara. Hizo que la observara despegar y aterrizar, y le invitó a probar la capacidad de sus propias alas. De este modo, el águila del corral aprendió a volar.
La moraleja de este cuento es muy sencilla: la altura que alcancemos en la vida depende de nuestros ideales y del empleo que hagamos de nuestro potencial. Para marcarse metas es preciso ante todo saber de qué se es capaz. De este modo, conocer nuestra naturaleza será de gran ayuda para fijar los valores que nos son propios.
Hemos dicho que un valor es un bien reconocido y apreciado. Pero ¿cómo descubrir lo que es verdaderamente bueno para un hombre? Para llegar a la raíz de los valores humanos necesitamos dejar de lado las idiosincrasias personales y enfocar nuestra atención en la naturaleza que los hombres tienen en común. Sólo así podremos encontrar los bienes universales de la humanidad.
Llamamos «bien» a aquello que mejora o perfecciona algo. Para nosotros, una cosa es buena si nos convierte en mejores personas. Esto puede ocurrir de dos maneras: por convenir a nuestra naturaleza, o por convenir al propósito o fin que tenemos en la vida. Es decir, una cosa es buena para mí según lo que soy cuando me ayuda a ser más perfectamente lo que se supone que soy; pero también puede ser buena para mí según para qué soy, cuando me ayuda a alcanzar el fin de mi existencia. Esta distinción nos permitirá descubrir la infraestructura de los valores humanos.
Naturaleza
Todos sabemos que un motor de combustión interna no funciona bien con leche, mientras que un gatito sí. Ello se debe a que tienen constituciones o naturalezas fundamentalmente diferentes. Lo que es bueno para un ganso lo es también para una gansa, porque el ganso y la gansa comparten la misma naturaleza. Pero lo que es bueno para el ganso no lo es para la ostra, la alondra o la vaca.
De igual modo, para un árbol es bueno que lo poden, lo rieguen y lo abonen con estiércol, debido a su naturaleza. Sin embargo, no todas las criaturas se beneficiarían si se les amputaran sus miembros, y muchas se resistirían a ser anegadas en estiércol. Necesitamos primero descubrir qué es un determinado ser para poder determinar lo que es bueno para él.
Lassie y Snoopy son individuos distintos, pero hay algo que comparten y que los hace perros: su naturaleza. La naturaleza de algo es sencillamente lo que eso es. Una vaca tiene naturaleza bovina, un lobo tiene naturaleza lupina y un hombre tiene naturaleza humana. La naturaleza es lo que somos.
A pesar de nuestras numerosas diferencias compartimos una naturaleza común. Tenemos algunas características que nos identifican como personas humanas y nos distinguen de todas las demás criaturas. Por ejemplo, tú y yo tenemos personalidades diferentes, pero ambos tenemos una personalidad. Un ladrillo de adobe no tiene personalidad. Tú podrás ser mucho más inteligente que yo, pero ambos tenemos un intelecto. Los geranios no tienen intelecto. Tú y yo somos realizaciones concretas, individuales y distintas de la naturaleza humana. Así pues, la naturaleza no excluye la individualidad. Cada persona es en verdad única, individual y no tiene precio. Y, sin embargo, cada una es, ante todo, un ser humano.
Hay algunas características especiales de nuestra naturaleza que nos separan radicalmente del resto de la creación. Estos rasgos nos llevarán a descubrir el cimiento de nuestros valores humanos comunes. Pero antes de examinarlos con detalle, consideremos la otra dimensión del bien.
Finalidad u objetivo
Ciertas cosas son buenas para nosotros porque nos ayudan a alcanzar nuestro fin u objetivo. Si acertamos a descubrir a dónde vamos como hombres, cuál es nuestro objetivo, podremos entonces saber qué es bueno para nosotros en este sentido.
Puedes observarlo fácilmente cuando se trata de tus metas personales. La espigada gimnasta que se especializa en barras paralelas asimétricas no pensará jamás en desayunar los ocho huevos crudos y la pila de hot cakes que toma diariamente en el almuerzo un defensivo de los Vaqueros de Dallas. Puesto que ella desea ser gimnasta de nivel olímpico, tendrá que reconocer que sólo ciertas cosas son buenas para ella: aquéllas que le ayudan a alcanzar su meta.
Podemos aplicar este mismo principio al hombre en general. En este contexto, no hay que atender tanto a las metas individuales, sino al objetivo y destino universal de todos los hombres. Una vez más, conviene recordar que cada uno de nosotros tiene un destino y objetivo específico y único en la vida. Al mismo tiempo, todos tenemos un objetivo común que deriva de nuestra naturaleza común. Los valores verdaderos nos ayudan a alcanzar este objetivo.
El Fundamento de los valores
El ser humano es un misterio. Un misterio que todos nosotros intentamos descubrir de algún modo. ¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo? Este interés no nace de una simple curiosidad académica; ni siquiera de un legítimo deseo de conocer más sobre nosotros mismos. Lo que aquí nos interesa es la base objetiva de los valores humanos. Cuando hablamos de valores, la clave para descubrir nuestro verdadero bien consiste en examinar nuestra naturaleza humana. No podemos soñar en descubrir lo que es bueno para el hombre hasta que no hayamos afrontado el problema de quién es el hombre.
Un rápido paseo a través de la historia puede dejarnos pasmados de asombro. El hombre… tan grande y al mismo tiempo tan increíblemente frágil. Capaz de realizar proyectos colosales y, al mismo tiempo, capaz de las iniquidades más bajas y aborrecibles. ¿Es posible que José Stalin, san Francisco de Asís, Nerón y la madre Teresa de Calcuta pertenezcan todos a la misma especie humana?
Nuestra maravilla ante la nobleza y la miseria del hombre queda reflejada en las palabras del salmista: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo del hombre para que de él te cuides? Apenas inferior a los ángeles lo hiciste, coronándolo de gloria y de esplendor» (Sal. 8, 5-6).
Las palabras de Shakespeare son también eco de admiración espontánea ante la maravilla del hombre: ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble en razonamiento! ¡Cuán infinitas sus facultades! Su forma y movimiento, ¡cuán ágiles y admirables! ¡Actúa como un ángel! ¡Aprende como un dios! ¡Modelo de animales! Mas, para mí, ¿qué es esta quintaescencia de polvo? (Hamlet II, 2).
¿Dónde podemos buscar una respuesta al enigma del hombre? Hoy día casi todos los productos incluyen una lista de instrucciones. Se ofrece información sobre los ingredientes que contiene la comida, cuándo y en qué dosis tomar las medicinas, y cómo lavar mejor las prendas que compramos. Un bebé recién nacido, en cambio, llega al mundo desnudo, sin ninguna etiqueta de instrucciones o manual de operación. Para saber lo que es el hombre y qué es lo que le conviene, habrá que buscar en otra parte.
Disponemos de dos fuentes principales para conocer lo que somos: la experiencia y la revelación divina. La experiencia es una observación continua y un contacto de primera mano con nosotros mismos y con los demás. La naturaleza del hombre se manifiesta a través de sus acciones, habilidades y tendencias espontáneas. Gracias a nuestra inteligencia podemos reflexionar sobre ellas y descubrir datos muy significativos.
Al mismo tiempo, hay muchos secretos y misterios que van más allá de nuestra experiencia, pero que conocemos por el don de la revelación divina. El misterio de la persona se nos descubre en Jesucristo. La revelación es como un «manual del divino diseñador». Dios, que nos conoce por dentro y por fuera, no ha querido dejarnos en la oscuridad; nos manifiesta lo que somos y hacia dónde vamos; nos brinda la clave de lectura del plan divino y nos da las «instrucciones y reglas de mantenimiento» para llevarlo a cabo. Ha sido un gesto muy noble de su parte, pues muchos enigmas que nos atañen profundamente -como la muerte, el sufrimiento y el sentido final de la vida- escapan a la simple observación.