En algunos países existe la costumbre de formar una corona de ramas de pino o de otro árbol.
Sobre dicha corona, que puede estar adornada con cintas de color rojo o morado, se ponen cuatro velas. La corona significa la eternidad de Dios o la luz de Cristo. Las velas no sólo hacen alusión a los cuatro domingos de adviento, sino que significan más bien las épocas del mundo que están impregnadas del misterio de Cristo.
Al encender la PRIMERA VELA:
Se medita sobre toda la historia humana, desde la creación y la caída del hombre, hasta la venida del Redentor. Es tiempo de miseria pero también de esperanza. La luz del primer domingo significa, la esperanza anhelante de los justos de la Antigua Alianza, que en las tribulaciones del pueblo de Dios adivinan ya aquella luz mencionada por el profeta Isaías en sus preciosos textos.
Is. 60, 1-3.
1 Levántate y brilla, que ha llegado tu luz y la gloria de YAVÉ amaneció sobre ti.
2 Mientras las tinieblas cubrían la tierra y los pueblos estaban en la noche, sobre ti se levanto YAVÉ, y sobre ti apareció su gloria.
3 Los pueblos se dirigen hacia tu luz, y los reyes, al resplandor de tu aurora.
LA SEGUNDA VELA:
Hace alusión al tiempo histórico en que Cristo, como “luz del mundo”, vino a los suyos. Es el tiempo desde la encarnación hasta la resurrección del Señor. Su descripción teológica la encontramos en el primer capítulo del Evangelio de San Juan.
Jn. 1, 4-5, 10-12.
4 Él era la vida, y para los hombres la vida era la luz.
5 La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no lo impidieron.
10 Ya estaba en el mundo, este mundo que se hizo para él, este mundo que no lo recibió.
11 Vino a su propia casa, y los suyos no lo recibieron.
12 Pero a todos los que lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios.
Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. (n. 456).
El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios.
Jn. 4, 10.
10 En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envío a su Hijo como víctima por nuestros pecados.
REFLEXIÓN de San Gregorio de Nisa.
Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz, estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?
LA TERCERA VELA nos indica el tiempo actual, es decir, el tiempo entre la primera y la segunda venida de Cristo.
Es el tiempo de la Iglesia. Ella misma es “luz de los pueblos”. Y cada uno de nosotros debe convertirse “en luz de Cristo”, y alumbrar para que los hombres, espacialmente en el Adviento, vean nuestras obras y alaben a Dios.
LA CUARTA VELA finalmente es el símbolo de la Jerusalén celestial. Ya es tiempo de la gloria. A Pedro, Juan y Santiago les llevó Cristo al monte Tabor.
Allí, delante de ellos, fue glorificado por el Padre.
Participar de la victoria pascual de Cristo es la finalidad de la vida cristiana y también la del año litúrgico. Sólo por la cruz, es decir, por una vida que sigue a Cristo pobre, humilde y obediente, llegamos a la gloria. María Santísima, que comparte ya en cuerpo y alma la plenitud de la gloria celestial, nos ayuda en el camino del Adviento hacia este mismo fin.
Así entendemos, por qué la Iglesia reza en la ración colecta del primer domingo de Adviento: “Señor, despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo, con la práctica de las obras de misericordia, par que, puestos a su derecha el día del juicio, podamos entrar en el Reino de los cielos”.
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mi…” (Mt. 11, 29.).
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mi”. (Jn. 14, 6.).
Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escuchadle”. (Mc. 9, 7; cf. Dt. 6, 4-5.).
El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pd. 1, 4.) : “Porque tal es la razón por la que el hombre, y el Hijo de Dios, Hijo de hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en Hijo de Dios” (San Irineo).
“Porque el Hijo de Dios se hizo hombre, para hacernos Dios” (San Anastasio)… “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hacho hombre, hiciera dioses a los hombres”
(Santo Tomás de Aquino) (n. 460).