Una jerarquía de valores
Entre los valores objetivos existe una jerarquía, una escala. No todos son iguales. Algunos son más importantes que otros porque son más trascendentes, porque nos elevan más como personas y corresponden a nuestras facultades superiores. Podemos clasificar los valores humanos en cuatro categorías: (1) valores religiosos, (2) valores morales, (3), valores humanos inframorales, y (4) valores biológicos.
Niveles de valores
Valores religiosos
Fe, esperanza,carida caridad, humildad, etc.
Valores morales
Sinceridad, justicia, fidelidad, bondad, honradez, benevolencia, etc.
Valores humanos inframorales Prosperidad, logros intelectuales, valores sociales, valores estéticos, éxito, serenidad, etc.
Valores biológicos
Salud, belleza, placer, fuerza física, etc.
La línea más baja representa el nivel biológico o sensitivo. Los valores de este nivel no son específicamente humanos, pues los comparten con nosotros otros seres vivos. Dentro de esta categoría quedan comprendidos la salud, el placer, la belleza física y las cualidades atléticas.
Desafortunadamente, hay muchas personas que ponen demasiado énfasis en este nivel. No es raro escuchar frases como ésta: «Mientras tenga salud, todo lo demás no importa». Según esto, uno lo pasaría mejor siendo un saludable jefe de la mafia que un enfermizo hombre de bien. Ya lo decía Tomás de Kempis hace unos cinco siglos: «Muchos se preocupan por vivir una vida larga, pero pocos por vivirla rectamente».
No eres más persona porque seas sano o bien parecido. Eso no te dignifica ni aumenta tu valor. Recuerda que estamos hablando del nivel más bajo, que compartimos con los animales. Voltaire, por ejemplo, que a veces se preocupaba más de la ingeniosidad que de la exactitud de sus afirmaciones, llegó a decir que un gallo de corral es «galante, honesto, desinteresado, adornado de todas las virtudes».
Por simpática que parezca esta imagen, difícilmente la tomaríamos a la letra. Puedes tener un canario sano, pero no un canario sincero. Puede crecer un abeto muy hermoso en tu jardín, pero jamás crecerá uno que posea un fino sentido de justicia.
Algunas personas invierten buena parte de su tiempo en buscar comidas saludables, planear bien su dieta y practicar ejercicio. Todo esto tiene su lugar en la vida, pero un lugar limitado; más o menos como el saque inicial en un partido de fútbol. No tenemos por qué «vivir para comer» sólo por el hecho de que tenemos que comer para vivir.
Los valores del segundo nivel (valores humanos inframorales) son específicamente humanos. Tienen que ver con el desarrollo de nuestra naturaleza, de nuestros talentos y cualidades. Pero todavía no son tan importantes como los valores morales. Entre los valores de este segundo nivel están los intereses intelectuales, musicales, artísticos, sociales y estéticos. Estos valores nos ennoblecen y desarrollan nuestro potencial humano.
El tercer nivel comprende valores que son también exclusivos del ser humano. Se suelen llamar valores morales o éticos. Este nivel es esencialmente superior a los ya mencionados. Esto se debe al hecho de que los valores morales tienen que ver con el uso de nuestra libertad, ese don inapreciable y sublime que nos hace semejantes a Dios y nos permite ser los constructores de nuestro propio destino.
Estos son los valores humanos por excelencia, pues determinan nuestro valor como personas. Los valores morales incluyen, entre otros, la honestidad, la bondad, la justicia, la autenticidad, la solidaridad, la sinceridad y la misericordia.
Mientras que en los niveles inferiores los valores a veces se excluyen mutuamente -no es fácil pintar con acuarelas mientras se está tocando el saxofón-, los valores morales jamás entran en conflicto entre sí. Forman un todo orgánico. Podemos, y debemos, ser sinceros, justos, honestos y rectos al mismo tiempo. Cada valor apoya y sostiene los demás; juntos forman esa sólida estructura que constituye la personalidad de un hombre maduro.
Los valores morales son incondicionales y siempre prevalecen sobre los valores inferiores. No puedo sacrificar la justicia para gozar de una mayor prosperidad o traicionar a un amigo por el qué dirán. Esto no ocurre con los otros dos niveles inferiores. Aunque la música es un valor superior a la comida, tendré que dejar de practicar el saxofón para ir a comer alguna cosa.
Hay todavía un cuarto nivel de valores, el más elevado, que corona y completa los valores del tercer nivel, y que nos permite incluso ir más allá de nuestra naturaleza. Son los valores religiosos. Éstos tienen que ver con nuestra relación personal con Dios.
El mundo de hoy con frecuencia pasa por alto un hecho muy sencillo: la persona humana es religiosa. Aunque seguramente será difícil encontrar esta afirmación en un texto de sociología -el fundador de la sociología, Augusto Comte, fue visceralmente antirreligioso y creía que la religión habría de ser reemplazada por la ciencia-, no ha habido en la historia una sola sociedad que no haya sido religiosa. Buscamos instintivamente a Dios porque fuimos hechos para Él.
En 1991, la revista norteamericana U.S. News & World Report publicó los resultados de una amplia encuesta realizada en los Estados Unidos. La pregunta era: «¿Cuál es tu meta más importante en la vida?». El 56% de los entrevistados contestó: «Tener una relación más íntima con Dios». Somos religiosos por naturaleza. Necesitamos a Dios, aunque no siempre caigamos en la cuenta de ello.
Como señala el Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, la pregunta sobre la existencia de Dios toca el corazón mismo de la búsqueda del hombre por el sentido de su vida: «Uno puede ver claramente que la respuesta a la pregunta por la existencia de Dios no es algo que interese sólo a la mente; es, al mismo tiempo, algo que impacta fuertemente toda existencia humana. Depende de muchas circunstancias en las que el hombre busca el significado y el sentido de su propia existencia. Preguntar por la existencia de Dios es algo que está íntimamente unido al por qué de la existencia humana.
Buscamos de forma natural la trascendencia. Fuimos creados para ir más allá de nosotros mismos, para tender hacia arriba, hacia el Absoluto. San Agustín expresó esta verdad justo al inicio de sus Confesiones, donde dice: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Nuestra trascendencia como seres humanos es lo que da sentido y significado a nuestra vida sobre la tierra. Si el hombre cultiva los valores religiosos con tanta tenacidad es porque ellos corresponden a la verdad más profunda de su ser.
Desde una perspectiva cristiana
¿Qué relación tienen los valores con el cristianismo? Si los valores humanos dependen de lo que es bueno para nosotros como seres humanos, ¿en qué sentido difieren nuestros valores como cristianos de los valores de un no-cristiano? Finalmente, ¿por qué nos preocupamos de los valores humanos? ¿No bastan los valores religiosos?
Como cristianos, tenemos tres grandes razones para estudiar los valores humanos y reflexionar sobre ellos. En primer lugar, todo cristiano es una persona humana, un miembro de la familia humana. Todo lo que es bueno para la humanidad es igualmente bueno para el cristiano. El cristianismo nos eleva, pero no cambia nuestra naturaleza.
En segundo lugar, Dios mismo se hizo uno de nosotros para revelarnos la verdad sobre la existencia humana. Jesucristo es Dios, pero es también un hombre. Si en Él conocemos a Dios, también en Él conocemos al ser humano ideal, a la persona perfecta. Los cristianos estamos profundamente interesados en la vida humana porque Dios mismo está profundamente interesado en ella. Si queremos saber en qué consiste, de verdad, «ser hombre» y qué cosas son en verdad importantes en la vida, podemos descubrirlo estudiando la vida de Cristo.
Finalmente, incluso si creemos que lo único importante como cristianos es llegar a la santidad, debemos reconocer que la santidad no es algo abstracto y desconectado de la vida ordinaria. La trama de nuestra relación con Dios está tejida con nuestras acciones más ordinarias y, por lo mismo, es preciso que la santidad se apoye en una sólida escala de valores como infraestructura esencial. Primero el hombre, después el santo. La gracia edifica sobre la naturaleza. La santidad presupone una armonía interior, un carácter bien formado y una idea clara de lo que es realmente importante en la vida.
Jesús habló con frecuencia de prioridades; su misma vida es un testimonio transparente de los verdaderos valores. El núcleo de su enseñanza sobre los valores subraya la escasa importancia del bienestar material en comparación con la vida eterna. «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt. 16,26). Todo en este mundo es pasajero: coches, vestidos, juventud, belleza, amigos, placer…, todo menos Dios. Al final de la vida lo único que queda es lo que hallamos hecho por Dios y por los hombres.
Este mismo énfasis sobre el relativo valor de los bienes temporales en comparación con los eternos se repite una y otra vez en las parábolas de Cristo. Anima a sus seguidores a tener la mirada fija en los cielos y a no empantanarse en los bajos placeres y en las riquezas fugaces que este mundo ofrece. En el evangelio de san Lucas podemos encontrar otro ejemplo más de la luminosa escala de valores que Cristo predicó: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!… Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura» (Lc. 12, 22-31).
Jesús también distingue el valor de nuestras acciones. Por ejemplo, cuando una pobre viuda deposita en la alcancía del templo dos monedas de cobre de muy poco valor, Cristo asegura a quienes le rodean que esa ofrenda vale más que las grandes cantidades depositadas por los ricos. «Porque éstos dieron de lo que les sobraba, mientras ella dio todo lo que tenía para vivir» (Mc. 12, 44). Por otra parte, recrimina fuertemente a los fariseos por haber invertido la escala de valores. Ellos lavan el plato y la taza por fuera, pero olvidan las cosas más importantes de la ley: «la justicia, la misericordia y la buena fe» (Mt. 22, 23).
Cuando le preguntaron cuál de los mandamientos era el más importante, Cristo no dudó en subrayar el amor a Dios y el amor al prójimo como la suma y la esencia de toda la ley, mucho más que cualquier sacrificio.
San Pablo, además, exhortó a los primeros miembros de la Iglesia a conservar esta escala de valores, a convertirse en «hombres nuevos», a asumir los nuevos criterios y valores del evangelio. Precisamente por estos valores se distinguirían los cristianos de los no creyentes. Escribe en una de sus cartas: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col. 3, 1-2).
Y cuando se dirige a los corintios, les ofrece un mensaje parecido: «No prestemos atención a las cosas visibles, sino sólo a las cosas invisibles, ya que las cosas visibles duran sólo por un momento y las invisibles son eternas» (2 Co. 4, 18).
El cristianismo ofrece una visión global de la existencia humana, un modo de ver y de evaluar todas las actividades y acontecimientos de la vida humana. Esta visión se basa en la verdad sobre el hombre, sobre su destino y sobre sus relaciones con Dios y con el mundo. Los valores tratan de lo que es bueno, y el camino más seguro para saber lo que es bueno para el hombre es conocer quién es el hombre. De esto hablaremos en el siguiente capítulo.