Construyendo sobre roca firme (los valores) Segunda parte: Autor: P. Thomas Williams
¿Pluralidad o pluralismo?
Juntamente con la tolerancia, la sociedad contemporánea promueve el valor del pluralismo. El pluralismo se puede entender de dos maneras. Uno es el reconocimiento objetivo de que existe la diversidad. El otro considera que se ha de buscar como ideal una creciente diversidad.
De acuerdo con el primer significado, el pluralismo es un simple reconocimiento de que la pluralidad existe y que, por tanto, se han de tomar en cuenta los diversos modos de pensar y de comportarse. Las personas que son diferentes tienen necesidades diferentes; hemos de tomar en consideración las necesidades particulares de todos y no sólo las de aquéllos que son como nosotros.
La otra forma de pluralismo parece más bien una ideología. Esta ideología sostiene que para que haya una sociedad perfecta o ideal es necesario construirla sobre la variedad más amplia posible de valores. La variedad es buena. La uniformidad es mala.
A primera vista esta postura parece plausible y los argumentos de sus expositores convincentes. Después de todo, ¿no le da la variedad «sabor» a la vida? La variedad de los valores, dirán, añade a la belleza de la sociedad lo que la diversidad de las flores añade a la belleza de un jardín o la variedad de los instrumentos a la belleza de una orquesta. Las cuatro estaciones de Vivaldi no tendría, ciertamente, la misma vivacidad ni el mismo encanto si la ejecutara el fagot en solo. La variedad de intereses y de aficiones también embellece la cultura.
Sin embargo, al pretender aplicar este principio a los valores nos topamos con dos dificultades. Ante todo, ¿la variedad es un bien absoluto? Parecería, más bien, que es buena en la medida en que complementa y perfecciona el todo. En el caso del jardín, es verdad que el añadir diversas especies de flores aumenta la belleza y la armonía del conjunto, pero sólo porque cada una de ellas es bella en sí misma.
¿Qué pasaría si dispersásemos latas de cerveza, bolsas de plástico y cáscaras de naranja en medio de las flores? La variedad aumentaría, pero se destruiría la belleza. Lo mismo ocurriría si, en el caso de nuestra orquesta, introdujésemos un silbato de policía o un martillo compresor. Estos artificios aumentarían ciertamente la variedad pero arruinarían la armonía del todo. Por eso, las piezas musicales son «variaciones de un mismo tema». Es necesario que haya un orden y que las partes individuales tengan un valor por sí mismas.
De modo similar, un valor humano completa y perfecciona nuestra naturaleza y contribuye a la armonía de la persona. La variedad es buena solamente cuando los elementos individuales que la componen son buenos.
Ningún organismo puede constituirse de pura diversidad. La unidad fortalece, la división debilita. Los padres fundadores de los Estados Unidos escogieron como lema de la incipiente nación la frase latina: E pluribus unum, cuya traducción literal es: «De todos, uno». Esta elección manifiesta claramente la diversidad de los orígenes y de las culturas del nuevo pueblo. Al mismo tiempo, podemos percibir el proceso claramente unidireccional de esta expresión: proceso no de homogeneización, sino de unificación. Muchos individuos, de muy diversos antecedentes sociológicos y culturales, se juntan para conformar una nación basada en ciertos valores comunes. Aquí no hay traza de ese moderno «multiculturismo» que quiere acentuar las diferencias. Se ve, más bien, el deseo de formar una unidad, enriquecida con la natural diversidad de sus miembros.
La fuerza de toda asociación, nación o sociedad puede medirse por la unidad fundamental de sus propósitos y de sus ideales. El conocido adagio romano «divide y vencerás», que sintetiza una estrategia militar altamente efectiva, nos da la clave para prever los posibles efectos cuando se busca deliberadamente la división interna. Como enseña la experiencia -pensemos en Bosnia y Rwanda-, el acentuar las diferencias obtiene muy pocos frutos, aparte de conflictos, odios y guerra.
La segunda falacia de esta línea de argumentación es la suposición de que toda uniformidad es mala. Yo diría, más bien, que el conformismo y el inconformismo son siempre parámetros insuficientes para actuar, mientras que la uniformidad puede ser buena o mala dependiendo de otros factores.
El conformista y el que se opone obstinadamente a todo no son contrarios, aunque lo parezcan. En realidad sólo cantan dos versiones de la misma pieza. Su mayor defecto es que asumen la conducta de los demás como criterio para sus acciones, en lugar de apelar a sus propios principios. El conformista es un imitador de la conducta ajena. El opositor obstinado observa el proceder de los demás y actúa, como por reflejo, de modo diverso. En realidad, estos dos comportamientos demuestran inseguridad y excesiva dependencia de los demás. El conformista y el opositor dejan su libertad personal en manos de la moda, de la opinión pública, de lo que es socialmente aceptable, en lugar de tomar decisiones basadas en sus propias convicciones.
La uniformidad, en cambio, resulta natural y buena si lo que todos escogen es un valor en sí mismo. Si nadie copia en el examen de biología, y Carlitos tampoco, no quiere decir que él sea un borrego o una víctima de la presión ambiental. Él es honesto porque la honestidad es un valor en sí misma. Su decisión es independiente de lo que hagan los demás.
Si todos fuésemos leales, rectos y trabajadores, tendríamos más uniformidad, y no por eso la sociedad se tornaría insípida o aburrida. La uniformidad o la «mismidad» es secundaria. Yo hago lo que creo que es bueno, independientemente de lo que hagan los demás. Si ellos hacen lo mismo que yo, bien. Si no, ¿tendré por ello que comportarme de otro modo?
¿Libertad o anarquía?
Surge incluso un problema aún mayor y de más graves consecuencias cuando se cree que los valores son puramente subjetivos. Si afirmamos que no existe ningún bien para el hombre fuera de sus deseos personales e individuales, estamos preparando el pedestal para la anarquía. La sociedad propondrá la tolerancia como principio, pero siempre habrá quién verá las cosas de otro modo.
Puesto que los valores no se pueden «imponer», el intolerante tendrá el mismo derecho a su postura como el tolerante. Y lo mismo cabe decir del antisemita, del distribuidor de droga y del asesino. Si no existen valores objetivos y absolutos que sirvan de referencia, cada uno jugará con sus propias reglas.
Alguno traerá a flor de labios la respuesta: «Sí, es verdad, pero allí es donde interviene la ley. La ley nos protege del fanatismo, preserva el bien común y mantiene el orden social». Es cierto, pero esto no resuelve el problema. Las leyes son útiles, incluso necesarias, pero ellas mismas deben apelar a valores universales como la justicia, la imparcialidad, el orden social, el bien común. La ley no es una mera convención; se apoya en valores objetivos y en los derechos humanos universales.
Podemos mover este argumento al campo lógico. Dejemos que un antilegalista pregunte a un subjetivista: «¿No tiene igual peso mi opinión que la de los demás? Tú aprecias la justicia, pero yo la aborrezco. Podrás impedirme, por la fuerza, hacer lo que yo quiera, pero no digas que lo haces en nombre de la rectitud».
Si no hay valores absolutos, la ley pierde todo su fundamento; no hay parámetros para evaluar los actos de los políticos, de los criminales, de los dictadores; ni siquiera para evaluar las mismas leyes particulares. La ley no será más que un valor arbitrario más, respaldado por la fuerza. Siempre ha sido verdad que quien está en el poder puede realizar su voluntad y dominar a quien no esté de acuerdo con él. Pero éste es el código de los salvajes. Pensemos en las atrocidades cometidas en Francia después de la Revolución, bajo el reinado del terror. Robespierre presumía de encarnar la volonté générale («voluntad general») y amparado en este título no vaciló en masacrar a sus opositores.
Un grupo de personas o una ley pueden estar equivocados lo mismo que un individuo. Una determinada sociedad puede votar a favor de la esclavitud o del aborto o del exterminio de una parte de su población -Hitler fue elegido democráticamente-, pero la legalidad no garantiza la legitimidad moral o el valor de estas acciones. Cuando se cree que el derecho no es más que el capricho de cada hombre, es lógico que impere la ley del más fuerte. Por eso, para que la ley pueda de verdad promover el bien común, tiene que apoyarse sobre el fundamento sólido de valores objetivos.
Como observa Juan Pablo II con perspicacia en su encíclica Veritatis Splendor: «Si no hay una verdad fundamental que guíe y dirija la actividad política, las ideas y las convicciones podrán ser manipuladas por razones de poder. Como lo demuestra la historia, una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo, declarado o encubierto».
Valores Humanos
Dejando claro que los valores son esencialmente objetivos y subjetivos, podemos ahora enfocar nuestra atención en los valores humanos y, más adelante, en los diferentes tipos y niveles de valores. ¿Qué es un valor humano? Los valores humanos son aquellos bienes universales que pertenecen a nuestra naturaleza como personas y que, en cierto sentido, nos «humanizan» porque mejoran nuestra condición de personas y perfeccionan nuestra naturaleza humana.
La libertad nos capacita para ennoblecer nuestra existencia, pero también nos pone en peligro de empobrecerla. Las demás creaturas no acceden a este disyuntiva. Un gato callejero no podrá ser algo más que un gato común y corriente; siempre se comportará de modo felino y no será culpado o alabado por ello. Nosotros, en cambio, si prestamos oídos a nuestros instintos e inclinaciones más bajas, podemos actuar como bestias. De este modo nos deshumanizamos. Boecio, el filósofo y cortesano del siglo V, escribió: «El hombre sobresale del resto de la creación en la medida en que él mismo reconoce su propia naturaleza, y cuando lo olvida, se hunde más abajo que las bestias. Para otros seres vivientes, ignorar lo que son es natural; para el hombre es un defecto».
Si no descubrimos lo que somos, tampoco descubriremos los valores que nos convienen. Cuanto mejor percibamos nuestra naturaleza, tanto más fácilmente percibiremos los valores que le pertenecen.
Alimentación y naturaleza
Hay una diferencia entre los valores humanos en general y nuestros propios valores personales. El concepto de valores humanos abarca todas aquellas cosas que son buenas para nosotros como seres humanos y que nos mejoran como tales. Los valores personales son aquellos que hemos asimilado en nuestra vida y que nos motivan en nuestras decisiones cotidianas.
Podríamos comparar la diferencia entre los valores humanos en general y los valores personales con la diferencia que hay entre ciertas comidas y su respectivo valor nutricional para el cuerpo humano. La nutrición es para el cuerpo lo que los valores son para la persona humana.
El cuerpo humano tiene sus requerimientos: algunos alimentos son muy nutritivos; otros complementan la alimentación; otros son al menos tolerables en pequeñas cantidades. Todos necesitamos una alimentación balanceada en vitaminas, fibra, minerales y proteínas para mantener una buena salud. Algo parecido sucede con los valores humanos: nos nutren, nos benefician como seres humanos en diversa medida. Así tenemos toda una gama de valores culturales, intelectuales y estéticos que promueven nuestro desarrollo humano y enriquecen nuestra personalidad.
Cuando se habla de la nutrición corporal hay espacio para las preferencias personales. Entre comer coliflor, chícharos o judías verdes, cada uno puede escoger a su gusto; el número de calorías apenas varía. Nuestro organismo asimilará estos alimentos y se nutrirá más o menos igual. Se insiste, más bien, en que la dieta sea balanceada. El organismo cubre sus necesidades y se mantiene en forma en la medida en que el alimento es sano y la dieta equilibrada.
En la esfera de los valores humanos se requiere también un equilibrio y que cada uno de los valores, tomado individualmente, sea «saludable». Así como ciertos alimentos son esenciales y otros sólo sirven para adornar algún platillo, así también los valores tienen una jerarquía, según favorezcan más o menos nuestro desarrollo humano. Una porción discreta de pastel de zanahoria con helado de vainilla es un excelente postre para una comida familiar, pero no se nos ocurriría comer pastel y helado tres veces al día y terminar con una discreta porción de carne con papas. Nuestro organismo no lo soportaría (nuestra línea tampoco). Los valores humanos también pueden ordenarse y clasificarse de acuerdo con los beneficios que nos proporcionan. Algunos son esenciales; otros son más periféricos.