CAMPAÑA DE PASTORAL SOCIAL
C L A S E 2
EL SENTIDO TEOLOGICO DE LA PASTORAL SOCIAL
DEUS CARITAS EST: 7,9,11,12
El Objetivo es:
Experimentar el amor infinito de Dios que se nos manifiesta en muchas situaciones
de nuestra vida: en la creación, en nuestra misma existencia, en el misterio de la
persona de Cristo: Encarnación, ministerio público, pero principalmente en el misterio
pascual de su pasión, muerte y resurrección.
7.- En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas. En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. «Dentro [del tabernáculo] se extasía en la contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los afligidos.
En este párrafo, el Papa nos habla de la contemplación. Vamos a reflexionar brevemente qué quiere decir contemplación y cuál es su utilidad.
Contemplación es el sendero que conduce a la experiencia de lo divino. Es la búsqueda en nuestro interior de Dios que habita en nosotros: somos templos del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 3, 16). Entra, dice Santa Teresa, porque tienes al Emperador del cielo y de la tierra en tu casa… no ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí… Llámase recogimiento porque recoge el alma todas las potencias (voluntad, entendimiento, memoria) y se entra dentro de sí con su Dios”.
La contemplación, según Santo Tomás, es una anticipación de la Visión Beatífica: Es vivir de manera incompleta y sólo por un instante lo que Dios vive eternamente.
A menudo, la oración silenciosa y solitaria, o contemplación, es lugar y espacio de pasión, de muerte y resurrección. La resurrección vivida en una concreta “visita” del Señor que hace experimentar el gozo y el anticipo de la unión con Dios. Hace vivir la oración como una añoranza que aumenta cada vez que se ha gustado algo de la Presencia, de la Palabra. Ser contemplativo es saberse siempre en compañía del Amado, del Señor; es a la vez experimentar el creciente deseo de esta compañía, disfrutarla, profundizarla, dejarse llenar por ella. Y esto lleva consigo el deseo de la soledad.
La contemplación es, en cierto sentido, ignorancia, porque sólo quiere saber una cosa: “Cristo, y éste Crucificado “. Pero esto entendido como último contenido de todo otro saber, penetrando todo saber hasta llegar a ese núcleo que es Cristo Crucificado y Resucitado. El objeto, propiamente de la contemplación es la Santísima Trinidad: Padre, Verbo Encarnado y Espíritu del Padre y del Verbo.
Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más te busco.
Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo no se sacia,
porque siempre queda hambrienta de tí, deseando verte con luz en tu luz…
En esta luz te conozco y te presentas a mí, tú, infinito, bien más excelso que cualquier otro;
bien feliz incomprensible e inestimable.
Eres belleza sobre toda belleza. Sabiduría sobre toda sabiduría
(Sta. Catalina de Siena).
La novedad de la fe bíblica
9. Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y es contradictoria en sí misma. En el camino de la fe bíblica, por el contrario, resulta cada vez más claro y unívoco lo que se resume en las palabras de la oración fundamental de Israel, la Shema: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos los hombres. En esta puntualización hay dos elementos singulares: que realmente todos los otros dioses no son Dios y que toda la realidad en la que vivimos se remite a Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una creación existe también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha «hecho». Y así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad.
Qué importante esta verdad que nos recuerda el Papa: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno (Dt 6, 4); es decir, no hay otro: no hay dios vientre, no hay dios dinero, no hay dios sexo, no hay dios Baco, no hay dios alcohol, … todos los otros dioses no son Dios. Con que claridad nos lo recuerda el Sal 115[113B]:
Nuestro Dios está en los cielos,
todo cuanto le place lo realiza.
Plata y oro son sus ídolos,
obra de mano de hombre.
Tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
tienen oídos y no oyen,
tienen naríz y no huelen.
Tienen manos y no palpan,
tienen pies y no caminan,
ni un solo susurro en su garganta.
Como ellos serán los que los hacen,
cuantos en ellos ponen su confianza (vv. 3-8).
También se puede reflexionar a este respecto, el pasaje de 1 Re 18,20-40 en el que la Sagrada Escritura nos narra el duelo del profeta Elías contra los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal.
Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Este amor de Dios se manifiesta en la Creación. ¡Qué bien lo comprendió san Francisco de Asís cuando compuso el Cántico del hermano sol! Estaba Francisco ya muy enfermo y casi ciego. Había pasado una noche de insomnio y de fuertes dolores. Pero al amanecer se incorporó en la cama, pidió a Fray León que le trajera dos palos que ahí estaban y, con la alegría de un niño, se puso a frotarlos como quien pulsa un violín y comenzó a cantar su canción:
Loado seas por toda tu creación, mi Señor.
Y en especial loado por nuestro hermano el Sol,
que alumbra y abre el día y es bello en su esplendor,
y lleva por los cielos noticias de tu Amor.
Servidle con ternura y humilde corazón,
agradeced sus dones, cantad su gran amor.
Las criaturas todas: ¡Load a mi Señor!
En cuanto Francisco terminó de cantar, hizo aprender su canción a Fray León y a Fray Pacífico y luego les dijo: Quiero que mis hermanos sean trovadores de Dios. Que vayan por el mundo cantando al Todopoderoso por el amor que nos tiene y que así llenen de alegría el corazón de los hombres, y de esperanza a los más humildes.
Este amor de Dios también se manifiesta en tu existencia. Tú mismo eres la obra más prodigiosa del amor de Dios: Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras (Sal 139,14). También conviene traer a la memoria, en este punto, lo que nos dice el libro de la Sabiduría: Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho… Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida (Sab 11,24.26).
Las dos manifestaciones anteriores del amor de Dios hacia nosotros no tienen comparación con el nuevo destino que Dios quiso darnos y que lo descubrimos a través de la Historia de la Salvación, que también llamamos la nueva creación, y que san Juan lo resume diciendo: Vean qué amor tan singular nos ha tenido el Padre, ya que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que ahora lo somos en verdad. Y sabemos que cuando se manifieste su gloria lo veremos tal cual es y seremos semejantes a Èl (1 Jn 3,1).
Este amor de Dios es gratuito e incondicional. Estamos acostumbrados a que nos amen si cumplimos lo que se espera de nosotros, cuando “somos buenos”. Pero el amor de Dios es completamente distinto. No te ama porque tú eres bueno, sino porque Él es bueno. No te ama porque mereces su amor, sino porque “Él es amor”. El hecho de que tú te hayas apartado de Dios, no significa que Dios se aparte de tí. Tú puedes serle infiel a Dios, pero Él jamás podría serte infiel. Así lo afirma Dios mismo: Podrán correrse los montes o alejarse las colinas, pero mi amor no se apartará de tí (Is 49,14).
El amor de Dios es misericordioso. Dios te acepta tal como eres: con tus defectos, tus caídas, tus malas tendencias, tus luchas, tus triunfos a medias, tus muchos fracasos. Nada le importa tu historia pasada si hoy has decidido a volver a la casa paterna: Como un padre se compadece de sus hijos, así se apiada el Señor de nosotros. Porque sabe de qué barro estamos hechos y se acuerda de que no somos más que polvo (Sal 103,11). Nunca comprenderemos el amor misericordioso de Dios, aunque este amor sea para nosotros. Lo único que nos pide es que nos dejemos amar, que aceptemos su amor. Solo necesitamos reconocer nuestra pobreza y tender hacia Él la mano en busca de ayuda. A Él no le interesa si eres católico o protestante, budista o comunista. Nada importa si eres homosexual, alcohólico o drogadicto; Dios te ama igualmente. Nada importa si eres prostituta, delincuente, divorciado, perseguido por la ley: para el amor de Dios no existen barreras. La misericordia de Dios es siempre más grande que nuestros pecados (Rom 5,20).
El amor de Dios es personal. Se nos hace difícil comprender que Dios nos pueda amar a cada uno individualmente: ¡somos tantos miles de millones! Dios no es limitado ni en su conocimiento ni en su amor:
Dios mío, tú me conoces y sabes de mí.
Sabes cuándo me siento y cuándo me levanto.
Escrutas mi pensamiento hasta el fondo.
Te son familiares todos mis caminos.
¿A dónde podría huir de tu mirada?
¿A dónde escaparía de tu presencia?
Si subiera a los cielos allí estás tú.
Si me agasapo en el abismo, allí te encuentras. (Sal 139)
En conclusión. Dios es el Padre de todos y el amigo de cada uno. Su amor reúne todos los matices de los amores humanos y los supera infinitamente. Experimentar el amor que Dios nos tiene constituye la felicidad del cielo. Allí nos inundará ese torrente del amor divino. Su amor y nuestro amor serán la luz y el fuego de la felicidad eterna.
11.- Otra de las novedades de la fe bíblica es la imagen y semejanza del hombre con Dios (cfr. Gen 1,26). ¡Qué gran misterio encierra esta verdad revelada: Nuestra verdad de criaturas! Una nada rodeada por Dios. A esta nada lo que le corresponde evidentemente es la nada. Pero la infinita generosidad divina, que nos llama al ser, hace más que rodearnos. Nos invade por todas partes, nos colma de dones de naturaleza y de gracia. Nuestra nada recibe un valor extraordinario:
Lo coronaste de gloria y de esplendor;
le hiciste señor de las obras de tus manos,
todo fue puesto por ti bajo sus pies (Sal 8,6-7).
¡Es maravilloso ser criatura! Es ser objeto del pensamiento y de la voluntad amorosa de Dios. ¡Ser suscitado por el Todopoderoso, nacer en la mañana eterna!
Dios crea para su gloria. ¿Qué significa esto? Que fuimos creados en Jesucristo (cfr. Ef 2,10; Col 1,16), destinados a la intimidad de su amor y, en ella, con los ángeles, a una misión eterna, en una tierra nueva, bajo cielos nuevos (cfr Ap 11,1). San Ireneo dice que la gloria de Dios es el hombre. Los cielos cantan la gloria de Dios (Sal 19,1), son en realidad, más que el firmamento de estrellas, el corazón y el alma de los hombres.
Jesucristo, el amor de Dios encarnado
12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.
La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical.
La narración que hace Lucas de Getsemaní guarda una especial capacidad para adentrarnos en cómo el misterio de Getsemaní manifiesta y confirma el misterio de la Trinidad, revelado gradualmente desde el comienzo del ministerio de Jesús. El Padre, con la misión del Espíritu Santo durante el bautismo en el Jordán, anuncia al mundo que Jesús de Nazaret es su Hijo amadísimo, en quien tiene puestas todas sus complacencias, su amor y, por tanto, su esencia (cfr. Mt 3,17; 17,5). Misterio del que Jesús hablará a los discípulos de muchas maneras: les manifestó con toda claridad que Él es una misma cosa con el Padre (cfr. Jn 10,30), y que les convenía que Él se fuera para que pudiera enviarles el Consolador (cfr. Jn 16,7). El Padre y, con Él, el Espíritu Santo muestran la imponente riqueza del amor infinito que los une con la agonía de Cristo en el huerto.
Aunque tropecemos con la dificultad de penetrar a fondo en el misterio de Getsemaní, se vislumbra su contenido a través de una realidad muy humana: las personas que se aman en la tierra acrisolan su unión cuando surge en el horizonte una pena profunda y lacerante. Frecuentemente, en esa prueba, se siente con vigor la importancia de sostener al amado que padece, y cristaliza así un amor más recio. Acuden entonces a la memoria, también, los momentos más felices de la propia unión, que fortifican la necesidad de afrontar en común las congojas.
La Trinidad quiso el dolor de valor infinito de Jesús Hombre para conseguir que se cancelara la tremenda ingratitud del pecado nuestro. La Trinidad Santísima nos invita así a que nos adentremos en esa realidad del cielo, bajada a la tierra para nosotros, porque en ese tiempo dramático se mantuvo con intensidad inefable el diálogo con que eternamente se aman el Padre y el Hijo.
Jesús hace su oración en el huerto, según san Lucas, de rodillas (cfr. Lc 22,41). Plegaria que, según san Mateo y san Marcos, Jesús repetía perseverantemente. Fue en medio de esta oración filial y doliente cuando nos relata san Lucas que se le apareció un ángel del cielo que le confortaba (Lc 22,43). Un ángel que bajó del cielo y acude al Huerto de los Olivos. Es entonces cuando, según san Mateo, parece que el Padre ha “escuchado” a su Hijo amadísimo y le confirma que el camino de la Redención de los hombres es el “cáliz”: beber ese cáliz tan amargo, entrar de lleno en la “hora” de la tentación para superarla y vencerla. El amor del Padre se manifiesta en escuchar al Hijo, y en enviarle al ángel que le da fuerzas.
Aquel ángel del cielo debió descubrir en Getsemaní un insospechado horizonte de cómo la Santísima Trinidad ama a sus criaturas. Al ser testigo de tan preciosa entrega de su Creador, resonaría en su inteligencia el clamor angélico: ¿Quién como Dios? Tan indescriptible se reveló el amor infinito de Dios, que el ángel, que bajó para fortalecer y consolar, tornó al cielo asombrado de la fuerza con que el Redentor amaba al Padre y a la humanidad. ¡Qué bondad la del cielo con nosotros!
Ahora hablemos un poco de la entrega que el Padre nos hace de su Hijo. ¿Dónde se puede manifestar con mayor claridad el Padre y su Paternidad? Sin duda ninguna en aquella situación de la vida del Hijo en la que se realiza con más radicalidad la relación paterna: en su engendramiento. Sin embargo, la teología va dando cuenta de que la imagen del Padre se muestra con mayor claridad en su muerte y resurrección.
Desde la cruz se hace luz sobre el Padre. El Padre había enviado a su Hijo para salvar a los hombres, para hacerles hijos (Gal 4,4-7), para reconciliarlos (2 Cor 5,18-22), para borrar los pecados (Rom 5,8), ser comprados (1 Pe 1,18). Pero tenía que hacerlo conforme a su ser divino, conforme a su esencia divina: el amor. El Padre da para la salvación de los hombres aquello que le es lo más amado para Él: su Hijo. El camino que realiza el Padre es un camino en el que se manifestaba el sufrimiento del Hijo: dar la vida (Mc 10,45), hacer al Hijo pecado (2 Cor 5,21), hacerle maldición (Gal 3,13), entregar al Hijo (Rom 8,32). Es una afirmación constante de todos los Evangelios que el Padre está presente en la muerte del Hijo. No se trata, ciertamente, de un accidente político. No se trata tampoco de negar las causas humanas que participaron en la muerte de Jesús. Pero hay causas más profundas que deben ser tenidas en cuenta: “… miradas así las cosas solo desde la tierra, quienes hacen morir a Jesús son los hombres pecadores. Pero si las miramos teológicamente, desde la perspectiva de Dios, es el mismo Dios, el Padre, quien entrega a Jesús a la muerte; o bien es el mismo Jesús quien se entrega en obediencia al Padre” (cfr Sal 40,8; Heb 10,5-7).
La entrega a la muerte del Hijo por todos los hombres ha sido vista como el amor infinito del Padre. Aunque “un tal amor fuera doloroso: el más grande sufrimiento del Padre era enviar a su Hijo a la pasión y a la muerte”. ¿No podía el Padre haber realizado su plan salvador de otro modo? ¿Era necesaria la muerte de un justo, para que se manifestara el inmenso amor de Dios por los hombres? En la contemplación del Crucificado distinguimos al amor que se sacrifica totalmente por nosotros. En el rostro doloroso del Salvador debemos descubrir el rostro doloroso del Padre. El sufrimiento humano de Jesús nos hace entrar en el misterio del sufrimiento divino del Padre: Yo y el Padre somos una misma cosa (Jn 10,30).
Comentarios: pef@alestra.net.mx
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