La máxima revelación del amor de Dios es el envío de Jesús
A tanto ha llegado el amor de Dios a los hombres que no a perdonado a su propio y amado Hijo sino que lo ha entregado por nosotros, para nuestra salvación: “Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito” (Juan 3, 14). “El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios mandó al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4, 9-10).
Jesús manifiesta su propio amor a los hombres al entregarse a la muerte por ellos, pues nadie tiene más amor que el que da su vida por sus amigos (Juan 5, 13; 13, 1); amor que se identifica en un solo movimiento con el amor mismo del Padre (Juan 17, 23-26; 15, 9), y que llega a la maravilla de crear una especie de interpenetración mutua entre Jesús y sus amigos, a quienes se entrega como alimento (Juan 6), y con quienes forma una unidad íntima e inseparable (Juan 17).
Las exigencias de la nueva alianza son más profundas, que las de la antigua (Mateo 5, 28); la ley se halla ahora escrita dentro del corazón. Esta escritura en el corazón lleva al hombre al conocimiento de Dios, que es al propio tiempo entrega (Juan 14, 16-17; 16, 13-15), le inserta en la vida divina. La ley cristiana es el mismo amor de Dios, su mismo Espíritu derramado en el corazón del creyente. El Espíritu es la luz que ilumina, atracción que sugiere, fuego que vivifica, aliento que estimula, cariño que espolea.
Decir que el espíritu es la ley cristiana y que está en su esencia es el amor, quiere decir haber simplificado las prescripciones de la ley: toda la ley se reduce al amor, es decir toda la exigencia que el amor de Dios manifestado en Cristo pone en nuestros corazones es una exigencia de respuesta al amor con el amor, la única que se adecua. Este amor se dirige en primer lugar a Dios mismo, en su trinidad de persona: amor al Padre, por el Hijo, en el Espíritu.
Jesús de Nazaret les revela el misterio del hombre, de este ser con ansias de absoluto y limitado, Jesús actúa, en sus relaciones con los hombres, con una libertad que escandaliza. El evangelio subraya el aprecio e interés de Jesús por los niños, a quienes bendice y acaricia (Marcos 10, 13-16). Se deja servir por algunas mujeres (Lucas 8, 1-13), y entabla diálogo con ellas, con sorpresa de sus mismos discípulos (Juan 4, 1-27). No rehuye el contacto con los gentiles (Marcos 7, 25-30), ni con los odiados samaritanos (Juan 4). Come con los publicanos (Lucas 15, 1-10), y atiende hasta los militares romanos, símbolo de la opresión de su propio pueblo (Mateo 8, 5-13).
No puede disimular que sus preferencias van hacia los pobres y necesitados, tampoco rechaza las invitaciones que le vienen de parte de los ricos e influyentes (Marcos 2, 13-18; Lucas 7, 36-50; 19, 1-10). Entre todos los hombres, son los pecadores los que más atraen la atención de Jesús, aunque se traten de pecadores publicanos aunque con ello se atraiga el recelo y la murmuración de parte de los piadosos del tiempo (Marcos 2, 12-17; Lucas 7, 36-50), como si para Él fuesen ellos la parte más oprimida de la humanidad y por tanto la más necesitada de salvación (Mateo 9, 12; Lucas 5, 31).
Sentido revelador de estos hechos
Jesús conoce y reafirma la superioridad del hombre sobre los seres que lo rodean (Mateo 10, 29-31). Es más importante que los bienes materiales (Lucas 12, 16-21), se halla sobre las prescripciones de la ley, ya que estas están a su servicio (Marcos 2, 23-28; 7, 1-23).
La conducta de Jesús para con los hombres de su tiempo indica y revela la igualdad radical de los hombres entre sí. La conducta de Jesús, en efecto, rompe y supera todas las barreras que se habían establecido entre ellos, incluso dentro del pueblo de Dios.
Caen las barreras económicas: si se quiere, en sentido preferencial para los pobres y necesitados, pero esta preferencia de Jesús no significa, repulsa o menosprecio de los demás, o anuncio de la salvación para una sola clase. Todos los hombres necesitan ser salvados. Los pobres están más cerca de la salvación. Los ricos están más necesitados de ella.
Caen las barreras sociales: la mujer posee la misma dignidad que el varón, el niño la misma que el adulto. No hay sexo ni edad privilegiada para la entrada o pertenencia al reino de Dios, existen actitudes privilegiadas y estas son las que se manifiestan en los niños.
Caen sobre todo las barreras religiosas: los paganos son objeto de la salvación lo mismo que los judíos, los pecadores tanto como los justos. Los únicos que están en peligro de perdición son quienes se creen ya así mismos salvados, por su falta de apertura y aceptación del salvador y de la salvación. Todo hombre, cualquiera que sea su condición o su posición es digno del amor de Dios y la compasión de Jesús.
El pecado es realidad ineludible en la vida de los hombres
“El que de ustedes esté sin pecado arroje la primera piedra. Ellos que lo oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los ancianos” (Juan 8, 7-9). Las opresiones que los hombres sienten sobre sí se reducen a esta: “en verdad, en verdad les digo que todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Juan 8, 34). Jesús ha venido para librar a los hombres de esta opresión. “Sí, pues, el Hijo los libera, serán verdaderamente libres” (Juan 8, 36). Liberados los hombres por el Hijo sin pecado de esta opresión, ya las demás opresiones han sido en germen superadas: “Vengan a mí todos los que están fatigados y cargados que los aliviaré” (Mateo 11, 28).
El hombre, además de su relación con Dios, vive por naturaleza una múltiple relación con los demás hombres. Nuevo fundamento de la relación mutua es el ser todos Hijos de un mismo Padre (Mateo 5, 21-26; 12, 50; 23, 8).
Esta fraternidad no se refiere sólo a los miembros de una nación o de una raza, sino que se extiende a todos los hombres (Lucas 8, 21; Mateo 5, 47). La realidad de esta relación debe traducirse en una conducta para con ellos, exige perdonarles, aún cuando se trate de enemigos y sus ofensas sean repetidas (Mateo 5, 43-48; Lucas 6, 27-36; Mateo 6, 14-15; Marcos 11, 20-26); respetar la interioridad de sus intenciones sin juzgarlos (Lucas 6, 37-42); ayudarles y servirles, sobre todo amarlos, como uno se ama así mismo (Mateo 5, 43-48; 7, 12; Lucas 6, 43-46).
Este amor a los hombres es tan importante que es el signo visible del amor a Dios, y tan exigente que Él decidirá del destino futuro y definitivo de los hombres. Ningún hombre puede ya alegar indiferencia por sus hermanos, como lo hiciera Caín (Génesis 4,9), antes al contrario todos son responsables de ellos, deben evitar todo lo que puede hacerles tropezar en su camino hacia Dios (Marcos 9, 41-50; Mateo 18, 6-9), deben, con sus buenas obras llevarles a dar gloria a Dios (Mateo 5, 13-16).
Todos los hombres se unen en una misma familia que tiene por Padre a Dios, familia abierta a todos sin distinción. La fuerza que los unifica es la del amor, la única que puede romper todas las innumerables barreras que separan a los hombres.
Para Jesús de Nazaret, el hombre es un ser para la vida:
“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10), una vida imperecedera y definitiva “Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Juan 3, 16; 3, 15). “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti solo Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Juan 17, 3). El destino del hombre es, según esto, el descanso amoroso en el corazón de Dios.
Signo de este destino humano son las resurrecciones que Jesús realiza durante su vida. Y garantía última del mismo en su propia resurrección de entre los muertos: “¿Porqué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, a resucitado” (Lucas 24, 5-6). La afirmación cristiana de la resurrección de los muertos será explicitada por Pablo en estos términos: “Pues si de Cristo se predica que resucitó de entre los muertos ¿Cómo es que entre nosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? … Si Cristo no resucito vana es nuestra predicación, vana nuestra fe… Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres. Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque como de un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos” …(1 Corintios 15, 12-22).
No obstante, Jesús de Nazaret lucha contra todos los males que afligen a la humanidad y precisamente porque todos ellos son signo del dominio del pecado en ella y porque la salvación que Él trae, visible y de orden religioso se hace visible y palpable para los hombres en la liberación de esos males que les oprimen: “Vayan y comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados” (Lucas 7, 21-22). “Si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios a llegado a ustedes” (Lucas 11, 20).
Con esto Jesús no suprime el dolor del mundo. El discípulo de Cristo deberá pasar por múltiples sufrimientos y por la misma muerte. Pero esos sufrimientos y esa muerte ya tienen un sentido en cuanto afianzan la comunión con dios, y son condición y paso necesario para el encuentro definitivo con Él.
Bibliografía
Rubio Luis, El Misterio de Cristo en la Historia de la Salvación, Sígueme, Salamanca 1991
Denzinger Enrique, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1963.
Ramírez Ayala Manuel, Dios Revelado por Jesucristo, U.P.M., México, 1994.