Dentro del protestantismo se pueden señalar las renovaciones asociadas al pietismo y al metodismo como intentos de renovar el fervor de los cristianos dentro de las comunidades que surgieron en la época de la Reforma.
El concilio Vaticano II marca una nueva época en la autocomprensión católica a propósito del tema de la reforma. El mismo concilio era fruto de la reforma litúrgica y de la renovación de los estudios patrísticos y bíblicos.
Además, el concilio adoptó una nueva posición frente al mundo: no había que condenar simplemente al mundo, sino verlo más bien como un interlocutor de la Iglesia, del que la Iglesia tenía también algo que aprender. Aggiornamento fue la palabra que se usó para describir este nuevo tipo de reforma.
Esto significa que la Iglesia tenía que cambiar a la luz de los signos de los tiempos. El concilio Vaticano II dio comienzo a una serie de reformas, como las relativas a la liturgia, al episcopado, a la Iglesia local, a los estudios de teología, a las diversas estructuras eclesiales y al derecho canónico, que tuvieron una amplia influencia en la renovación de la vida eclesial. El concilio habla directamente de reforma de la Iglesia en numerosos lugares, prefiriendo normalmente usar la palabra «renovación” más bien que la de «reforma».
En primer lugar, encuadra la reforma en el contexto de la vocación universal a la santidad en la Iglesia (LG 39-42). Refiriéndose al famoso pasaje de san Agustín, los obispos escriben: «y puesto que todos cometemos fallos en muchas cosas (cf. Sant 3,2), tenemos continuamente necesidad de la misericordia de Dios y debemos rezar todos los días: “Perdona nuestras ofensas” (Mt 6,12″) (LG 8, 9, 15, 48).
El Decreto sobre el ecumenismo se ocupa de manera particular de la cuestión de la reforma. Reconoce ante todo que también los católicos son parcialmente responsables de las divisiones entre los cristianos y prosigue subrayando la importancia de la renovación y de la conversión del corazón como aspectos necesarios para restablecer la unidad (UR 4,6-7). El concilio afronta también directamente el principio protestante de la reforma: «Cristo llama a la Iglesia peregrinante a una perenne reforma que necesita siempre por lo que tiene de institución humana y terrena, para que a su tiempo se restaure recta y debidamente todo aquello que, por diversas circunstancias, se hubiese guardado menos cuidadosamente, en las costumbres, en la disciplina eclesiástica o en el modo de presentar la doctrina, que se debe distinguir cuidadosamente del depósito mismo de la fe” (UR 6).
De esta manera la Iglesia católica acepta en líneas generales los elementos fundamentales del principio protestante, es decir, que ninguna realidad puramente humana puede recibir el lugar que corresponde a Dios y que la Iglesia está necesitada de una continua reforma. Aparece una diferencia significativa en la insistencia católica sobre la santidad de la Iglesia, tal como la profesa el concilio de Nicea, y sobre la fe en que algunos elementos de la vida eclesial han sido establecidos por Dios mismo (iure divino) y no están sujetos por tanto a alteración alguna en sus aspectos esenciales, Yves Congar ha afirmado que una verdadera reforma de la Iglesia debe tender con paciencia y con amor hacia aquella renovación positiva que respete siempre aquello que ha sido establecido por Dios por encima de todo.
W Henn
Bibl.: Y Congar. Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, Institutos dé estudios políticos, Madrid 1973; A. Laurentin, La apuesta del concilio, Madrid 1963; j A, Estrada, La Iglesia: identidad y cambio, Cristiandad, Madrid 1985; P Oamboriena, Fe católica e iglesias y sectas de la Reforma, Razón y Fe, Madrid 1961.