¿Y qué hace Jesús ante esta contradicción viviente? Primero pensemos un momento en el modo como hubiéramos reaccionado nosotros ante una situación semejante: situaciones dramáticas de personas afligidas por una enfermedad incurable y que por eso tienen la mente oprimida y siguen hablando de su mal; o también situaciones de familias desbaratadas, de sicologías enfermas que no logran salir de ciertos dramas, de ciertos vicios. O también situaciones exteriores de gente que no tiene trabajo, que no puede encontrarlo, en fin situaciones que en parte se pueden evitar, pero que en parte tal vez no se logran evitar; y, entonces, ¿cómo reaccionar verdaderamente?
A veces tomamos el camino de reducir los hechos, de no aceptar todo ese peso de mal que la persona ve, de recortárselo un poco para que sea casi más soportable; o se toma el camino del estímulo: ánimo, le estaremos cerca, rezaremos, y nosotros mismos sentimos la insuficiencia de lo que decimos; a veces, no sabiendo qué más hacer, buscamos el camino de la compasión, haciendo ver que tratamos de estarle cerca, con comprensión. Son varias formas con las cuales hubiéramos podido ayudar a los dos discípulos de Emaús.
Pero creo que ninguna de nuestras respuestas tendría el coraje de ser la de Jesús, que es la única respuesta verdaderamente kerygma, palabra de salvación que, como verdad, viene de Dios.
El kerygma completo
¿Cómo viene esta palabra de salvación, verdaderamente nueva, inesperada, increíble, sencillísima, perfectamente adaptada a la situación porque la afronta plenamente desde el interior? Es precisamente la respuesta que quisiéramos tener en las situaciones que describí anteriormente, para poder romper el mal en su estructura. Jesús responde en tres tiempos.
El primer tiempo es el ataque, la advertencia viólenta: “Oh necios y tardos de corazón para creerlo que dijeron los profetas!”. Es como un puño en el estómago que seguramente hizo saltar a aquella gente: ¿cómo, este hombre que hasta ahora había sido tan pacífico, amable, humilde, ahora se vuelve tan agresivo? Pero cuando una persona llega a esta distorsión respecto del kerygma, a este total vuelco e incomprensión de los valores del Reino, es necesario sacudirla, volverla a las realidades esenciales del hombre, tocándola en su inteligencia y responsabilidad. En efecto, no hay nada más humillante que sentirse decir: no fuiste inteligente, ni responsable. Jesús hace ver cómo el estado de amargura, de confusión religiosa -porque estamos en el campo religioso—, aun desde el punto de vista de la doctrina a la que ellos habían llegado, requiere un cambio total. “Necios y tardos de corazón”, creen haber estado en quién sabe qué escuela de Jesús y no han aprendido nada! Ninguno de sus ejercicios les ha servido para nada.
En el segundo tiempo les da un anuncio bíblico de la historia de salvación: “¿No era necesario que Cristo sufriera todo eso, para entrar en su gloria?”. Es una llave interpretativa que Jesús lanza sobre todos esos acontecimientos: los acontecimientos siguen siendo los mismos, pero la llave interpretativa es tal que invierte el sentido.
En el fondo, ¿cuál era el gran problema de estos hombres? El de todos nosotros cuando nos encontramos frente a situaciones de este tipo, que se han desarrollado según lo que creemos la degradación constante de los valores hasta el asesinato del Justo. Nosotros decimos: “Pero entonces, ¿dónde está Dios? ¿Por qué no se deja ver? Si éste era un hombre de Dios, por qué no lo ayudó Dios? ¿en dónde está la justiciam en dónde el poder divino?”. Es la vastedad del drama en la que entra el evangelizador, cuando ciertas realidades se desarrollan fuera de los esquemas previstos. Es el trabajo que debemos realizar cada vez que vivimos situaciones nuevas, imprevistas, diversas; cuando las previsiones, las expectativas, los esquemas resultan vanos o superados por los hechos, y hay que recomenzar a entender cuál es y en dónde está la voluntad de Dios. El grito del Salmista: “por qué te escondes, Señor”: “por qué no te dejas ver”, nace de esta angustiosa petición de comprender por qué las cosas resultan así, y la justicia parece pisoteada, la verdad evangélica carente de fuerza, y concretamente triunfa el no sentido, triunfa en la vida lo absurdo, el escepticismo, el sentido de la derrota.
La de Jesús es la única respuesta a la experiencia que estamos viviendo, es la llave interpretativa que nos llama al designio divino providencial: Dios tiene en mano todas las cosas y estaba en su plan que las cosas salieran así; todo sucedió según el plan de salvación que Jesús comienza amablemente a explicar. Ustedes conocían este plan de salvación, estaba en la Escritura. Sabían las pruebas de muerte que tuvo que soportar Abraham, y cómo el pueblo al pasar el Mar Rojo creía quedar sumergido y muerto; conocían los sufrimientos por los que pasaron Moisés y nuestros padres antes de entrar en la Tierra prometida, y cómo, por medio de estos momentos de oscuridad, Dios formó a su pueblo. Pero no han entendido, porque ustedes no tienen la inteligencia de la Escritura y por eso los acontecimientos los han perturbado. En cambio la inteligencia teológica amplía la mirada y lleva a acoger la unidad del misterio de Dios sobre la vida del hombre y del mundo.}
Jesús, pues, se hace evangelizador y didáskalos, maestro: pone en acción todas sus cualidades de exé-geta de la Escritura, de catequista y, por tanto, realiza la obra de aclaración que necesitaban los dos discípulos.
Pero por el episodio sabemos que todavía no es todo. En efecto, cuando los discípulos cambiaron, se volvieron nuevamente capaces de amistad —antes es-laban discutiendo entre sí, litigando, ahora se han reconciliado y de acuerdo resuelven invitar a este hombre a comer— se sientan a la mesa y he aquí que Jesús se manifiesta. Se manifiesta con el signo, que ellos ya conocían, de la Fracción del Pan que, ciertamente, para Lucas, quiere indicar todas las futuras manifestaciones de Jesús en su Iglesia en la Fracción del Pan. Jesús se muestra cerca de ellos, con ellos, presente. Esta manifestación, esta presencia quita toda duda, aclara las cosas hasta el fondo y se expresa así: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32). El evangelizador, Jesús no sólo anuncia el kerygma, proclama el designio de salvación actualizándolo con su persona, sino, más aún, calienta el corazón desde el interior.
Esta es la característica que más impresiona en toda esta serie de hechos reveladores de la persona de Jesús. No dicen: Jesús ha hablado bien, ha explicado bien, fue un buen predicador, nos enderezó las ideas; dicen: Nos ha calentado el corazón, se manifestó como el amigo capaz de desatar el corazón amargado por la visión de un designio de Dios aparentemente inaceptable. Aquí tocamos un punto sumamente importante.
Hace poco leía en el libro ” El método en teología” de Bernard Lonergan —en donde habla precisamente del poder del amor de Dios en la teología— esta frase que me ha impresionado: “El mundo es demasiado feo para poderlo aceptar si no se ama”. Si verdaderamente uno se pone ante ciertos hechos como los que suceden en nuestros días —los atentados, los secuestros y las torturas contra miles y miles de personas— cómo se puede aceptar este mundo, ¿cómo se puede aceptar que haya un Dios justo?
Es la gran dificultad para mucha gente y, en el fondo, a la evangelización se oponen a menudo estas preguntas: ¿cómo se puede creer en un Dios que permite semejantes cosas, semejantes formas de mostruo-sidad y de atrocidad? Sigue siendo cierto que podemos explicar que la culpa es de los hombres, a quienes Dios ha creado libres y, al dejarnos libres, nos puso a los unos en manos de los otros para el bien y para el mal. Pero evidentemente los interrogantes no quedan resueltos sino —como en este caso— con la presencia de Jesús y su Espíritu que, desatando el corazón vuelven a poner en la capacidad de acoger un designio de Dios sobre el mundo y de donarse, por este designio, como Cristo crucificado quien sufrió primero, y vivió en sí mismo estas tragedias y estos sufrimientos.
Lo que cuenta no es la lógica perfecta de solución, aunque podríamos reasumirla, sino el haber sido envueltos por el amor de Dios que nos ha asegurado que Jesús —justicia, verdad, sabiduría— vive y es capaz de dar vida a todos los que han sido aplastados por la injusticia. Aquí tocamos el extremo y delicado límite de la acción del evangelizador. Si él no está repleto de esta potencia de Jesús amor, vivo, vida, difícilmente logrará con palabras y con razonamientos desatar los corazones endurecidos por la tristeza, por la amargura, por la injusticia.
La anotación de Lucas: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?” recuerda dos cosas:
primero, que se necesita el aspecto de apertura de las Escrituras, es decir, de proclamación, de explicación.
segundo, que esta explicación y proclamación debería hacer sentir que nuestro corazón está vivificado por el Espíritu de Aquel que resucita los muertos y que pueden esperarlo también los que nos escuchan.
Por eso el fin del episodio de Emaús es rico y difícil de decirse en pocas palabras: puede sentirse más con el corazón, y por esto debemos pedir penetrar en el corazón del Señor para poder acoger lo que él, como verdadero evangelizador, sabe comunicar.
Detengámonos en esta contemplación para luego partir en busca de las condiciones para ser también nosotros, como Jesús, evangelizadores; para pasar del Evan-irlio de los labios a la interiorización del Evangelio en el corazón.
Tomado de: MARTINI, Carlo María, El Evangelizador en San Lucas, San Pablo, Madrid, 2008.