En segundo lugar, la correlación de juicio histórico y juicio teológico debe tener en cuenta el hecho de que, para la interpretación de la fe, la conexión entre pasado y presente no está motivada solamente por los intereses actuales y por la común pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones expresivas, sino que se fundamenta también en la acción unificante del Espíritu de Dios y en la identidad permanente del principio constitutivo de la comunión de los creyentes, que es la revelación. La Iglesia, por razón de la comunión producida en ella por el Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede dejar de reconocerse en su principio sobrenatural, presente y operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto modo único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y situaciones diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun con todas las carencias que puedan haberlas caracterizado. La comunión en el único Espíritu Santo es el fundamento también diacrónico de una comunión de los “santos”, en virtud de la cual los bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer y, así como se benefician de sus méritos y se nutren de su testimonio de santidad, igualmente se siente en el deber de asumir el posible peso actual de sus culpas, tras haber hecho un discernimiento atento tanto desde el punto de vista histórico como teológico.
Gracias a este fundamento objetivo y trascendente de la comunión del pueblo de Dios en sus varias situaciones históricas, la interpretación creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con ese pasado, que se produce en el acto de la interpretación, puede revelarse cargado de paniculares valencias para el presente, rico en una eficacia “performativa” que no siempre puede calcularse de modo previo. Obviamente el carácter fuertemente unitario del horizonte hermenéutico y del sujeto eclesial interpretante deja más fácilmente expuesta la consideración teológica al riesgo de ceder a lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí donde el ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los sucesos y las palabras del pasado y a medir la corrección de su interpretación para el presente se hace más necesario. La lectura creyente se sirve con tal objetivo de todas las aportaciones que puedan ofrecer las ciencias históricas y los métodos de interpretación. El ejercicio de la hermenéutica histórica no deber impedir a la valoración de la fe la interpelación de los textos según su peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar presente y pasado en la conciencia de la unidad fundamental del sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en guardia frente a todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como observa Juan Pablo II, “un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento… Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos” (TMA 35). La Iglesia, en resumen, “no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los daños que ella ha padecido”(37). Los ejemplos ofrecidos en el capítulo siguiente lo podrán demostrar de modo concreto.
NOTAS
(34) Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).
(35) Cf., para cuanto sigue, H. O. GADAMER, Verdad y método (Salamanca 1977).
(36) B. LONERGAN, Il metodo in teologia (Brescia 1975) 173.
(37) JUAN PABLO II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999”: L ‘Osservatore Romano (2-9-1999) 4.