REFLEXIONES SOBRE UN TEMA POLÉMICO: EL INFIERNO
La doctrina dogmática de la Iglesia se basa en la existencia de un Infierno eterno, de acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento. En muchas partes se menciona la “condena” de quienes no aceptan a Jesús y sus enviados (Mt 10, 15) o no creen en Jesús: “El que no cree en el Hijo, ya está juzgado” (Jn 3, 17). Nadie escapará al “juicio de Dios”, el cual “juzgará las acciones secretas de los hombres” (Rm 2, 3 y 16), puesto que “todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios” y “cada uno dará a Dios cuenta de sí” (Rm 14, 10 y 12). Jesús habla de un lugar de perdición, la Gehenna (Mt 10, 28). San Pablo y San Juan hablan de la “cólera” de Dios atraída por el hombre sobre sí mismo: “El que cree en el Hijo tiene la vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios” (Jn 3, 36).
“Pues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorándote ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras: a los que con perseverancia en el bien obrar buscan la gloria, el honor y la incorrupción, la vida eterna; pero a los contumaces rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación” (Rm 2, 5-8).
Jesús habla de una senda “que lleva a la perdición” y otra que “lleva a la vida” (Mt 7, 13-14). San Pablo se refiere a los enemigos de la cruz de Cristo, cuyo “término será la perdición” (Fil 3, 19). La segunda epístola a los tesalonicenses afirma que aquellos que no obedecen al Evangelio “serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts 1, 9). En las parábolas del reino de Dios, Jesús emplea la imagen del banquete, del cual algunos son excluidos, “arrojados a las tinieblas exteriores”, donde “habrá llanto y crujir de dientes” (Mt 22, 13).
Por último, Jesús dirá a quienes no han hecho obras de caridad: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles. (…) E irán éstos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 41 y 46).
Así, la revelación neotestamentaria afirma claramente que aquellos que se endurecen en el mal y no se convierten a Dios, arrepintiéndose de sus pecados y obedeciendo al Evangelio con la fe y la caridad, están destinados a la perdición eterna, a la condena de parte de Cristo, juez de vivos y muertos, a la exclusión del reino de Dios y la vida eterna.
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Pero aquí surge el problema que angustia a muchos cristianos: ¿cómo conciliar la infinita bondad y misericordia de Dios con la existencia de un Infierno eterno? Si Dios es infinito Amor -dicen ellos-, ¿cómo puede condenar al sufrimiento eterno a seres humanos que ha creado por amor y por cuya salvación Cristo murió en la cruz? No hay proporción entre los pecados de los hombres, por graves que sean, y el castigo eterno de los mismos. Por esos motivos, es decir, para salvar la bondad y la justicia de Dios, muchos cristianos niegan la existencia de un Infierno eterno.
Para resolver este problema grave, es necesario aclarar que no es Dios quien condena al hombre al Infierno, sino éste quien libremente se autocondena a la perdición eterna; no es Dios quien impone al hombre un sufrimiento eterno, sino éste quien se lo inflige al rechazar la salvación que Dios le ofrece.
Dios es siempre únicamente Amor y su actividad es siempre únicamente salvadora. Por consiguiente, Dios no condena ni castiga; sólo desea la salvación de todos y su actividad está dirigida hacia este fin. No le es indiferente que el hombre se salve o se condene, desea únicamente la salvación del hombre. Por este motivo, pone enteramente su sabiduría y poder infinitos al servicio de la salvación de los hombres, dotándolos a todos ellos de la gracia necesaria para salvarse, gracia que el hombre siendo libre puede rechazar, con lo cual anula la voluntad salvadora de Dios. En realidad, la salvación no es un hecho automático, es decir, la gracia de la salvación debe aceptarse y acogerse libremente. Dios no quiere imponer la salvación, obligando al hombre a salvarse y por tanto a amarlo, porque la salvación conlleva de parte del hombre un acto de amor a Dios, y Dios no quiere obligar a nadie a amarlo, porque el amor no se puede imponer.
Sin embargo, al rechazar la gracia y el amor de Dios, el hombre se condena por sí mismo a privarse de Él, y en eso consiste precisamente el Infierno. Así, la condenación no es deseada por Él, sino por el hombre que rechaza a Dios, su gracia y su amor. Esta carencia de Dios, deseada libremente por el pecador, tiene como consecuencia inmanente e intrínseca del pecado la llamada “pena del sentido”. De hecho no es Dios quien impone esta pena desde fuera por medio de los ángeles o los demonios, como vemos en muchas imágenes de la pintura o leemos en la Divina Comedia; es el pecador quien se la impone a sí mismo, porque al rechazar a Dios hace que toda la creación divina se vuelva en su contra: por ser criatura de Dios, ésta reacciona de este modo cuando él se vuelve en su contra.
¿Y no podría Dios en su infinito amor -se dirá- constreñir al hombre a evitar el Infierno desde el momento en que conoce el terrible destino hacia el cual éste se dirige? Si un padre ve a su hijo a punto de lanzarse a un precipicio para morir, ¿no lo sujeta y lo obliga contra su voluntad a llevar a cabo un acto tan insensato? Para responder a esta objeción, es preciso recordar dos cosas que suelen olvidarse.
En primer lugar, Dios no desea de ninguna manera que el ser humano se condene y pone enteramente en juego su omnipotencia para impedir la perdición eterna de una persona; pero, habiendo creado al hombre libre y queriendo que éste elija libremente su destino, por cuanto únicamente una libre elección es digna del hombre, respeta la libertad humana, que es la expresión más elevada de la dignidad humana. En otras palabras, Dios no puede tratar al hombre como si fuera un niño inconsciente o un loco al cual es preciso salvar de un peligro del cual el pobrecillo no se percata. Dios trata al hombre como un ser adulto, consciente de sus opciones. Es la única manera digna de Dios y del hombre de tratar a la persona humana.
En segundo lugar, es infantil pensar que Dios está apuntando con un fusil para herir y mandar al Infierno a quien cometa un solo pecado. La opción contra Dios que conduce a la perdición eterna es totalmente lúcida y consciente y no se produce en forma repentina. Es un proceso que madura a lo largo de toda la vida, pasando por el pecado, el rechazo y tal vez el odio a Dios, para llegar a la elección consciente del mal. Por consiguiente, es una consecuencia del endurecimiento del hombre en el pecado, del negarse con pleno conocimiento a llevar a cabo el bien, indicado por la propia conciencia, de despreciar a Dios y a los hombres. Así, nadie se condena por pequeñas cosas, por “bagatelas”, sino por el pecado más grave que puede cometer el hombre, cual es rechazar consciente y libremente el amor de Dios salvador, desear estar sin Dios, desear vivir eternamente lejos de Él.
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¿Pero cómo puede ocurrir semejante cosa? ¿Cómo es posible que el hombre elija conscientemente estar eternamente alejado de Dios y su Reino? Aquí estamos abordando el aspecto más misterioso de la condenación eterna. Tal vez pueda aclarar en alguna medida este enorme misterio el hecho de comprender por una parte la verdadera naturaleza del pecado y por otra la verdadera naturaleza de la libertad.
¿Qué es en realidad el pecado? Es preciso distinguir dos cosas en el pecado: 1) la acción pecaminosa, como la blasfemia, el dar muerte a otra persona, el robo o el odio mortal a otro ser humano; 2) el significado de la acción pecaminosa: en cuanto transgresión voluntaria de la ley moral, deseada por Dios para el bien del hombre, ésta constituye un acto de rebelión contra Dios y un rechazo de Dios, su providencia y su amor al hombre. Al mismo tiempo, al transgredir la ley divina, el hombre se coloca en el lugar de Dios, aplicándose la ley por sí mismo.
Así, con el pecado grave, consciente y voluntario, el hombre realiza un acto de soberbia y orgullo en cuanto se pone en el lugar de Dios, prefiriéndose a sí mismo y no a Dios, en suma negándolo para autoafirmarse. En realidad, independientemente del terreno en el cual se cometa, el pecado consiste en su esencia profunda en un acto de orgullo, amor a sí mismo y desprecio y rechazo de Dios. Dado este carácter del pecado, el hombre no sólo lo comete, sino “permanece” en él, por lo cual se convierte en un “estado”, además de un “acto”, estableciéndose en la persona, “endureciéndose” en ella, que de “pecadora” llega a ser “pecado”.
Con este endurecimiento en el pecado, el hombre se cierra a Dios y no permite en sí mismo la acción de su gracia, que Dios nunca hace que le falte al pecador, para conducirlo a la “conversión”. Se produce así en el hombre una especie de fijación en el mal, que en el momento de la muerte, cuando se decide su destino eterno, se convierte de manera casi natural en un rechazo de Dios. Este rechazo final, al cual conduce el endurecimiento en el pecado y la no aceptación de la gracia de la salvación, es el pecado que determina definitivamente la condenación. Es por eso que no nos condenamos por un solo pecado o por “pecados-bagatelas”. El drama de la condenación es bastante más serio.
Es un misterio para nosotros cómo esto puede ocurrir, cómo el hombre puede llegar al rechazo radical de Dios y su gracia; pero es el misterio de libertad humana, que puede elegir a Dios y rechazarlo, puede aceptar a Dios como fuente de su propia felicidad, lo cual implica un gesto de humildad, por cuanto de ese modo el hombre reconoce su pobreza y su incapacidad de ser feliz únicamente con sus fuerzas, o puede orgullosamente hacer que su felicidad dependa de él mismo. En realidad, la aceptación de la gracia de la salvación significa depender de Dios para alcanzar la propia felicidad. Y el hombre, en su orgullo, puede no querer depender de Dios, sino ser él “únicamente” quien encuentre en sí mismo -y no en el don de Dios- la causa de su propia felicidad.
Aquí se manifiesta con toda su fuerza la grandeza de la libertad humana, en cuanto ésta determina el destino eterno del hombre. En verdad el hombre es grande por cuanto puede libremente elegir a Dios o rechazarlo. No significa esto que el rechazo de Dios sea un acto de grandeza, puesto que al proceder así el hombre se condena a la infelicidad eterna; pero esta posibilidad muestra la grandeza de elegir a Dios libremente. Así, cuando el hombre elige libremente a Dios, impulsado por su gracia, aceptando su don de salvación, está mostrando que sólo Dios es grande y sólo Dios merece ser elegido por sus criaturas y reconocido por ellas como el único capaz de hacerlas eternamente felices. La aceptación de Dios, que es la salvación del hombre, se convierte de este modo en el reconocimiento de la grandeza única de Dios y por consiguiente en un acto de alabanza a la infinita misericordia y al infinito amor de Dios.
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Así, la existencia del Infierno eterno nos muestra la seriedad de la vida humana, ya que en ella el hombre construye su eterno destino de salvación o perdición. También nos muestra la trágica seriedad del pecado, el gran peligro para el hombre no sólo de cometer pecados, sino de permanecer con obstinación en “estado de pecado”, rechazando la gracia divina que lo invita a la conversión.
El estado de pecado conduce al endurecimiento del corazón y hace sumamente difícil, aun cuando no sea imposible, elegir a Dios en el momento de morir. Quien ha rechazado a Dios conscientemente durante toda la vida, permaneciendo en el pecado, difícilmente lo acogerá en su decisión final, si bien siempre debemos esperar que la gracia salvadora de Dios, que ama infinitamente a sus criaturas, prevalezca sobre la resistencia aún más obstinada del hombre. Por este motivo, por una parte nunca debemos perder la esperanza en la salvación de ningún ser humano, y por otra debemos cultivar, para nosotros mismos y los demás, el “temor” de Dios, del cual hablan San Pablo -”Con temor y temblor trabajad por vuestra salud” (Fil 2, 12)- y San Pedro: “Vivid con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pe 1, 17). Este temor no es miedo a Dios y sus castigos, sino temor de ser débiles y rechazar la gracia divina.
La perdición es un verdadero riesgo para todos y no debemos pensar que es una amenaza o una posibilidad que para nadie llega a concretarse. De ser así, la amenaza de la perdición sería en cierto modo parecida a la idea del lobo feroz, a la cual recurrían los padres para que sus hijos pequeños tuvieran buena conducta. Semejante cosa no sería digna de Dios, que trata al hombre como ser adulto y responsable. Con todo, al “temor” de Dios siempre va unida una esperanza mayor y más fuerte de salvación, porque como también afirma San Pablo, donde “abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Así, la gracia es infinitamente más fuerte que el pecado, y el amor y la misericordia de Dios no tienen límites. Por lo tanto, el cristiano debe alimentar la esperanza tanto de su propia salvación como la de todos, pero no tiene certeza alguna en este ámbito en el cual la libertad humana puede ahuyentar la gracia divina. Por consiguiente, el Infierno es siempre una “posibilidad real”.
Por lo tanto, no es teológicamente aceptable ni pastoralmente útil afirmar que existe efectivamente la posibilidad de perderse, pero el Infierno está “vacío”, porque nunca nadie se ha perdido ni se perderá, ya que la misericordia infinita de Dios consigue salvarnos a todos. Con semejante afirmación, en oposición con las Sagradas Escrituras, pierde toda seriedad la vida humana, así como el esfuerzo a veces heroico por ser fieles a Dios y no perderlo eternamente con el pecado, y el hombre se adormece en la pereza y haciéndolo todo de prisa y mal: ¿para qué comprometerse en grandes sacrificios si la salvación está asegurada para todos, buenos y malos?
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En el tema del Infierno hay un último problema de difícil solución: ¿por qué el hombre, que en el momento de la muerte ha decidido libremente en contra de Dios y se ha perdido, no puede volver sobre su decisión, arrepentirse y de ese modo salvarse? La respuesta a esta interrogante no debe buscarse en el hecho de que Dios lo condena al Infierno eterno negándole la gracia del arrepentimiento y la conversión, sino en la naturaleza misma de la libertad. Mientras el hombre está en la vida, la libertad humana es condicionada y limitada, por lo cual está sujeta a cambios, ya sea positivos, bajo la acción de la gracia divina, ya sea negativos, impulsados por la fuerza de las pasiones y el pecado. En el momento de la muerte, cuando se separa el principio espiritual (el alma) del principio material (el cuerpo), la libertad deja de estar bajo todo tipo de influjo restrictivo y por lo tanto adquiere la plenitud de su ser y su capacidad de decisión plenamente libre. Ahora le corresponde al ser espiritual tomar decisiones definitivas, precisamente por tomarlas a plena luz y con plena libertad. El alma, por su propia naturaleza, es la “facultad de lo definitivo”. Así, con la muerte desaparece para la persona humana la posibilidad de cambiar una decisión tomada a plena luz y con plena libertad. Ella queda fija para siempre en lo que ha decidido. La elección de Dios o la elección de uno mismo contra Dios es irrevocable, y Dios nada puede hacer para cambiarla. De lo contrario, destruiría la libertad humana, el don más grande que ha otorgado al hombre al crearlo y mantiene aun cuando éste elija en contra de Él.
De este modo nos parece haber arrojado una pequeña luz sobre el misterio del Infierno eterno, mostrando que su existencia no se opone al amor y la misericordia de Dios, ya que no es Él quien desea el Infierno, condena al mismo, o -lo que es peor- se “venga” de aquel que lo rechaza imponiéndole horribles tormentos, sino que el hombre, contra la voluntad divina, elige libremente el Infierno al rechazar hasta el fin la gracia divina que lo llama a la conversión. Por consiguiente, no debemos buscar la causa del Infierno en la “perversidad” de un Dios injusto y vengativo, sino en la maldad obstinada y el endurecimiento del corazón del hombre. La trágica verdad es que el hombre es quien crea el Infierno: lo “crea” ya en este mundo con las guerras, la destrucción de vidas humanas y bienes de la naturaleza, la opresión de los pobres, la venta de drogas, la explotación de los demás; lo “crea” en la otra vida con el rechazo definitivo de Dios en la hora de la muerte.
Así como Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesús para que todos los hombres se salven creyendo en Él, no desea el Infierno, tampoco la Iglesia lo desea. Por ese motivo, a lo largo de toda su historia ha predicado sobre el Infierno precisamente para apartar a los hombres de la perdición eterna. A veces lo ha hecho insistiendo demasiado en el temor al Infierno, en detrimento del equilibrio del anuncio evangélico, esencialmente un mensaje del amor de Dios a los hombres y su voluntad de que todos se salven, uniéndose en la fe y la caridad a Jesús, el Señor, y participando así en la vida eterna, la cual no obstante incluye también la amenaza de la perdición eterna.
Hoy hemos caído en el otro extremo, ya que en la prédica y la catequesis ahora casi no se habla del Infierno, en desmedro del pueblo cristiano, que de este modo ya no considera la tremenda posibilidad real de perderse y por lo tanto no se enfrenta a la necesidad urgente de decidirse por Jesucristo y vivir en conformidad con el Evangelio, oponiendo resistencia al pecado y el mal, que amenaza el destino eterno. El mensaje cristiano es un mensaje de esperanza, alegría y confianza en el amor infinito de Dios Padre y Cristo Salvador; pero no debemos olvidar que el hombre es débil y pecador y siempre necesita ser llamado a la conversión: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Fue ésta la primera palabra de Jesús, pero también la más decisiva, y la Iglesia debe repetirla sin cansancio para apartar a los hombres del peligro de la perdición eterna.
esto es un llamado de atencion para que la gente se arrepienta y de de andar por caminos torcidos y algunos cristianos dejen de ser carretillas gracias hermanos por estos documentales