Papa Juan XXIII:La luminosa bondad del Papa bueno. Joaquin L Ortega.

Papa Juan XXIII:La luminosa bondad del Papa bueno. Joaquin L Ortega.

La luminosa bondad del Papa bueno

La inmensa mayoría de los católicos de buena voluntad han lamentado la división que algunos medios se han empeñado en provocar y mantener con ocasión de la beatificación que el Santo Padre ha querido hacer conjuntamente de Pío IX y de Juan XXIII, los Pontífices que convocaron, respectivamente, el Concilio Vaticano I y el Vaticano II. Aunque Alfa y Omega ya dedicó sus últimos números previos a las vacaciones de agosto a estas dos egregias figuras de la Iglesia, parece conveniente fijar la mirada, de nuevo conjuntamente, en ambos Papas, unidos por la santidad de vida, como ha subrayado el propio Juan Pablo II.

La beatificación de Juan XXIII ha relanzado -aunque sólo sea ocasionalmente- el interés y el aprecio, tan generalizados, por su persona. Y ha puesto de nuevo en circulación el tópico de su bondad. El Papa bueno parece la etiqueta simplona e inevitable, consensuada por la opinión pública para Angelo Giuseppe Roncalli. El Papa bueno, y se acabó.

Pero la denominación de bueno, aun siendo del todo justa, está llena de preguntas y de honduras. ¿Fue la suya, como parece deducirse de muchas crónicas y comentarios, una santidad fácil, temperamental, casi genética? ¿Era mera campechanía rústica y bonachona, o entrañaba algo de esfuerzo personal e intencionado? En suma, ¿de qué clase de bondad se trataba, cuáles eran los componentes que incluía y las especias que la sazonaban?

Tratando yo de responderme personalmente a tal curiosidad, al avecinarse su beatificación, me fui directamente a la fuente, a su impagable Diario del alma, la crónica de su vida interior que él mismo escribiera; iniciándola cuando era seminarista, en Bérgamo (1898), y concluyéndola días antes de expirar, en Roma, como Sumo Pontífice (1963). Metí su diario en la alforja de las lecturas agosteñas. Pero no creí que, releído ahora, me fuera a cautivar hasta el punto de convertirse prácticamente en la única lectura de mi mes de vacaciones.

¿Cuáles pueden ser las razones del encanto del Papa Roncalli, de su singular atractivo? ¿De qué color y sabor era su bondad? Quien quiera saborearlo tendrá que echar mano del Diario del alma, cosa que recomiendo vivamente. ¡Qué amenos paisajes de su alma ofrecen esas páginas! ¡Qué admirable orquestación de candidez, de libertad, de desprendimiento, de afán de progreso interior, de modestia y de esfuerzo ascético permanente revelan sus anotaciones y confidencias! No era la suya, en modo alguno, una bondad sólo biológicamente inevitable.

EN LAS MANOS DE DIOS

Bien podría decirse que la santidad de Juan XXIII, a juzgar por sus vivencias, era polifónica, de acordes múltiples. Pero si hubiera un registro preponderante en su experiencia de fe, tuvo que ser su abandono, tan infantil como maduro, en las manos de la Providencia.

Un abandono que glosa él mismo con frecuencia, y que sintetiza en dos palabras que convertirá en santo y seña de su vida entera: Obedientia et Pax. Es el mote que eligió para su escudo episcopal, en 1925. Pero ya entonces pudo escribir en su diario: Estas palabras, las dos, son un poco mi historia y mi vida. El sometimiento a la voluntad de Dios como fuente de paz, no una obediencia muda y mecánica, sino activa y gustosa. Glosas de este género aparecen de continuo en sus escritos. Y muy señaladamente en las sucesivas versiones de sus testamentos, que chorrean siempre esencias netamente franciscanas.

Efecto inmediato y permanente de su abandono parece su desprendimiento de lo humano, su capacidad de relativizar confiadamente cuanto ocurría a su alrededor, su desapego de tantas cosas. Nada de aspiraciones ni de carrerismos. Cuando es nombrado Presidente de las Obras Pontificias en Italia, en 1924, escribe ya: Aquí debo y quiero estar sin pensar, sin mirar, sin aspirar a otra cosa. Y entre las confidencias de su ordenación episcopal (marzo de 1925) anota claramente: No he buscado ni deseado este ministerio. Pero el Señor me ha elegido con signos tan claros de su voluntad que me parecería culpa grave contradecirla. Es una actitud interior que vuelve a expresar al ser nombrado Nuncio en París (1944): No habiendo buscado ni imaginado nada de cuanto me ha sucedido, disfruta mi corazón de gran paz y serena confianza en el Señor.

Con semejante trayectoria espiritual, nada de extraño tiene que experimentara las mismas sensaciones interiores al ser elegido, en noviembre de 1958, para suceder a Pío XII en la sede de Pedro. En sus notas sobre la sorpresiva elección escribirá, en septiembre de 1962: Aceptar con sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir que nada he hecho por provocarlo, absolutamente nada. Estas palabras pertenecen al mismo texto (papeles de un retiro en la torre de san Juan), en el que revela que sin haberlo pensado antes habló por primera vez de un concilio ecuménico con el cardenal Secretario de Estado (Tardini). Y añade: Fui yo el primero en sorprenderme ante tal propuesta, ante la que nadie había aludido anteriormente.

A este propósito se me viene a las mientes una de las anécdotas -tantas y tan regocijantes- que se cuentan de Juan XXIII. Al atardecer del mismo día de su elección (28 de octubre de 1958), tras largas horas de novedades, rituales y emociones, el nuevo Papa se queda a solas, ¡por fin!, con su secretario, monseñor Loris Capovilla. Éste, absolutamente azorado y anonadado, le dice: Santidad, y ahora ¿qué hacemos? Juan XXIII responde plácidamente: Pues, de momento, vamos a rezar las Vísperas. La anécdota podrá ser apócrifa. Pero es nítidamente verosímil y revela cómo el abandono en la Providencia iba a ser todo un programa para su pontificado.

De hecho, Juan XXIII, en unas notas de su retiro en Castelgandolfo, en agosto de 1961, dejó escrito: El Papa ha de permanecer tranquilo ante cualquier acontecimiento. Serán la Providencia y la bondad las que guíen mis pasos. Pero ya mucho antes, en otro retiro durante su estancia en Bulgaria (abril de 1930), escribía: Todo esto -se refería al cuidado de su vida interior- me lleva más espontáneamente a ese santo abandono que es elevación e impulso hacía una imitación más perfecta de mi modelo: Jesús sufriente y crucificado.

Habrá que admitir ya que la bondad de Juan XXIII fue una bondad cultivada, amorosamente cultivada.

EL CUIDADO DEL ALMA

Su diario testifica, con elocuente abundancia, el cuidado hacendoso que ya el seminarista Roncalli dedicaba a su alma. De presbítero, de obispo y de Papa mantuvo la misma dedicación por los métodos más usuales de la piedad y de la vida interior: prácticas diarias, plan de vida, dirección espiritual, confesión frecuente, retiros y ejercicios espirituales. Diríase que Angelo Giuseppe Roncalli afinaba asiduamente el instrumento de su alma. Con una particularidad: la de la fidelidad mantenida de por vida. Sobre todo, de los retiros. Sin grandes diferencias de fondo entre lo que pensaba de seminarista y lo que practicaba como Papa.

El Diario del alma de Juan XXIII revela un itinerario de notable tensión ascética. En torno a ejes tradicionales, eso sí. En él, toda la tradición, la gran tradición familiar, local y de la Iglesia encontró siempre buena acogida. Sus escritos los sazona de continuas citas y referencias. Tanto de la sabiduría popular -refranes y consejos- como de la literatura clásica profana o religiosa, en las que se muestra como muy experto. Todo le sirve para navegar por las aguas de una ascética serena y aplomada. Pero, además de un buen asceta, ¿fue el Papa Roncalli un místico? Sólo un atisbo de algo excepcional en su diario. Cuando pesarosamente abandona su diócesis de Bérgamo para desempeñar en Roma el cargo de Presidente de las Obras Misionales de Italia, y hace constar en su diario lo costoso de su traslado, anota lo siguiente: Aquí el Señor me regala con dulzuras inefables (18 de enero de 1924).

En todo caso parece descontado que Angelo G. Roncalli aspiró siempre y decididamente a la santidad. Tan seria como serenamente. Allá, en el lejano 1898, siendo aún seminarista, escribió entre sus notas espirituales, tras reprocharse algunas faltas, como la holgazanería o el poco control de su lengua parlanchina: Tengo que actuar de tal modo que Jesús pueda decirme también a mí lo que le dijo a santa Teresa: “Yo me llamo Jesús de Teresa”. Pero para eso es preciso que yo sea un Ángel de Jesús (6 de marzo de 1898). Aspiración, por cierto, a la que, según testimonio de quienes le acompañaban, aludió claramente cuando estuvo entre nosotros, en julio de 1954, y visitó en Alba de Tormes el sepulcro de santa Teresa.

Lo que sí parece confirmado es que su perseverante vigilancia ascética le proporcionó óptimos resultados de virtud. Un ejemplo. En 1897, siendo ya clérigo, redactó unos apuntes personales sobre la santa pureza. En ellos revela su aprecio por esta virtud y expresa sus serios compromisos en materia de castidad. En agosto de 1961, durante sus vacaciones papales en Castengandolfo, hace recuento de su vida y anota esta admirable confesión: En cuanto a la castidad, en la relación conmigo mismo, nada grave, jamás. En la relación con los demás, la gracia de Dios nunca permitió la tentación ni la caída. Nunca, nunca.

Son palabras escritas cuando estaba a punto de cumplir los ochenta años y se preparaba a la celebración, como lo hizo siempre, con un retiro espiritual.

UNA LUMINOSA VERDAD

Apurando más esta investigación artesana y veraniega, cabe preguntar directamente por la especie de bondad que cultivaba Juan XXIII, por las ideas que tuviera respecto a la bondad. La respuesta es harto satisfactoria en su diario. Y tan abundante que habrá que ceñirla a un encadenamiento de textos y de fechas.

Su experiencia de Visitador y, luego, Delegado Apostólico en Bulgaria distó mucho de resultarle gratificante. Un cúmulo de ambigüedades oficiales y la notoria desunión de cristianos le hicieron pasar su buen calvario. No obstante, en noviembre de 1927 está fechado este propósito: En mi relación con todos, católicos u ortodoxos, chicos o grandes, trataré de dejar siempre una huella de dignidad y de bondad; de bondad luminosa y de dignidad amable. En abril de 1930, todavía en Bulgaria, vuelve sobre el tema: Me dejaré aplastar, pero quiero ser paciente y bueno hasta el heroísmo. En los mismos términos se expresa en diciembre de 1937, entonces ya como Delegado Apostólico en Turquía: Proseguiré en mi esfuerzo sosegado por ser, ante todo, bueno y bondadoso; sin debilidades, pero con paciencia y perseverancia para con todos.

Finalmente, ya en agosto de 1961, en su fecundo retiro vacacional de Castelgandolfo, redacta una amplia nota sobre la necesidad de su progreso espiritual como cristiano y como Papa, como padre bueno de todos los cristianos, escribe, como buen pastor que el Señor ha querido hacerme a pesar de mi indignidad y mi pequeñez. Y concluye con estas palabras: A las puertas de mis ochenta años de vida he de estar dispuesto a vivir y a morir. Y en uno y otro caso a procurar mi santificación. Así, como me llaman a todas horas, “Santo Padre”, así debo y quiero ser de verdad.

¿Fue la bondad de Juan XXIII sólo la del convencionalmente bueno, la del que está hecho de buena pasta, la del que no podría ser de otra manera? Su diario descubre un seguimiento obstinado de la bondad como virtud, no sólo como talante. Una bondad que se nos manifiesta en sus propias expresiones como vigilante, laboriosa, paciente, benigna y perseverante. Para decirlo con su propia expresión, una bondad iluminada.

Al concluir esta pesquisa agosteña sobre la bondad de Juan XXIII, acudo de nuevo a la anécdota. Esta vez certificada por mí mismo. Estudiante todavía en Roma, en noviembre de 1958, me cayó en suerte asistir en la plaza de San Pedro a la primera aparición de Juan XXIII en la logia central de la basílica. Tras su primera bendición urbi et orbi y mientras sonaban con fuerza los aplausos de los presentes, un romano que contemplaba la escena a mi lado se me quedó mirando y me transmitió, espontáneamente, su impresión inmediata sobre el nuevo Papa: No es que sea guapo, pero ¡tiene una cara de bueno! La bondad luminosa de Juan XXIII había empezado a iluminar. Desde el primer momento.

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