Patrona de las sirvientas domésticas.
Santa Zita
(“muchacha” en umbro y toscano)
nació en Lucca, Italia, en 1218, de una familia campesina pobre, pero muy piadosa.
A los 12 años, a causa de la pobreza de la familia tuvo que emplearse de sirvienta en una familia rica. Para mantener a su familia, a los doce años de edad se hizo sirvienta de los Fatinelli, una familia rica de Lucca, y les sirvió el resto de su vida, por 48 años.
Desde pequeña demostró un gran amor para con todos, especialmente los pobres y abandonados. Esto no agradaba mucho a la familia Fatinelli. Pero el Señor intervino. En una ocasión, Zita fue a servir a un necesitado dejando momentáneamente su trabajo en la cocina. Otros sirvientes se lo dijeron a la familia Fatinelli, pero cuando ésta fue a la cocina a investigar encontró a ángeles haciendo su trabajo. Desde aquel día le permitieron más libertad para servir a los pobres. No por eso cesaron las burlas y los ataques de los otros sirvientes.
Una vez que el hambre azotó la ciudad, Zita tenía la costumbre de repartir todo lo suyo, incluso su comida, con los pobres. Pero la necesidad era muy grande, por lo que repartió la despensa de granos de la familia con los pobres. Cuando la familia fue a investigar encontró la despensa repleta. Fueron muchos los incidentes milagrosos de su vida.
Cuando le quedaba un día libre, lo empleaba en visitar pobres, enfermos y presos, en ayudar a los condenados a muerte.
Estuvo 48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de Dios, se puede llegar a una gran santidad.
Zita tenía particular devoción por los prisioneros condenados a muerte.
Murió el 27 de abril de 1278, a los 60 años, e inmediatamente su culto se propagó especialmente en Palermo, Sicilia, otras partes de Italia e Inglaterra.
Fueron tantos los milagros que se obraron por su intercesión que el Papa Inocencio XII la declaró santa en 1696.
Era la más consagrada a sus oficios en toda esa inmensa casa y repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que tiene que cumplir, no es verdadera piedad.
Un hombre quiso irrespetarla en su castidad, y ella le arañó la cara, y lo hizo alejarse. El otro fue con calumnias ante el dueño de la casa y éste la insultó horriblemente. Zita no dijo ni una sola palabra para defenderse. Dejaba a Dios que se encargara de su defensa. Y después se supo toda la verdad y el patrón tuvo que arrepentirse del trato tan injusto que le había dado y creció enormemente su aprecio por aquella humilde sirvienta.
El dinero de su sueldo lo gastaba casi todo en ayudar a los pobres. Dormía en una estera en el puro suelo porque su catre y colchón los había regalado a una familia muy necesitada.
Un día en pleno invierno con varios grados bajo cero, la señora de la casa le prestó su manto de lana para que fuera al templo a oír misa. Pero en la puerta del templo encontró a un pobre tiritando de frío y le dejó el manto. Al volver a casa fue terriblemente regañada por haber dado aquella tela, pero poco después apareció en la puerta de la casa un señor misterioso a traer un hermoso manto de lana. Y no quiso decir quién era él. La gente decía: “Un ángel del Señor vino a visitarnos”.
Un día llevaba para los pobres entre los pliegues de su delantal, todo lo que había sobrado del almuerzo, y por el camino se encontró con el furioso jefe de la casa, el cual le preguntó: – ¿Qué lleva ahí?. Ella abrió el delantal y solamente apareció allí un montón de flores.