Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos con un mismo objetivo.
Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó la voz y les dijo: “Judíos y todos los que vivís en Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras:
“Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis,
a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de unos impíos;
a éste Dios le resucitó librándole de los lazos del Hades, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio;
porque David dice refiriéndose a él: Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha para que no vacile.
Por eso se ha alegrado mi corazón y alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará, en la esperanza
de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción.
Me has hecho conocer caminos de vida, me llenarás de gozo con tu presencia.
“Hermanos, permitidme que os diga con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado y su tumba permanece entre nosotros hasta el presente.
Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado con juramento que se sentaría en su trono uno de su linaje,
vio el futuro y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción.
A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos.
Así pues, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que vosotros veis y oís.