Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote, que penetró los cielos – Jesús, el Hijo de Dios – mantengamos nuestra confesión de fe.
Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado.
Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno.
El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente,
y aun siendo Hijo, por los padecimientos aprendió la obediencia;
y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen,