Inerme, pero impávido, con la encíclica “Vehemente”, de febrero de 1906, Pío X juzgaba la ley de la separación, analizando objetivamente todos sus términos, sus insidias y sus contradicciones y condenándola como subversora de los derechos de Dios y de la Iglesia, así como también del orden social y de la libertad cristiana.
“Para vosotros –decía a los obispos y al clero francés- no habrá sido, ciertamente, ni una novedad ni una sorpresa, pues fuisteis testigos de multitud de agravios terribles inferidos por la autoridad pública a la religión. Habéis visto el matrimonio cristiano perder su carácter sagrado; laicizados los hospitales y las escuelas; arrancados los clérigos de la quietud de sus estudios para forzarlos al servicio de las armas; dispersas y reducidas a la más extrema miseria las congregaciones religiosas; abolidas las plegarias publicas al principio de las sesiones parlamentarias y en la reapertura de los tribunales; suprimidos los tradicionales signos de luto a bordo de las naves el día Viernes santo; abolido del juramento jurídico todo lo que poseía un carácter religioso; arrancado de las escuelas, de los tribunales, del ejercito, de la marina y de todos los edificios públicos cualquier emblema que pudiese llevar a las almas pensamientos y sentimientos religiosos. Estas y otras medidas que separaban, de hecho, a la Iglesia del Estado, no tenían otro fin que llegar a la más completa separación, como no han dudado en reconocer abiertamente sus mismos promotores.”
Y, declarando solemnemente haber intentado todos los medios para salvar a Francia de una inmensa desdicha, con palabras que surgían de lo más hondo de su corazón, proseguía:
“era una hora tan grave para la Iglesia, consientes de Nuestro mandato apostólico, elevamos Nuestra voz y abrimos Nuestro corazón a vosotros, a quienes en este momento amamos mas tiernamente todavía”
Tras esta conmovedora introducción, el papa entraba de lleno en las cuestiones jurídicas de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sociedades entrambas perfectas y distintas entre sí, pero no separadas.
“Separa el Estado de la Iglesia –dice la encíclica- es una tesis absolutamente falsa, falsísima y un error sumamente pernicioso, porque un Estado que no reconoce ningún culto religioso comete una grave injuria contra Dios, creador del hombre y fundador de la sociedad humana, al cual se debe no solamente un culto privado, sino también un culto público y social.”
Esta tesis es una clarísima negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del estado a la sola búsqueda de la prosperidad publica en esta vida, descuidando la razón última de la sociedad civil, que es la felicidad eterna propuesta al hombre cuando nuestra corta existencia haya llegado a su fin.
Esta tesis subvierte el orden establecido por Dios en el mundo: orden que exige una armónica concordia entre el poder civil y el poder religioso. Si el poder civil no marcha de acuerdo con la Iglesia, no faltarán ocasiones de ásperos conflictos que mantendrán agitados los ánimos de los ciudadanos.
“Por ello, los Sumos Pontífices no han cesado nunca de condenar la doctrina de la separación del estado y de la Iglesia. Las sociedades humanas (hacia observar nuestro gran Predecesor León XIII) no pueden, sin llegar al crimen, conducirse como si Dios no existiera y no ocuparse de la religión, como su está fuera cosa extraña a ellas o que en nada pudiera serles útiles. Excluir la acción de la Iglesia, fundada por Dios, de las leyes de la educación de la juventud y de la familia, es un error criminal.”
Si para cualquier Estado cristiano la separación de la Iglesia es cosa merecedora de condenación, es mayormente condenable para Francia: para una Francia tan predilecta de la Iglesia a lo largo de los años; para una Francia que en su unión con esta Sede Apostólica hallo la grandeza de su nombre y el esplendor de sus más puras glorias.
“Perturbar esta tradicional unión –añadía- seria privar a la nación francesa de una gran parte de su fuerza moral y de su prestigio en el mundo.”
Pero había aun otra razón más grave todavía que hubiera debido hacer comprender al Gobierno de París el colosal error de la separación: la palabra de honor empeñada en los pactos.
El Concordato era un contrato bilateral que obligaba a ambas partes contratantes. Pero la coalición radical-socialista-masónica, que imperaba en la nación francesa, ignoro al Papa y, sin acuerdos ni entrevistas preliminares, despreciando las más elementales normas del “derecho de gente” desconociendo el hecho de los súbditos creyentes, abrogó unilateralmente el Concordato, renegando de su palabra de honor y de la fe jurada.
“una injusticia gravísima –decía Pío X- seguida sin tardanza de otra peor aún.
Rotos los pactos del Concordato –añadía- la consecuencia natural tendría que ser la de dejar a la Iglesia su independencia. El estado no lo ha hecho, sino que ha puesto la Iglesia bajo la dominación del poder civil, en durísimas condiciones.”
¿De qué modo?
Con la insidia mas hábilmente velada bajo las vestiduras legales de las llamadas “asociaciones del culto” asociaciones laicas en dependencia directa del Estado.
Declaradas las Iglesia propiedad de los municipios y considerados los sacerdotes como simples ocupantes de las mismas, sin ningún título jurídico, estas asociaciones debían cuidarse del culto, excluyendo del todo cualquier injerencia de la autoridad eclesiástica.
Era una subversión de arriba debajo de la constitución divina de la Iglesia, poniendo a los seglares en el lugar de los sacerdotes y a los sacerdotes en el de los seglares.
Con este crimen, los nuevos jacobinos del Sena creían poner en el cepo a la Iglesia para esclavizarla al estado, negándole toda dignidad en la loca esperanza de ver humillados a sus pies a obispos y sacerdotes.
“El primer cónsul que hizo pesar su mano de déspota sobre toda Europa, no había llegado a tanto, porque había comprendido que en las cosas del culto no se podía hacer nada sin ponerse de acuerdo con el Papa. Pero pedir en aquel momento a los politicastros franceses que tuvieran tan sólo un poco de sentido común, era esperar demasiado.”
Pero escuchemos la voz de la propia encíclica:
“La ley de la separación atribuye la administración y la tutela del culto público no ya a la Jerarquía dignamente instituida por Jesucristo, sino a las asociaciones de seglares.”
La ley impone una forma y da una personalidad jurídica a estas asociaciones, en fuerza de la cual tan solo a ellas corresponderá el uno de las Iglesias y de los edificios sagrados en plena posesión de todos los bienes eclesiásticos muebles e inmuebles; el derecho de disponer de los obispados, de las parroquias, de los seminarios, de regular las colectas, de recibir las limosnas y los legados piadosos destinados al culto.
En cuanto a la jerarquía eclesiástica, se vulneraban sus derechos más elementales.
La ley establece que estas asociaciones del culto deber ser constituidas con vistas a las reglas de organización general de culto, cuyo ejercicio estarán llamadas a asegurar. Pero se declara netamente que, en el caso de diferencias o divergencias que puedan nacer acerca de sus bienes, solo el Consejo de estado tendrá competencia para juzgarlas. Dichas asociaciones, por lo tanto, estarán en absoluta dependencia de la autoridad civil y quedara suprimido todo poder sobre ellas de la autoridad eclesiástica.
No es menester demostrar cuanto ofenden a la Iglesia estas disposiciones y cuan contrarias son a sus derechos y a su divina constitución.”
Puesta así en claro la insidiosa maniobra que se dirigía contra la Iglesia de Francia, Pío X, midiendo con su mirada toda la grandeza de veinte siglos de épicas luchas y de luminosos triunfos, alzándose victoriosamente por encima de todos los cetros y de todas las coronas de la tierra, ante el presente y ante el futuro, con la fuerza indomable de la justicia que no se doblega ante las falacias de la hipocresía y de la mentira, sentenciaba:
“consientes de nuestro deber apostólico, en virtud de la suprema autoridad con que Dios nos ha revestido, Nos reprobamos y condenamos la ley que ha sudo votada en Francia sobre la separación de la Iglesia ay del Estado, como gravemente injuriosa para con Dios, de quien ella reniega oficialmente al proclamar el principio de que la republica no reconoce ninguna religión. Nos la reprobamos y la condenamos porque viola gravemente el derecho natural, el derecho de gentes y la fidelidad debida a los tratados públicos; como contraria a la divina constitución, a los derechos y a la libertad de la Iglesia, así como a los múltiples derechos adquiridos por la Iglesia ante la nación francesa en fuerza y en virtud del Concordato. Finalmente, nos la reprobamos y la condenamos por la ofensa que infiere a la dignidad de esta Sede Apostólica, a Nuestra Persona, al Episcopado, al clero y a todo el pueblo católico de Francia.
Por consiguiente, nos protestamos solemnemente y con todas nuestras fuerzas contra la promulgación de dicha ley, declarando que no podrá nunca, en modo alguno, ser esgrimida o tener valor contra los inmutables e imprescriptibles derechos de la Iglesia,
El Papa terminaba la encíclica con estas palabras llenas de esperanza divina:
“Tenemos la firme y tantas veces comprobada esperanza de que nunca Jesucristo abandonara a su Iglesia. Por ello, Nos estamos muy lejos de experimentar el más leve temor por la Iglesia. Su fuerza es divina, inmutable su estabilidad: los siglos demuestran victoriosamente.”
Nunca se pronuncio condenación tan vigorosa, tan justa, tan deseada.
En aquel momento, en el reloj de la Iglesia de Francia sonaba una hora histórica: la hora de su libertad.
En adelante, los obispos de Francia no dependerían ya de Paris, sino de Roma.