A Iglesia en su misión de ir por todo el mundo llevando la Buena Nueva ha querido dedicar un tiempo a profundizar, contemplar y asimilar el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; a este tiempo lo conocemos como Navidad. Cerca de la antigua fiesta judía de las luces y buscando dar un sentido cristiano a las celebraciones paganas del solsticio de invierno, la Iglesia aprovechó el momento para celebrar la Navidad. En este tiempo los cristianos, por medio del Adviento, se preparan para recibir a Cristo,”luz del mundo” (Jn 8, 12) en sus almas, rectificando sus vidas y renovando el compromiso de seguirlo. Durante el Tiempo de Navidad al igual que en el Triduo Pascual de la Semana Santa celebramos la redención del hombre gracias a la presencia y entrega de Dios; pero a diferencia del Triduo Pascual en el que recordamos la Pasión y muerte del Salvador, en la Navidad recordamos que Dios se hizo Hombre y habitó entre nosotros.
Así como el sol despeja las tinieblas durante el alba, la presencia de Cristo irrumpe en las tinieblas del pecado, el mundo, el demonio y de la carne para mostrarnos su camino a seguir. Con su luz nos muestra la verdad de nuestra existencia. Cristo mismo es la vida que renueva la naturaleza caída del hombre y de la naturaleza. La Navidad celebra esa presencia renovadora de Cristo que viene a salvar al mundo.
La Iglesia en su papel de madre y maestra por medio de una serie de fiestas busca concientizar al hombre de este hecho tan importante para la salvación de sus hijos.
Natividad, acortación de Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, es por antonomasia la conmemoración del nacimiento de Jesús en Belén de Judá. Es celebrada por la Iglesia Católica en la noche del 24 al 25 de diciembre. En Occidente empezó a conmemorarse a mediados del siglo IV; la primera vez que se celebró en Constantinopla fue en el año 379. El acontecimiento está narrado en el Nuevo Testamento por dos evangelistas: Lucas, que escribe una historia completa porque al parecer obtuvo la información directamente de María.
Por aquel entonces, el emperador Augusto había emitido un decreto para llevar a cabo un censo en el cual todas las personas debían registrarse en un lugar determinado, de acuerdo con sus respectivas provincias, ciudades y familias. El mencionado decreto fue la ocasión para que se manifestara al mundo entero que Jesucristo era descendiente de la casa de David y de la tribu de Judá, puesto que a todos los miembros de aquella familia se les ordenó registrarse en Belén, pequeña ciudad de la tribu de Judá, cerca de diez kilómetros al sur de Jerusalén, donde estuvo la casa de David. Hasta Belén habían llegado José y María, procedentes de Nazaret, población galilea situada a noventa kilómetros al norte de Jerusalén. Siglos antes, el profeta Miqueas había vaticinado que Belén-Efrata (es decir casa del pan, la abundante), quedaría ennoblecido por el nacimiento del “regidor de Israel” o sea Cristo. Por lo tanto, María y su esposo José, en acatamiento a las órdenes del emperador para los registros del censo, hicieron la larga jornada. Al llegar a Belén, encontraron que las posadas y hospederías estaban colmadas y no era posible encontrar hospedaje. Llenos de inquietud al cabo de buscar en vano durante largo tiempo se refugiaron en una cueva de las colinas a cuyo pie se encuentra la ciudad de Belén, y que se utilizaba como establo para guarecer al ganado. La tradición universalmente admitida afirma que en la cueva se hallaban un asno y un buey*.
En aquel lugar, llegada la hora del parto, la Virgen María trajo al mundo a su divino Hijo, lo envolvió en lienzos y lo recostó en la paja del pesebre**. Dios dispuso que Su Hijo, no obstante haber llegado al mundo en la oscuridad de la pobreza, fuese inmediatamente reconocido por los hombres y recibiese los primeros homenajes de su devoción; pero esos fueron los humildes pastores, puesto que los grandes de la tierra, los más sabios entre los judíos y los gentiles, los ancianos y los príncipes, los que parecían estar encima del nivel común de la humanidad, fueron pasados por alto. Sólo algunos pastores que en aquellos momentos vigilaban los rebaños junto a las majadas, tuvieron el privilegio de ver a un ángel que se les apareció rodeado por una luz resplandeciente. En el primer momento, los pastores se sintieron sobrecogidos por el temor, pero entonces, el ángel les habló: “¡No temáis!” les dijo. “Son buenas las nuevas que os traigo y serán motivo de gran júbilo para todas las gentes. Porque en este día os ha nacido un Salvador, que es Cristo, el Señor, en la ciudad de David. Estas son las señas que os doy: encontraréis al recién nacido envuelto en lienzos y recostado en un pesebre”. Junto con el ángel, aparecieron en el cielo multitudes de espíritus celestiales que alababan a Dios y decían: “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”. Los pastores, asombrados, se dijeron entre sí: “Vayamos a Belén y veamos ese suceso prodigioso que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado”. Se fueron pues, a toda prisa; y hallaron a María, a José y al Niño reclinado en un pesebre. “Y al verle, se convencieron de cuanto se les había dicho de aquel Niño. Y todos los que supieron el suceso se maravillaron igualmente de lo que contaban los pastores (pero María guardaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón)”. Los pastores rindieron homenaje al Mesías como al rey espiritual de los hombres y regresaron a sus rebaños, no cesando de alabar y glorificar a Dios.
El mensaje del ángel a aquellos pastores, iba dirigido a nosotros, a “todas las gentes”. Por aquellas palabras, se nos invita a adorar a nuestro recién nacido Salvador y sería necesario que nuestros corazones fuesen impenetrables a todas las cosas del espíritu, si no se colmasen de regocijo al considerar la divina bondad y la misericordia infinita que se manifiestan en la Encarnación y el advenimiento del Mesías prometido. Ya la idea y la previsión de este misterio consolaron a Adán cuando fue expulsado del Paraíso; la promesa del advenimiento endulzó la amarga peregrinación de Abraham; alentó a Jacob para no tener a ningún adversario y a Moisés para hacer frente a todos los peligros y vencer todas las dificultades, cuando libró a los israelitas de la esclavitud en Egipto. Todos los profetas vieron al Mesías en espíritu, lo mismo que Abraham, y todos se regocijaron. Si ya la esperanza dio tanta alegría a los patriarcas, ¡cuánta mayor felicidad debería darnos su realización! “La carta de un amigo”, dice San Pedro Crisólogo, “es reconfortante, pero lo es mucho más su presencia; un pagaré es útil, pero su pago lo es en mayor grado; las flores son bellas, pero las supera la hermosura de su fruto. Los antiguos padres recibieron las amistosas misivas de Dios, nosotros gozamos de su presencia; ellos tuvieron su promesa, nosotros el cumplimiento; ellos el pagaré, nosotros el pago. Solamente amor nos pide Dios como tributo particular para celebrar este misterio; sólo ese pago pide a cambio de todo lo que ha hecho y de lo que ha sufrido por nosotros. ‘¡Hijos!’, nos llama. ‘¡Dadme vuestro corazón!’ Amarle es nuestra suprema felicidad y la más alta dignidad de la criatura humana”.
La vida en Cristo es la práctica del Evangelio. Desde el momento de nacer, nos enseña, primero a practicarlo y después a predicarlo. El pesebre fue su primer pulpito y desde ahí nos enseñó a curar nuestras enfermedades espirituales. Vino entre nosotros a buscar nuestras miserias, nuestras pobrezas, nuestras humillaciones, a reparar el deshonor que nuestro orgullo le había inflingido a Dios Padre y aplicar un remedio a nuestras almas. Y para ello, eligió una madre pobre, un poblado pequeño, un establo. Aquél que adornó al mundo y vistio a los lirios del campo con una majestad mayor a la de Salomón, estuvo envuelto en zaleas y reclinado en un pesebre. Eso fue lo que escogió como señal de su identidad. “Que os sirva de señal”, había dicho el ángel a los pastores, “encontrar al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”. En todo ello hay una poderosa enseñanza. “La gracia de Dios, nuestro Salvador, había aparecido a todos los hombres para instruirnos”, afirma el apóstol. A todos los hombres, al rico y al pobre, al grande y al pequeño, a todo el que quiera compartir Su gracia y Su reino y, para todo eso, nos dio su primera lección de humildad. ¿Qué es todo el misterio de la Encarnación sino el más asombroso acto de humildad de un Dios? Para expiar nuestro orgullo, el Hijo de Dios, se despojó de su gloria y tomó la forma del hombre con todas sus condiciones y en todas sus circunstancias, salvo en el pecado. ¿Quién puede dejar de imaginarse que toda la creación se colmó con la gloria de Su presencia y se estremeció de júbilo ante El? Pero nada de esto pudieron ver los hombres. “No vino”, dice San Juan Crisóstomo, “para sacudir al mundo con la presencia de su Majestad; no llegó entre rayos y truenos, como en el Sinaí; sino que lo hizo calladamente, sin que nadie lo supiera”.
En el año 5199 de la Creación del mundo, cuando Dios, en el principio, hizo de la nada los cielos y la tierra; el año 2957 después del diluvio; el año 2015 del nacimiento de Abraham; el año 1510 desde Moisés y la salida de Egipto del pueblo de Israel; el año de 1032 desde que David fue ungido rey; en la sexagésima quinta semana, de acuerdo con la profecía de Daniel;durante la centésima nonagésima cuarta olimpiada; en el año 752 de la fundación de Roma; en el cuadragésimo segundo año del reinado de Octavio Augusto, cuando toda la tierra estaba en paz, en la sexta edad del mundo: Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, con el deseo de consagrar al mundo con su arribo, concebido por el Espíritu Santo y cuando hubieron pasado nueve meses desde su concepción, nació en Belén de Judá’, de la Virgen María y se hizo hombre. Ese fue el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo según la carne.
Una tradición muy antigua de autenticidad, dice que la cueva en la que se encuentra bajo la Basílica de la Natividad en Belén. En el piso de esa cueva hay una gran estrella de plata con esta inscripción: Híc de Virgine María Jesús Christus natus est: “Aquí nació Jesucristo de la Virgen María”.
Hermanos hagamos de nuestro corazon, ese pesebre en donde nacio Nuestro Señor Jesucristo, y dejemos que nos acompañe por siempre haciendo crecer en nosotros el amor por la Santisima Trinidad, y por nuestra querida Madre la Santisima Virgen Maria, elegida por Dios para encarnar a su hijo, entregemonos a El confiadamente para que convierta nuestras vidas y nuestros corazones.
Que tengan una excelente Navidad y aprovechemos la ocacion de estar reunidos en familia para Alabar, Bendecir y Glorificar al Rey de Reyes.
Hermanos que Dios los colme de de Bendiciones.