Intervención de S.E.R. Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México.
Escrito por Mons. Christophe Pierre
Lunes, 08 de Noviembre de 2010 23:27
Apertura de la Asamblea General de la Conferencia Episcopal Mexicana (8 de Noviembre de 2010)
Excelentísimo Señor Felipe Calderón Hinojosa, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos.
Eminentísimos Señores Cardenales.
Excelentísimos Señores Arzobispos y Obispos.
La Iglesia, fiel al mandato de Jesús (Cf. Mt 28,19-20), a lo largo de su historia ha vivido bajo diferentes modelos culturales y ha sabido discernir, en cada uno de ellos, los signos de los tiempos, llevando a cabo su misión, y estableciendo vínculos de comunión dentro de ella y con la sociedad.
También en este contexto me alegra saludar a Usted, Sr. Presidente. Su presencia entre nosotros constituye un signo de su voluntad personal y de su gobierno, para dialogar con la Iglesia, siempre con el propósito de mejor llevar a cabo la tarea que, si bien se realiza en ámbitos y con métodos y objetivos diversos, buscan una meta común: favorecer el crecimiento y realización integral de cada persona y de toda la comunidad humana. Gracias y bienvenido.
A mis hermanos en el Episcopado, al dirigirles fraternamente mi saludo deseo, ante todo, ratificarles mi congratulación y aprecio por el interés con el cual cada uno, desde la propia realidad y retos, en cuanto Pastores de la Iglesia que peregrina en México han manifestado su preocupación y solicitud ante la situación de violencia y criminalidad que afecta a esta Nación, relevando, con la publicación y aplicación de la Exhortación Pastoral “Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna “, las causas de tales fenómenos y haciendo propuestas a favor del necesario cambio en las mentes, en los corazones y en la vida social de este querido País.
Lo han hecho y lo seguirán haciendo mirando la realidad “con ojos y corazón de pastores”, acompañando y compartiendo las esperanzas, logros y frustraciones de todos los mexicanos, haciéndose intérpretes y confidentes de los anhelos de quienes sufren por causa de tales fenómenos que, con sus hondas raíces en la pobreza y desigualdad, “repercute negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera”. Lo han hecho y lo seguirán haciendo, ofreciendo la Doctrina Social de la Iglesia, contribuyendo, así a la formación de las conciencias y a que crezca tanto la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia como la disponibilidad de actuar conforme a ella.
En este cambio de época, México sigue trabajando, aunque no sin fatiga, para llegar a ser un estado plural, con una sociedad civil formada que encuentre caminos de convivencia más o menos armoniosos y para desarrollar una democracia incluyente, participativa y respetuosa de los derechos fundamentales de la persona humana, en especial de la vida, la justicia y la libertad, como condición para la construcción del bien común.
Observadores de la realidad del País afirman que en cierto modo la sociedad se ha ido debilitando en el campo de lo político, de la convivencia cotidiana y en su dimensión ética, generando una progresiva crisis cultural, cuyas manifestaciones principales son precisamente la violencia, la corrupción, la dificultad en la procuración y administración de la justicia, la lentitud para llevar a cabo reformas válidas y de fondo, entre otras.
Pero lo que parecería ser más grave, sería la constatación de la escasez de una ciudadanía fuerte, responsable y propositiva, capaz de tomar en sus manos su presente y su futuro, mientras, por otra parte, el valor de la persona parece irse progresivamente perdiendo de vista. Lo que con mayor insistencia y resonancia se propone hoy, es una visión relativista y utilitaria del ser humano que niega la posibilidad de acceder a la verdad, que desconfía de la razón, reduciendo la realidad y en consecuencia también lo que es el hombre, a un asunto de percepción, a la simple opinión de personas o de grupos. Un relativismo que reduce al ser humano en un objeto de uso en su vida, cuerpo y pensamiento.
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No podemos no darnos cuenta cómo actualmente es por muchos promovida la configuración de una democracia formalista en donde la acción política y los derechos de las personas dependan de la decisión de quienes, aquí ó allá, detenten el poder, sin importar mucho el contenido de estos derechos. Se va conformando, así, una sociedad formada por individuos dispersos, incapaces de asumir compromisos comunitarios, en donde la libertad se ejerce a partir del deseo, sin responsabilidad ni trascendencia.
En esta perspectiva, que releva sólo algunos de los desafíos –sin ignorar obviamente los logros-, parecería que, globalmente, el gran reto para México es la formación de una ciudadanía que sea capaz de construir una cultura centrada en la dignidad de la persona humana, capaz de edificar
la civilización del amor.
Para avanzar en esta línea, es sin duda necesario contar con católicos intelectualmente preparados, pero, ante todo, espiritualmente bien formados. Se ha dicho y lo hemos dicho repetidamente, que un obispo, un sacerdote, un religioso, una religiosa, un agente de pastoral o un fiel laico que da testimonio de su fe y muestra coherencia de vida, mueve montañas.
Esto ha sido y sigue siendo regla de oro en la historia de la Iglesia, y el Papa Benedicto XVI lo ha también señalado reiteradamente. En consecuencia, me parecería urgente formar y organizar una
inteligencia católica, es decir, ayudar a que los académicos e intelectuales –y en cierto modo también los pastores: obispos y sacerdotes-, se capaciten para estar en grado de proponer y dialogar con un mundo plural y diverso, siempre en comunión y compromiso con el magisterio y con la comunidad de fieles, y orientados por la Doctrina social. Hombres y mujeres, profesionistas y trabajadores de la cultura en todas sus manifestaciones, dispuestos a formarse y a dar testimonio de su fe y razones de su esperanza, también en el terreno de las ideas, en vistas a la efectiva construcción de la civilización del amor.
Formar una nueva ciudadanía firme en sus valores, respetuosa de los derechos fundamentales, comprometida con la vida, la justicia y la libertad. Construir esta cultura con decisión, en diálogo con todos los sectores de la sociedad; diálogo que no sea ocultación de la identidad, sino su afirmación firme y respetuosa. El diálogo en la caridad no es solamente un método de encuentro, es ante todo un modo de ser Iglesia. A la Iglesia, fiel al ministerio de San Pedro, llamado por Cristo a buscar la unidad dialogando en la caridad, le corresponde fomentar el diálogo para la defensa y promoción de la libertad religiosa y de la dignidad humana. La Iglesia, ni debe ni puede hacer todo por sí sola. Lo que sí le corresponde, por ministerio propio, es proponer y tomar las oportunas iniciativas para lograrlo siempre.
Un reto que particularmente obstaculiza la realización efectiva y eficaz de este diálogo, lo encontramos en la concepción que en relación a la Iglesia está persistentemente presente en nuestra sociedad, que no logra o no quiere comprender, que la Iglesia católica no es un partido político, ni una opción política, ni una forma de militancia social ó un gran organismo no gubernamental, sino una comunidad de creyentes en Cristo Jesús.
Observamos así, que, cuando la religión manifiesta una posición opuesta a quienes promueven la cultura utilitaria e individualista, aquellos tratan de ejercer una fuerte limitación a la libertad religiosa o simplemente, si fuera posible, de eliminarla. Creo, al respecto, que debemos seguir trabajando en esta línea, tanto para que la posición de la Iglesia sea reconocida en su realidad y originalidad por quienes se han cerrado a ello, como en la promoción del derecho a esta libertad en su más generosa interpretación, acorde al derecho internacional, misma que será capaz de orientar la acción del Estado por la vía de la laicidad propositiva, en oposición al laicismo que ve en la Iglesia el enemigo a vencer.
En la Vigilia de oración la víspera de la reciente beatificación del Cardo Newman, el Santo Padre decía que: “la primera lección que podemos aprender de su vida: (es que) en nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que, como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas”. “La vida de Newman -prosiguió el Santo Padre-, nos enseña también que la pasión por la verdad, la honestidad intelectual y la auténtica conversión son costosas. No podemos guardar para nosotros mismos la verdad que nos hace libres,’ hay que dar testimonio de ella, que pide ser escuchada, y al final su poder de convicción proviene de sí misma y no de la elocuencia humana o de los argumentos que la expongan”.
Y con fuerza, Benedicto XVI, añadió que: “En nuestro tiempo, el precio que hay que pagar por la fidelidad al Evangelio ya no es ser ahorcado, descoyuntado y descuartizado, pero a menudo implica ser excluido, ridiculizado o parodiado. y, sin embargo, la Iglesia no puede sustraerse a la misión de anunciar a Cristo y su Evangelio como verdad salvadora, fuente de nuestra felicidad definitiva como individuos y fundamento de una sociedad justa y humana”. Newman “vio claramente que lo que hacemos no es tanto aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa”.
Para responder válidamente a los tantos ataques y críticas del presente, no hay otro camino que aquel de ser creíbles. Para estar a la altura de la instigación actual necesitamos ser personas coherentes y transparentes que hablan de Dios con sus propias vidas. En uno de sus mensajes Urbi et Orbi, el Santo Padre nos ha dicho que la humanidad no necesita de aggiornamenti superficiales sino de conversión espiritual y moral. El Papa nos habla de una crisis profunda, que exige cambios profundos a partir de la conciencia.
Pero nuestra credibilidad -vuelvo a insistir-, pasa necesariamente a través del testimonio de profunda y visible comunión eclesial. Si la Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro, no podrá no anunciar y defender los valores humanos y evangélicos: la vida, la integridad de la persona humana, el matrimonio, la familia y todas las dimensiones de la ética. Para también ser capaces de entrar en la confrontación actual que es cultural y moral, en un mundo marcado por el relativismo y el subjetivismo, tenemos que anunciar, pero sobre todo vivir y construir la comunión.
Muchas gracias.