CELEBRAR OYENDO
Lo que escuchamos
En todas nuestras celebraciones litúrgicas hay mucho que escuchar. Oí¬mos no sólo las lecturas y la homilía, sino también las oraciones proclamadas por el presidente de la asamblea o por otro ministro en nombre de todos, los que, en este caso, acompañan los textos oyendo. Se oyen también los saludos y las invitaciones dirigidas a la asamblea al empezar la celebración y en las introducciones a las diferentes partes. Se oyen también las palabras esenciales en el momento cumbre de la celebración, como en la misa las palabras de Jesús en la narración de la institución de la eucaristía y en los otros sacramentos las palabras que acompañan y explicitan el gesto cen¬tral sacramental: el baño (o la inmersión) con agua en el bautismo, la unción con la imposición de las manos en la confirmación y la unción con óleo en el sacramento de los enfermos.
Cuando no escuchamos bien
Con frecuencia durante la misa seguimos leyendo los textos que se están proclamando. En el fondo, hacemos esto para sustituir ó reforzar la escucha. Sin embargo, la lectura individual de los textos que son proclamados no siempre ni necesariamente refuerza o profundiza la escucha, pues la proclamación de una lectura bíblica o de otro texto litúrgico, y más de un saludo o exhortación, no acontece meramente en palabras acústicas. Quien habla, habla con todo su cuerpo. No habla sólo con la boca, sino también con el rostro, las manos, con su postura, con sus gestos, con el tono de su voz, con una sonrisa o una mirada severa. Todo lo que esto significa en términos de comunicación escapa a quien, por ejemplo, durante una lectura sólo mira su folleto, pero no a quien proclama la palabra de Dios y la hace viva con su voz, su mirada, sus gestos y todo su ser. En raras ocasiones podemos justificar esta lectura individual paralela a la proclamación: sería válido solamente cuando no hay condiciones de escucha, o de entender acústica mente aquello que se proclama. Pero no sería una solución satisfactoria ni siquiera en estos casos. Usar el misal o un folleto no es la única y, sobre todo, no es una alternativa válida a la lectura deficiente o a una instalación acústica mala. Alternativas mucho más indicadas, porque son más eficientes para una buena comunicación, son sin duda una mejor formación de los lectores y una revisión de la instalación del sonido o, incluso si fuese necesario, educar a la asamblea para que durante la proclamación de la palabra de Dios y las oraciones, no haga ruidos ni tenga conversaciones paralelas que impidan la escucha clara y atenta. A veces son los ministros los que murmullean durante la celebración, o van de un lado a otro porque no prepararon bien la celebración. Así perjudican el recogimiento y la escucha tranquila de la asamblea.
Sería un malentendido muy perjudicial pensar que la participación en la liturgia es más activa y fructuosa cuanto más canten y oren juntos todos los participantes. Un salmo responsorial bien cantado por un salmis¬ta y con un refrán intercalado y repetido por la asamblea puede suscitar una oración interior meditativa más profunda que un salmo recitado o cantado por todos juntos. En general, las oraciones presidenciales dichas en voz alta, con una buena expresiva pronunciación por quien preside la celebración, y acompañadas interiormente por toda la asamblea, llevan más pro-fundamente a una oración interior que cuando las dicen todos juntos. La validez de esto se capta si se tiene en cuenta que las oraciones de que se trata no fueron compuestas para reci¬tarse en común; tal es el caso de la oración del día o de la oración después de la comunión.
Aunque no deba ser frecuente en nuestras celebraciones la escucha de un coro que entona cantos realmente litúrgicos o, inclusive, la escucha de música instrumental sin canto, de órgano o de otros instrumentos, la música puede llevar a quienes escuchan con recogimiento y calma a una meditación y a una oración profundas.
Oír en silencio
Durante las celebraciones, los momentos de silencio hacen posible y favorecen una escucha profunda. El silencio puede facilitar, en primer lugar, una mirada hacia dentro de sí mismo. En todo caso, nos ayuda a parar toda actividad y a constatar nuestro vacío interior, nuestra pobreza, la necesidad de que Dios nos ayude, nos oriente y fortalezca. Así, el silencio nos abre hacia Dios, para escuchar su voz en la palabra proclamada, para escuchar también la voz de los hermanos, de la Iglesia y de la humanidad. De ahí puede brotar, como respuesta a nuestra oración, nuestra alabanza y nuestra súplica. En este silencio escuchamos la voz del Espíritu, que nos habla de Dios y por nosotros habla a Dios.
Reflexiones
No podemos observar con atención ni conocer la realidad a fondo sin analizar y preguntamos por las causas de talo cual fenómeno. Siempre puede haber un segundo momento más propicio de reflexión para confrontar aquello que observamos con lo que ya sabemos y con lo que nos enseñan la Biblia, la historia de la Iglesia y la liturgia.
Jesús, la palabra de Díos en persona
Propongo iniciar nuestra reflexión con el ejemplo de Jesús. Cuando predicó la buena nueva del amor y de la mi¬sericordia del Padre, no puso en ma¬nos de sus oyentes la Biblia, o un folleto o un cuaderno. Él hablaba, y el pueblo escuchaba. Sus oyentes no sólo escucharon con sus oídos el sonido de las palabras de Jesús, sino que captaron lo que él decía con su rostro, con sus gestos, con toda su persona. Percibieron, sobre todo, cómo las acciones de Jesús confirmaban lo que él decía. Así la palabra de Dios tuvo todo su impacto sobre los oyentes de Jesús, haciéndose viva en sus palabras y en su persona. Finalmente, Jesús era la palabra de Dios en persona, presente y comunicándose cuando predicaba. Quien lo oyó, sin duda, oyó a Dios mismo.
En el lector se hace viva la palabra de Díos
El mismo Jesús es la palabra de Dios en persona, a quien escuchamos en la liturgia. Esta palabra de Dios se hace viva y actual cuando se proclama la Sagrada Escritura. Desgraciadamente, ninguno de nosotros, ningún lector, diácono o ministro, encargado de la proclamación de la palabra de Dios en la asamblea litúrgica, consigue esto plenamente. Por esta causa no escuchamos con completa claridad la pala¬bra proclamada y, como consecuencia, ésta no nos convence totalmente. Pero incluso cuando no conseguimos una proclamación absolutamente perfecta, ¿hacemos todo lo que está a nuestro alcance para que la palabra de Dios, que es Jesucristo en persona, tenga vida en nuestras celebraciones y pueda tener su efecto? ¿Nuestros lectores están suficientemente conscientes de su tarea? ¿Se prepararon debidamente para su misión? Es ahí donde debemos hacer los primeros y mayores esfuerzos para que el pueblo, que Dios reúne en nuestras asambleas litúrgicas, pueda realmente oír su palabra, experimentarla viva en la persona de quien la proclama y explica, y pueda tener la sensación profunda y verdade¬ra: es Jesús mismo quien habla, a quien estoy escuchando.
Debemos reconocer que se hacen muchos esfuerzos loables que apuntan a una escucha de la palabra de Dios más profunda y fructuosa. Pero, tales esfuerzos son frecuentemente un tanto superficiales e insuficientes. Si, por ejemplo, se valora una procesión con el leccionario o la Biblia al principio de la misa o antes de la liturgia de la palabra, se está atrayendo la atención sobre la palabra de Dios por medio de la palabra escrita. El mismo efecto se produce cuando una lectura es cantada o dramatizada. Sobre todo en este último caso, si se hace una buena dramatización, la escucha, reforzada por la mirada, incluso por una participación oral o algún movimiento corporal de la asamblea, es más eficiente que cuando simplemente se escucha. ¿Pero qué no se ha conseguido así todavía? Me parece que de este modo no llegamos más allá del libro de las lecturas; no llegamos todavía a un encuentro vivamente experimentado con Jesús, es decir, con la palabra viva de Dios en persona. Es importante destacar el valor del leccionario, pero éste es sólo un instrumento y un sím¬bolo de la palabra que debe ser proclamada y actualizada. Es más importante todavía que la palabra oída se ponga en práctica en la vida de los individuos, de la comunidad y de la sociedad. Pero Dios no quiere solamente hablamos y, así, damos algo. Quiere dársenos en su palabra. Por eso debemos sobre todo abrirnos a él mismo precisamente cuando escuchamos la palabra que nos es proclamada, que es Dios mismo. En este encuentro íntimo con Dios acontece nuestra salvación y la salvación del mundo. Instrumento de este encuentro, de esta comunión salvífica es el ministro, que proclama y explica la palabra de Dios. En su persona, y en el ejercicio de su ministerio, debe ser presencia y actualización de la palabra de Dios, que es Jesucristo; en él se debe escuchar directamente a Dios. En él la segunda persona divina, el Verbo encarnado, la Palabra de Dios hecha carne, debe estar viva ante la asamblea litúrgica, para proclamar la grandeza y el amor del Padre. Evidentemente tal lector, tal predicador, debe ser testimonio vivo de Jesucristo y del amor del Padre en su vida diaria y estar impregnado del mensaje que proclama en la liturgia. Sólo así la palabra de Dios puede penetrar en el fondo del corazón de quienes la escuchan y producir frutos, de treinta, sesenta y ciento por uno.
Así se llega a una escucha, como la que experimentó aquella señora que un día me detuvo en la calle y me dijo: “Padre, cuando fulano (un diácono recién ordenado) lee el evangelio, yo tengo la sensación de que Jesús mismo está hablando”.
Encuentro personal y salvífico
Ciertamente la liturgia, en la proclamación de la palabra de Dios, tiene también varias dimensiones: por ejemplo, una catequética-doctrinal y otra transformadora. En ciertos momentos estas y otras dimensiones salen claramente a la superficie, pero no deben volverse exclusivas o tan prolongadas que apaguen el carácter propio y específico de la liturgia, que es el celebrativo. El clima celebrativo festivo de una reunión favorece el encuentro personal entre los participantes, principalmente con la homenajeada en esa ocasión. En una aula doctrinal o en una asamblea de ciudadanos no se intenta en primer lugar un encuentro personal, sino infundir una serie de ideas en la cabeza de los presentes. Ese objetivo no cambia cuando se usan para tal finalidad elementos simbólicos o incluso la palabra de Dios.
En la liturgia se trata de ir en asamblea de hermanos al encuentro de Dios que quiere salvamos. Este caminar se realiza de manera eminente escuchando lo que Dios nos dice. Aunque tengamos la oportunidad de tomar la palabra en este encuentro dialogal con Dios, nuestra parte en tal diálogo es, en primer lugar y por encima de todo. la escucha. En ella nos abrimos a él de tal manera que pueda damos la gracia de su gran regalo, que es nuestra salvación.
PREGUNTAS PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y EN GRUPO
l. ¿Cuáles son los momentos principales de escucha durante la celebración de la eucaristía o durante la celebración dominical de la palabra?
2. En tu comunidad, ¿de qué manera la actitud de los ministros y las condiciones técnicas facilitan o dificultan la escucha?
3. ¿Qué se puede hacer para escuchar mejor tanto la palabra de Dios dirigida a la asamblea como la palabra de la asamblea litúrgica dirigida a Dios?