“Felices los que obran la paz, porque el Padre los llamará: ‘hijos míos'”
“Tuvo a bien Dios [el Padre]… reconciliar por [Él Jesús] todas las cosas consigo, obrando por la sangre de su cruz la pacificación de todas ellas, así las del cielo como las de la tierra” (Col 1, 20).
“Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hb 12, 14).
1. El Dios de la paz y la paz de Dios
1) En el Antiguo Testamento, Dios aparece dando la paz: “El Señor bendecirá a su pueblo con paz” (Salmo 29, 11). “Se lla¬mará su nombre… príncipe de la paz” Osa 9, 6); “gente que con¬serva la paz porque en ti ha confiado” Os 26, 3); “Señor, tú nos darás la paz porque todas nuestras empresas nos las realizas Tú” Os 26, 12); “Yo soy el Señor y no hay ningún otro Dios, Yo for¬mo la luz y creo las tinieblas, obro la paz y creo la adversidad. Sólo yo, el Señor, soy el que hago todo esto” Osa 45, 7); “Paz, paz para el que está lejos y para el que está cerca, dice el Señor” Osa 57, 19); “Así dice el Señor: ‘He aquí que yo extiendo sobre ella (sobre Jerusalén) la paz como un río y las riquezas de las na¬ciones como un torrente que se desborda; y mamaréis, en los brazos seréis traídos y sobre las rodillas seréis mimados. Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén recibiréis consuelo'” Os 66, 12). “Los mansos he¬redarán la tierra y se recrearán con abundancia de paz” (Salmo 37, 11).
2) La primera vez que aparece la palabra paz, shalom, en el Antiguo Testamento, es en la Promesa a Abraham: “Tú, en tan to, te reunirás en paz con tus padres y serás sepultado en buena vejez” (Génesis 15, 15). Es una promesa de vida eterna.
3) En numerosos pasajes del Nuevo Testamento se lo llama “Dios de la paz” (Rm 15, 33; Flp 4, 9); sobre todo en los saludos y despedidas. La paz que da es “la paz de Dios que supera todo conocimiento” (Flp 4, 7). “El Dios de paz aplastará muy pronto a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16, 20).
2. “Los que obran la paz”
4) La expresión “los que obran la paz”, en griego eireno¬poioi, significaría literalmente: los obradores de paz, o hacedores de paz, los pacificadores. No aparece en ningún otro lugar de la Sagrada Escritura sino sólo aquí en Mt 5, 9. En la literatura rabí¬nica, la expresión hebrea ‘oséh shalom “, el que hace la paz, se aplica a los que se empeñan en reconciliar a las personas y a pa¬cificar los espíritus.
5) Puede pensarse que se trata de lo que san Pablo llama “el ministerio de la reconciliación” (2 Co 5, 18), que prolonga la obra de reconciliación universal de Jesucristo, llevada a cabo con la sangre de su Cruz, en su Pasión, donde reconcilió todas las co¬sas (Ef 2, 14-18). Reconcilió a Dios con los hombres, a los hom¬bres con Dios y a los hombres entre sí, derribando los muros de separación. Esta reconciliación une, a los que antes estaban se¬parados, en una sola fraternidad: para los que están en Cristo, pa¬ra los que ya son hijos de. Dios, ya no hay judío y pagano, libre y esclavo, hombre y mujer, rico y pobre, noble y plebeyo, doc¬tos e ignorantes… todos son ahora hijos del Padre y hermanos en¬tre sí. Se ha establecido la paz de una comunión (común unión) familiar.
3. Jesús ministro del Padre: reconciliador y pacificador
6) Jesús lleva a cabo la obra pacificadora por misión del Pa¬dre. Es un enviado y ministro del Padre que desea hacer obra de paz por medio de Él: “Pues el Padre tuvo a bien hacer que habi¬tara en él toda la plenitud, y por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.” (Col 1, 19-20).
4. Jesús el gran pacificador
7) Como siervo sufriente, Jesús cumple la profecía de Isaías: “Por damos la paz, cayó sobre él el castigo”, Os 53, 5). Pa¬blo dirá que “pacificó todas las cosas con la sangre de su Cruz”.
8) Jesús nos pacificó con Dios: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5, 1).
9) Jesús es el gran obrador de paz, el gran’ pacificador: “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos [judíos y paganos] hi¬zo uno solo [la Iglesia], derribando el muro que los separaba [la Ley de Moisés], aboliendo en su carne la Ley de los mandamien¬tos con sus preceptos, para crear en sí mismo de los dos un so¬lo Hombre nuevo, haciendo la paz, y mediante la cruz, reconci¬liar con Dios a ambos en un solo cuerpo, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la buena nueva de paz: ‘a vosotros que estabais lejos y a los que estáis cerca’ [Is 57, 19], porque por medio de Él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef 2, 14-18).
10) En la última Cena, Jesús promete la paz a sus discípu¬los como una herencia que va a dejarles: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27). Así como su Reino no es de este mundo, su paz tampoco es como la que el mundo llama así.
11) Jesús, en su oración sacerdotal, pide al Padre para sus discípulos el don de la unidad, que es el de la paz: “Que sean uno como Tú y Yo somos uno” (Jn 17, 11. 21. 22).
12) Jesús nos da la paz comunicándonos su Espíritu Santo entre cuyos frutos se cuenta la paz: “Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedum¬bre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Ga 5, 22)
13) Sbalom, Paz, es el saludo del Resucitado cuando se aparece a sus discípulos llenándolos de gozo (Jn 20, 19-20).
14) Por todo esto Jesús merece el título de Príncipe de la Paz que Isaías le confiere al Mesías (Is 9, 5).
5. Paz y reconciliación
15) Jesús llevó a cabo una obra de pacificación que los tex¬tos presentan como obra de reconciliación universal. Cuando Je¬sús envía a sus discípulos a predicar, hacer milagros, expulsar de¬monios y anunciar la llegada del Reino de Dios, los envía tam¬bién a anunciar la paz: “En la casa en que entréis decid: paz a es¬ta casa, y si hay en ella un hijo de la paz, vuestra paz reposará sobre él, y si no, se volverá a vosotros” (Lc 10, 5).
16) Pablo es ministro de esa obra reconciliadora que la Iglesia continúa a través de los siglos: “Todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación: Dios estaba en Cristo reconci¬liando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hom¬bres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la re-conciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nom¬bre de Cristo: reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en Él” (2 Co 5, 18-21).
17) Dios quiere reconciliarse con los hombres que lo han ofendido. Él es el ofendido y sin embargo viene a suplicar al hombre que se reconcilie con Él. El pecado, en efecto, consiste a veces, quizás más frecuentemente de lo que parece, en que el hombre, en lugar de reconocer que ha ofendido a Dios y que ne¬cesita perdón, guarda agravios y rencores hacia Dios y no quie¬re perdonarlo. Reconciliar a los hombres con Dios consiste a ve¬ces en proclamarles el perdón de Dios, y otras veces consiste, aunque parezca mentira, en moverlos a perdonar a Dios. Por eso Dios Padre, en Cristo, se acerca a la humanidad como suplican¬do reconciliación.
18) Pablo viene: “calzados los pies con el celo por anunciar el evangelio de la paz” (Ef 6, 15). Y se pone a sí mismo como ejemplo de esta siembra de paz: “Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vo¬sotros” CFlp 4, 9).
6. Paz, Unión, Comunión
19) Paz y unidad, o unión de los ánimos, van juntos y son casi sinónimos. Jesús todo lo pacifica porque derribando los mu¬ros que separan, restaura la unidad entre lo que estaba separado y dividido. Por eso, de su obra debe derivar la unión y la paz en¬tre los miembros de la comunidad. Pablo ve la paz como un vín¬culo que une y mantiene unidos. El Espíritu Santo une, el malo separa (Diábolos = Separador).
20) “Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que andéis co¬mo es digno de la vocación con que fuisteis llamados: con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, procurando mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz: un solo cuerpo y un solo Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de Vuestra vo¬cación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos y por todos y en todos” (Ef 4, 3-6). Pablo parece hacer un juego de imágenes entre su pri¬sión y sus cadenas, con el vínculo de la paz y de la unidad.
7. Se los llamará hijos de Dios
21) Los hijos de Dios han de ser, por lo tanto, pacificado¬res y reconciliadores. Pero han de seda según el modelo del Pa¬dre, del Hijo, movidos por el Espíritu, como Pablo y los grandes santos pacificadores.
22) Se los llamará hijos de Dios porque se parecerán a su Padre, Dios de la Paz (2 Ts 3, 6) y a su Hijo que es “nuestra paz” (Ef 2, 13). Los profetas habían anunciado al Mesías como prínci¬pe de la paz Os 9, 5) y la era mesiánica sería de paz universal Os 11, 6-9). La Paz aparecía como un nombre de la salvación mesiá¬nica escatológica y de sus bendiciones divinas en los tiempos fi¬nales, escatológicos.
23) No se trata de una tarea de reconciliación social pura¬mente profana, aunque estén siempre dispuestos a desempeñada también: “en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12, 18). Pero no se tra¬ta de que se conviertan o se conformen con ser sólo ‘facilitadores’ de acuerdos y mediadores de conflictos, mediante técnicas de aná¬lisis transaccional y dinámica de grupos. Si los discípulos de Jesús deben ser portadores y heraldos de la paz (Lc 10, 5 y ss.) deberán vivir en paz entre ellos y consigo mismos, como lo indica el Ser¬món de la Montaña explícitamente (Mt 5, 21-26 Y 38-47). Santiago dirá de la obra pacificadora de los cristianos: “Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz” (St 3, 18).
24) Jesús rechaza explícitamente convertirse en juez de la partición de una herencia entre dos ‘hombres’: Lc 12, 13. Lo que traen en primer lugar sus discípulos, como hijos del Padre celes¬tial, es la comunión divino eclesial, mediante la reconciliación y la paz entre Dios y los hombres.
25) Esta koinonía o comunión divino humana, divino ecle¬sial, dimana de su condición de hijos de Dios. Y por eso, su con¬dición de pacificadores sobre el modelo de Jesucristo, los hace reconocibles como hijos de Dios y acreedores a ser llamados con ese nombre.
26) De la paz de Dios debe derivar nuestra paz entre noso¬tros y con todos: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. El que de esta manera sirve a Cristo, agrada a Dios y es aprobado por los hombres. Por lo tanto, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edifica¬ción” (Romanos 14, 17-19). “A vivir en paz nos llamó Dios” (1 Co 7, 15). “Dios no es Dios de confusión sino de paz” (1 Co 14,33).
27) A su vez, la paz entre los hermanos atrae la paz divina: “sed de un mismo sentir y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor estará con vosotros” (2 Co 13, 11). Entre los corintios, en efecto, las divisiones, partidos y discusiones eran una tentación tenaz que Pablo combate en la primera carta a los corintios. La falta de paz y la división es un grave mal de la Iglesia, que afli¬ge al Padre, que desea la unión de los cristianos. Pablo insiste a menudo: “Tened paz entre vosotros” (1 Ts 5, 13).
28) ¿Cuál es el secreto de la paz cristiana? Lo revela una mis¬teriosa palabra de Jesús, que parece contener el secreto de la paz: “Tened sal en vosotros y tendréis paz entre vosotros” (Mc 9, 50).
29) ¿Qué sal es ésta que asegura la paz entre las personas? El contexto alude a la sal de la Alianza que según la ley del Le¬vítico no debía faltar en ningún sacrificio (Lv 2, 13). Esa sal, que daba sabor al sacrificio en la Antigua Ley, era el amor de la Alian¬za, la fidelidad a Dios, la obediencia al Señor. Sin ese amor, los sacrificios no agradaban al Señor: “Son mías todas las fieras de la selva, las bestias por millares en mis montes, conozco las aves de los cielos y son mías las bestias de los campos. Si tuviera ham-bre, no te lo diría, porque mío es el orbe y cuanto contiene. ¿Voy a comer la carne de los toros, o a beber la sangre de los machos cabríos? ¡Ofrecedme un sacrificio de alabanza!” (Salmo 49, 10-14).
30) En el Nuevo Testamento Jesús se refiere sin duda a otra sal. ¿Cuál? Jesús enseña que la sal a la que Él se refiere es la sa¬biduría de la Cruz, es decir la del amor sufriente. El dicho sobre la sal, en Mc 9, 50, está en el centro de la sección del camino, que abarca los capítulos 8 al 10 y va desde la curación del ciego de Betsaida a la curación del ciego de Jericó. En esta sección hay tres solemnes anuncios de la Pasión, que los discípulos no quie¬ren oír ni comprender.
31) Por estar sordos para el anuncio de la Cruz que Jesús les viene haciendo por el camino, están ciegos para ver el cami¬no a Jerusalén como un camino hacia la cruz. Y debido a esa ig¬norancia o resistencia ante la sabiduría de la Cruz, estos tres ca¬pítulos están dominados por las discusiones: Pedro le discute a Jesús, los discípulos discuten entre sí, con los fariseos, y de nue¬vo entre sí, o discuten con los que hacen milagros pero no vie¬nen con ellos, los esposos se separan, o los discípulos riñen a los niños.
32) No pueden entender ni ver el camino del Siervo su¬friente que va a dar la vida en la Cruz para pacificar todas las co¬sas. Lo que da sentido y sabor al sacrificio del Hijo, es hacer la voluntad del Padre y entregarse por amor a todos los hombres. Ese amor que sabe sacrificarse es la sal que sazona el sacrificio y lo hace acepto y agradable a pesar de su terribilidad. Sufrir por amor es el secreto de la paz del alma y el secreto de la paz en la Iglesia, en la familia creyente, en la sociedad y el mundo.
33) Por eso Jesús dirá en el Sermón de la Montaña: “Voso¬tros sois la sal del mundo, si la sal pierde el sabor ¿con qué se salará?” (Mt 5, 13). Esta sal preserva de la corrupción de la discor¬dia, porque sabe sacrificar por amor, para pacificar y reconciliar¬lo todo, como hizo el Hijo. Y por eso, los pacificadores serán lla¬mados, con razón, Hijos de Dios.
Sugerencias para la oración con la séptima Bienaventuranza
Felices los hacedores de la paz, porque el Padre los llamará: ‘hijos míos’
Me pongo en oración y le pido a Jesús que me ilumine acerca de mi estado en relación con la séptima Bienaventuranza. Le pido al Espíritu Santo que me ilumine para comprender cómo la vivió Jesús. Y le pido al Padre que me engendre a imagen y semejanza de su Hijo Jesús, para que pueda vivida como Él la vi¬vió y pueda entrar en el Reino de sus Hijos, que no es otra cosa que la condición filial. Que pueda recibir y tener la pureza de Co¬razón que imprime el Espíritu puro y santo que viene del Padre. Pueden ayudarme algunas preguntas como las que siguen. Pero recordaré que las Bienaventuranzas no son leyes o mandamien¬tos, ni se trata de hacer un examen moral, sino de pedir conoci¬miento interno de mi estado espiritual de hijo y de motivarme pa¬ra pedir.
Hacedores de paz: ¿Contribuyo a la paz y armonía entre mis prójimos, a la reconciliación de las partes o me hago instrumen¬to de irritabilidad y discordia, con mis murmuraciones, críticas, juicios temerarios, alejándome para no complicarme la vida, pa¬ra que no se rían de mí? ¿Omitiendo el ayudar a sobrenaturalizar las situaciones y los hechos?
¿Pacto con la falta de paz en mi espíritu por poco o largo tiempo, resistiendo y menospreciando ese fruto del Espíritu San¬to, o al decir de Pablo, al mismo Jesús, porque “Él es nuestra paz”? (Ef 2, 14). Por el contrario, ¿acudo a la oración, a la alaban¬za, a la súplica, al examen de conciencia y a la penitencia, para recobrada y sembrada alrededor?
La sal impide la corrupción y da sabor. ¿Soy un discípulo “sabroso” o “soso” por falta de sal evangélica: mal humor, agrideces, malas palabras o cualquier otro insulto, poco dominio de mí? O por el contrario, ¿vivo contento y feliz saboreando el amor de Dios que se manifiesta tanto “en lo próspero como en lo adver¬so”? (Rm 8, 28)
¿Vivo el gozo de llamarme hijo de Dios por la obediencia y el amor sufriente? “Saber sufrir un poco por amor de Dios sin que lo sepan todos” (Santa Teresa de Jesús).