Juan Maria Vianney
Santo Cura de Ars
Del libro: Retratos de los santos de Antonio Sicari ed. Jaca Book
Del Santo Cura de Ars escribió también una biografía Henri Ghéon, un poeta y dramaturgo francés, nacido hace mas de cien años. En su primer capítulo el autor dice que la vida del Santo Cura esta llena de ingenuidad y de maravillas que se estaría tentado de contarla como una fábula. Y, la fábula, escribe sería así:
“Había una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano que, desde su más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y porque aquellos señores de París, que habían realizado la revolución, impedían a la gente de rezar, el niño y sus padres, iban a escuchar Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes se escondían en ese entonces y, cuando se les capturaba, se les cortaba la cabeza. Por esto Juan María Vianney soñaba con llegar a ser sacerdote, claro sí sabía rezar, pero le faltaba la educación. Cuidaba las ovejas y trabajaba los campos.
Ingresó demasiado tarde en el Seminario y tropezó en todos los exámenes. Pero las vocaciones en ese tiempo eran raras y al final, lo admitieron. Fue nombrado párroco de Ars y ahí se quedo hasta su muerte. El último párroco de Francia en el último pueblo de Francia. Pero fue enteramente un párroco y esto no sucede frecuentemente. Lo fue así completamente que el último pueblo de Francia tuvo la primera parroquia de Francia, y Francia entera se puso de viaje para ir a verle. El, convertía a todos aquellos que llegaban a él y si no hubiese muerto, habría convertido a toda Francia.
Sanaba las almas y los cuerpos. Leía en los corazones como en un libro. Y la Virgen Santa lo visitaba y el demonio la hacia desprecios, pero no lograba impedirle ser un hombre santo.
Lo promovieron como Canónigo, después Caballero de la Legión de Honor, y después fue estimado un santo, pero en vida, él nunca comprendió el porqué. Y esta es la prueba más bella del hecho que él merecía propiamente esa gloria.
Todo esto sucedía en el siglo XIX y no en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado el siglo del Cura de Ars, pero Francia no se lo imaginaba siquiera.
Se siente en este relato la mano del artista que logra con breves trazos describir casi todo el perfil de su personaje, pero el autor se detiene y advierte que en realidad, detrás de este candor profundísimo del cual, a primera vista, no se sospecharía la intensidad. Los episodios aludidos son todos verdaderos. Aquel campesinillo de la provincia de Lyón tiene siete años cuando en París reina el Terror y vienen exiliados, bajo pena de muerte, todos los curas que no se unieron al cisma, mas allá de los miles que son masacrados. Mas bien, las tropas de la Convención atravesaron el pueblito de Dardilly, donde él vive, para ir a reprimir la insurrección de Lyón. La iglesia ha sido cerrada, el párroco antes cede a todos los juramentos que se le piden, después deja de ser sacerdote. Los Vianney de vez en cuando hospedaban, a riesgo de su vida, algún sacerdote clandestino; es en un cuarto con las puertas abiertas y protegidas por un carro de heno oportunamente colocado (mientras algunos campesinos hacen la guardia en las puertas), que el pequeño Juan María podía recibir la Primera Comunión a los trece años: Y estamos en el así dicho “segundo terror”.
La vocación le llega demasiado pronto, como él mismo dirá, “después a un encuentro que tuve con un confesor de la fe”, comprendí que llegar a ser cura significaba estar dispuesto a morir por el propio ministerio. Pero si el niño no podía frecuentar la parroquia, aún menos las escuelas, inexistentes.
La primera vez que pudo lograr sentarse sobre los bancos de la escuela tenía ya 17 años. Intentó desesperadamente de aprender, ayudado de un amigo sacerdote que creía en la vocación de aquel muchacho, pero los resultados fueron míseros. Dirá, después, el mismo Cura de Ars que el sacerdote “ha buscado por cinco o seis años de hacerme aprender algo, pero ha sido una fatiga aventada al viento, porque no pudo alcanzar a meterme nada en la cabeza”. Hay mucha humildad en esta expresión, pero hay mucho de verdadero.
Las dificultades llegaron a ser insuperables cuando se trato de enfrentar, en un seminario, los estudios de filosofía y de teología que, por demás, en ese tiempo debían de ser hechos sobre textos escritos y explicados en lengua latina. Pero el párroco de Ecuilly, muy estimado en la Diócesis, le obtiene todas las posibles facilidades (de estudios y de exámenes) logrando a obtenerlos y también la ordenación sacerdotal, tomándoselo el mismo como vicario.
Fue ordenado a los 29 años, en el 1815, año en el cual en Turín nacía Don Bosco. Pasó sus primeros años de ministerio en la escuela donde aquel santo padre que le había intensamente ayudado y educado: “tiene una culpa, dirá después Juan María Vianney, de la cual le será difícil justificarse delante de Dios: de haberme admitido a las Ordenes Sacras”.
Se necesita entender bien, Juan María lo deseaba con todo el corazón, pero se sentía profundamente indigno. Por otro lado, lo estimulaba y lo protegía, porque estaba convencido que se trataba de una óptima vocación y que la escasez de instrucción sería compensada de una particular inteligencia de fe. Y tenía razón Juan María, de parte suya, estaba convencido de haber recibido un don grandísimo e inmerecido: “Pienso, dirá, que el Señor había querido escoger el más cabeza grande de todos los párrocos para cumplir el mayor bien posible. Si hubiera encontrado uno todavía peor, lo habría puesto en mi lugar, para demostrar su gran misericordia”.
Hay en todas estas palabras todo un drama espiritual, un drama místico del cual se necesita intuir bien la profundidad. El carisma de este joven sacerdote será aquello de desaparecer de tal manera detrás de su ministerio, de ser solamente sacerdote, ministro de Dios, a un punto tal que su persona se mezclará, se confundirá enteramente con el do del sacerdocio.
El Cura de Ars llegará a ser el patrón de todos los párrocos del mundo, porque vivirá una desesperada necesidad de anularse delante al don inmerecido que ha recibido, de consumirse ejercitándolo: Y lo hará aunque penitencialmente, consumirse físicamente, en las más duras mortificaciones, su sustancia humana.
He dicho: “necesidad desesperada”, el Cura de Ars dirá de sí que no alcanzaba a entender la tentación del orgullo, pero de sentir al contrario mas aquella de la desesperación, aquella del abismo no confortable inadecuado que se colma sólo en el abandonarse totalmente en Dios.
Es importante que no comprendamos bien todas las raíces del drama, partiendo propio de algunas experiencias nuestras. Tantas veces los cristianos se sienten casi obstaculizados de la humana limitación de su sacerdote. Dicen; “no sabe predicar”, o bien “no es capaz de las relaciones humanas”, o “no es un santo”, “es también él un pecador como todos..”, “¿Porqué tengo que confesarme con él que es pero que yo…?” Y otros lamentos similares.
Pónganse junto por un momento todas las objeciones más o menos instintivas que su experiencia han probado u oído en referencia de los sacerdotes. Y bien: el aspecto más serio de estas objeciones consiste en el hecho que envían a la desnuda objetividad del ministerio: aquello que importa es solamente la acción sagrada de Dios, que a través de este hombre se cumple.
El santo Cura de Ars encarna personalmente, él de frente a sí mismo y delante de Dios, este inefable drama.
“El sacerdote, decía, de un lado, se entenderá solamente en el cielo. Si lo comprendiéramos en la tierra nos moriríamos, no de miedo pero sí de amor… Después de Dios el sacerdote es todo. ¡Dejen por veinte años una parroquia sin sacerdote y se adorarán las bestias!”.
Pero, por otro lado, añadía:
“¡Cómo es espantoso ser sacerdote! Cómo es de compadecer un sacerdote cuando dice Misa como una cosa ordinaria! ¡Como es desventurado un sacerdote sin interioridad!”.
Esto, a decir verdad, no es su problema, mas bien, cuando dice Misa parece que ve a Dios, tanto su celebración es intensa y emocionante. Pero él vive el tormento de ser párroco, de tener la responsabilidad de una parroquia y de no sentirse digno. Continuará a esperar hasta los últimos años de vida, de poder ser liberado de esta responsabilidad, para no tener que pasar directamente, como decía, “de la parroquia al tribunal de Dios”.
Y tendrá el constante temor, hasta los pocos días antes de la muerte, de poder morir sucumbiendo a la tentación de desesperarse. Por tres ocasiones buscó de huir de noche, para ir con el obispo a pedir permiso de retirarse en soledad “a llorar sus pecados”.
L última vez lo hará directamente cuando todavía es célebre en toda Francia, tres años antes de morir. Huirá de noche mientras los parroquianos, que sospechan, están despiertos, listos a detenerlo. Los más vivos colaboradores lo obstaculizarán en todos los modos pidiéndole de recitar juntos antes las oraciones de la mañana, escondiéndole el breviario, hasta que la multitud de parroquianos le obstruía la calle y llorando le pediría de quedarse:
“Señor Cura, si le hemos dado algún disgusto, dígalo, haremos todo aquello que quiera para hacerle el favor”. Se dejó reconducir a la iglesia “condenado”, en el sentido más espiritual del término, a su confesonario, diciéndose: “que no sería, si no de tantos pobres pecadores?”
Pero no huía por cansancio, huía por el temor de no ser digno. “Yo, decía, no me lamento de ser sacerdote para decir la Misa, pero no quisiera ser párroco”.
Pensaba que el nombramiento dependiese del hecho que el obispo se equivocase en el valorar sus capacidades, y que por lo tanto él era un hipócrita, porque lograba esconder su miseria. “¡Como soy desafortunado! ¡No hay ninguno sino el Monseñor que no se engañe sobre mi consideración! ¡Se necesita que yo sea bien hipócrita!”.