Septimio Severo, Maximino el Tracio, Decio y Treboniano Gallo
Con Septimio Severo (193-211), fundador de la dinastía siria, parece prenunciarse para el cristianismo una fase de desarrollo sin estorbos. Cristianos ocupan en la corte cargos influyentes. Sólo en su décimo año de reinado (202) el emperador cambia radicalmente de actitud. En el 202 aparece un edicto de Septimio Severo, que conmina graves penas para quien se pase al judaísmo y a la religión cristiana. El cambio repentino del emperador, solamente se puede comprender pensando que él se dio cuenta de que los cristianos se unían cada vez más estrechamente en una sociedad religiosa universal y organizada, dotada de una fuerte capacidad íntima de oposición que a él, por consideraciones de política estatal, le parecía sospechosa.
Las devastaciones más llamativas las sufrieron la célebre Escuela de Alejandría y las comunidades cristianas de Africa.
Maximino el Tracio (235-238) tuvo una reacción violenta y cerril contra quien había sido amigo de su predecesor, Alejandro Severo, tolerante hacia los cristianos. Fue devastada la Iglesia de Roma con la deportación a las minas de Cerdeña de los dos jefes de la comunidad cristiana, el obispo Ponciano y el presbítero Hipólito.
Que la actitud hacia los cristianos no ha cambiado en el vulgo, nos lo manifiesta una verdadera caza a los cristianos que se desencadenó en Capadocia cuando se creyó ver en ellos a los culpables de un terremoto. La revuelta popular nos revela hasta qué punto los cristianos eran todavía considerados «extraños y maléficos» por la gente. (Cf K. Baus, Le origini, p. 282-287).
Bajo el emperador Decio (249-251) se desencadena la primera persecución sistemática contra la Iglesia, con la intención de desarraigarla definitivamente. Decio (que sucede a Filipo el Arabe, muy favorable a los cristianos si no cristiano él mismo) es un senador originario de Panonia, y está muy apegado a las tradiciones romanas. Sintiendo profundamente la disgregación política y económica del imperio, cree poder restaurar su unidad juntando todas las energías alrededor de los dioses protectores del Estado. Todos los habitantes están obligados a sacrificar a los dioses y reciben, después, certificados. Las comunidades cristianas se ven desconcertadas por la tempestad. Aquellos que rehúsan el acto de sumisión son arrestados, torturados, ejecutados: así en Roma el obispo Fabián, y con él muchos sacerdotes y laicos. En Alejandría hubo una persecución acompañada de saqueos. En Asia los mártires fueron numerosos: los obispos de Pérgamo, Antioquía, Jerusalén. El gran estudioso Orígenes fue sometido a una tortura deshumana, y sobrevivió cuatro años (reducido a una larva humana) a los suplicios.
No todos los cristianos soportan la persecución. Muchos aceptan sacrificar. Otros, mediante propinas, obtienen a escondidas los famosos certificados. Entre ellos, según la carta 67 de Cipriano, hay a lo menos dos obispos españoles. La persecución, que parece herir mortalmente a la Iglesia, termina con la muerte de Decio en combate contra los godos en la llanura de Dobrugia (Rumania). (Cf M. Clèvenot, I Cristiani e il potere, p. 179 s.). Los siete años sucesivos (250-257) son años de tranquilidad para la Iglesia, turbada solamente en Roma por una breve oleada de persecución cuando el emperador Treboniano Gallo (251-253) hace arrestar al jefe de la comunidad cristiana Cornelio y lo destierra a Centum Cellae (Civitavecchia). La conducta de Galo se debió probablemente a condescendencia para con los humores del pueblo, que atribuía a los cristianos la culpa de la peste que asolaba al imperio. El cristianismo era todavía visto como «superstición» extraña y maléfica (Cf K. Baus, Le origini, p. 292).