Pío X,
“Las asociaciones del Culto”
La ley de la separación –como hemos dicho ya- en el ejercicio del culto, en la posesión y en la administración de los bienes de la Iglesia, suponía la institución de asociaciones exclusivamente laicas, sujetas inmediata, única y directamente a la autoridad del estado.
Si el clero, dentro del año de la promulgación de la ley, no constituía tales asociaciones, todos los bienes de la Iglesia de Francia pasarían inexorablemente a la vorágine del Estado. Y entonces el clero, para seguir atendiendo al culto y a su vida, se vería obligado a tender la mano, como un mendigo cualquiera, a la caridad de los fieles.
Se presentaba un dilema terrible: o aceptar las “asociaciones del culto” o rechazarlas. Aceptarlas significaba sacrificar la constitución divina de la Iglesia; rechazarlas significaba sacrificar un ingente patrimonio y reducir a la miseria a los cien, mil sacerdotes franceses.
Surgieron discusiones y se encendieron polémicas.
Un grupo de veintitrés eminentes intelectuales católicos designados burlonamente con el nombre de “cardenales verdes” por la prensa monárquica, había llegado a la conclusión de que a la Iglesia no le quedaba otro camino que el de aceptar, por vía de experimento, las “asociaciones del culto” talo como las proponía la ley. Pero el célebre Conde de Mun – el poderoso campeón de la acción social cristiana en Francia- al ver en estas asociaciones una espada suspendida sobre la cabeza de la Iglesia de la Primogénita, advertía:
Pero, ¿qué pensaba el Episcopado?
El Episcopado, por sugerencia de Pío X, se había reunido en París en asamblea plenaria, bajo la presencia del cardenal Richard, y, desde el 30 de mayo hasta el 1° de junio de 1906, había examinado a fondo la cuestión, concluyendo con un no unánime, a excepción de dos votos.
Resuelta esta cuestión, se presentó súbitamente otra.
Para salvar el patrimonio de la Iglesia en Francia de la rapiña del estado, ¿no se podría estudiar un sistema que permitiera transformar las “asociaciones del culto” en asociaciones que pudieran responder a las exigencias de la ley y, al mismo tiempo, a las del derecho de la Iglesia?
Los obispos lo habían planeado por una mayoría de 45 votos contra 27.
Era un error –si bien involuntario- porque un simple correctivo de la jurisprudencia no podía cambiar la ley.
Pero, mientras en París discutía el Episcopado sobre la posibilidad de constituir “asociaciones del culto” legales, pero a la vez canonícas, el Papa, previendo las peligrosísimas consecuencias que de ello podrían derivarse, estudiaba la cuestión bajo todos los puntos de vista con los cardenales encargados de los Asuntos Eclesiásticos extraordinarios, interrogando a cuantos mantenían opiniones distintas a la suya y ponderando sus razones, tanto más cuanto que había cardenales que, preocupados por la pérdida de todos los bienes eclesiásticos que amenazaba la ley y queriendo librar al clero de Francia de días aun más negros, se inclinaban abiertamente por la aceptación, al menos por vía de experimento, de las “asociaciones del culto”.
La decisión se presentaba grave y llena de pavorosas incógnitas. Pero Pío X, seguro de la asistencia milagrosa de Dios, no conoció un solo instante de temor, y a cuantos se mostraban temerosos y vacilantes sobre el porvenir de la Iglesia en Francia, replicaba, con la calma de los fuertes, en el ardor de su fe:
“¡No temáis! Aun en el caso de que la Iglesia debiera perder en Francia todos sus bienes, os aseguro y os prometo que al clero no le faltaran nunca los medios necesarios para el culto divino y para el sostenimiento de la vida, sino que, por lo contrario, estos se duplicaran y multiplicaran.”
Sostenido por la fuerza de su fe, Pío X maduraba su decisión orando a los pies del Crucifijo, pues no se trataba ya de decidir una cuestión de intereses o de conveniencia, sino de elegir entre el bien y el mal.
Maduraba su decisión y convencido de que el Episcopado de toda Francia formaba un solo corazón y una única alma con él, el 10 de agosto de 1906, con la encíclica “Gravissimo officii muñere…” lanzaba la sentencia esperada con ansiedad desde hacía mucho tiempo, aniquilando para siempre las esperanzas de la secta de ver a la Iglesia humillada bajo la violencia de una política enemiga de Dios y de la patria.
Reafirmaba la imposibilidad de poder aceptar y reconocer las “asociaciones del culto” tal como estaban impuestas por la ley de la separación, por ser consideradas como una deshonra para los sagrados derechos y para la divina constitución de la Iglesia, Pío X declaraba:
“Después de dejar aparte estas asociaciones que la conciencia de nuestro deber nos prohíbe aprobar, convendría examinar la licitud de la experiencia, en su lugar, de otra suerte de sociedades legales y canonícas, llamadas así, con el fin de preservar a los católicos de Francia de las graves complicaciones que amenazan.”
Nada nos preocupa más y nada nos tiene más angustiados que estas eventualidades y pluguiera al cielo que Nos pudiéramos abrigar alguna esperanza, aunque fuera pequeña. De llegar, sin ofensa de los derechos de Dios, a liberar al clero de Francia del temor de tantas y tan crueles pruebas.
Pero no existiendo, desgraciadamente, esperanza, mientras la ley sea lo que es, nos declaramos que no es licito hacer ensayo de ninguna asociación, mientras no conste, en modo legal y seguro, que la divina constitución de la Iglesia, los derechos inmutables del Romano Pontífice y de los obispos, así como su autoridad sobre los bienes necesarios a la Iglesia y particularmente sobre los edificios sagrados, serán tutelados en dichas asociaciones, con toda seguridad.
Pretender lo contrario sería traicionar a nuestra misión y desear la ruina de la Iglesia en Francia.
A vosotros por ello, obispos, no os queda otra solución que poner manos a la obra y estudiar los medios que el derecho reconoce a todos los ciudadanos para la organización del culto religioso. No obstante la lejanía material, Nos estaremos siempre con vosotros con el pensamiento y con el corazón, ayudándoos y apoyándoos, en toda ocasión, con Nuestra autoridad.”
Y, juzgando capaz de heroísmos al clero de Francia, con la fe que hace milagros, concluía:
“tomad sobre vosotros valerosamente esta carga que os imponemos, movidos por nuestro amor hacia la Iglesia y confiados en la próvida bondad del Señor, el cual, llegado el momento oportuno (estamos íntimamente seguros de ello) no dejara de enviar a Francia su ayuda y su socorro.”
Toda la Iglesia estaba con el Papa en la lucha y en la resistencia.
Los más ardientes partidarios de la ley de la separación estaban convencidos de que el papa habría protestado contra ella; pero que, después, para evitar la total expoliación del clero que se ocultaba amenazadora entre las líneas de la ley de separación, no tardaría en autorizar las “asociaciones del culto”.
-había dicho con la más amplia seguridad el principal autor de la ley de la separación, Arístides Briand, en la sesión del Senado del 23 de noviembre de 1905.
Pero el laicismo francés, que quería mandar a la guillotina a la Iglesia de la Primogénita, se equivocaba.
No había pensado que la Iglesia, aunque sufra con el Divino Perseguido, no se rebaja a comerciar con las sinagogas de los enemigos de Cristo; que la Iglesia desafía los huracanes de la tempestad con la cabeza erguida en el cielo imperturbable de sus dos mil años.
No había comprendido que aquel Papa, que había subido al Pontificado tembloroso de lágrimas, representaba a la Iglesia de Cristo, encarnaba sus derechos, resumía su fuerza y su libertad.