Sus treinta y dos años se adaptan sin esfuerzo al régimen del monasterio; lo único que resulta difícil a su naturaleza orgullosa es la obediencia. En sus combates, le sostiene su intención inicial: «Quería entrar en la vida religiosa para acompañar a Nuestro Señor en sus penas« Jesús me toma de la mano, introduciéndome en su paz y alejando la tristeza en cuanto pretende aproximarse». El 27 de junio de 1890, fray Alberico ve realizado un proyecto del que había hablado al abad nada más llegar: ser destinado a un monasterio muy pobre situado en Siria, la Trapa de Akbés, a fin de poder vivir en el anonimato, todavía más pobre, y de encontrarse próximo a Tierra Santa, donde trabajó y sufrió el Hijo de Dios. En ese lugar, los religiosos viven en medio de una población formada por kurdos, sirios, turcos y armenios, que se convertirían –escribe– en «un pueblo valiente, laborioso y honrado, si fuera instruido, gobernado y sobre todo convertido« Nos corresponde a nosotros labrar el porvenir de esos pueblos. El porvenir, el único porvenir, es la vida eterna, y esta vida no es más que una corta prueba que prepara para la otra« La predicación en los países musulmanes es difícil, pero los misioneros de tantos siglos pasados supieron vencer otras muchas dificultades« Seamos ejemplo de una vida perfecta, de una vida superior y divina».
En 1892, unos meses después de haber pronunciado los votos, fray Alberico recibe la orden de iniciar estudios teológicos para convertirse en sacerdote. A pesar de la «extrema repugnancia» que siente hacia todo lo que le aleje del último lugar que ha venido a buscar, se pone manos a la obra. Al mismo tiempo, expone al padre abad general la persistente atracción que siente por un género de vida todavía más humilde, fuera de la orden cisterciense. El padre abad le manda llamar a Roma para que curse dos años de estudios. Obediente, fray Alberico llega en octubre de 1896. No obstante, el abad general le concede la facultad de abandonar la Trapa, a partir del mes de enero, y de seguir la llamada de Dios.
«Gozo hasta el infinito»
Fray Carlos de Jesús –es el nombre que adoptará en adelante– regresa entonces a Nazaret. Las religiosas clarisas lo admiten como criado: «Gozo hasta el infinito de ser pobre, vestido de obrero, en esa baja condición que fue la de Jesús«». Son muchas las horas que pasa en adoración ante el Santísimo Sacramento. Un día, deja escapar de su corazón estas notas de agradecimiento: «Dios mío, todos debemos cantar tus misericordias, todos nosotros que hemos sido creados para la gloria eterna y redimidos por la sangre de Jesús, por tu sangre, Señor y Jesús mío, que estás junto a mí en este sagrario; pero, si todos debemos hacerlo, ¡yo mucho más!, yo que desde la infancia he estado rodeado de muchos favores, que soy hijo de una santa madre, que aprendí de ella a conocerte, a amarte y a rezarte en cuanto pude entender una palabra. Y los catecismos, las primeras confesiones« aquellos ejemplos de fervor recibidos en el seno de mi familia« y, tras una larga y completa preparación, aquella primera Comunión«».
«Y cuando, a pesar de tantos favores, empezaba a separarme de ti, con cuánta dulzura me llamabas a ti por mediación de la voz de mi abuelo, con cuánta misericordia me impedías caer en los últimos excesos conservando en mi corazón mi ternura hacia él« Pero, a pesar de todo ello, por desgracia yo me alejaba, me alejaba cada vez más de ti, de ti Señor mío y vida mía« y por eso mi vida empezaba a ser una muerte, o más bien era ya una muerte a tus ojos« Y en aquel estado de muerte, aún me conservabas: había desaparecido toda fe, pero el respeto y la estima por la religión habían permanecido intactos«».
«Y por la fuerza de las cosas, me obligaste a ser casto, y enseguida, al devolverme a finales del invierno de 1886 al seno de la familia, en París, la castidad se convirtió para mí en algo dulce y en una necesidad del corazón. Fuiste tú quien lo hizo, Dios mío, sólo tú; porque yo, por desgracia, no estaba para nada. Esto era necesario para preparar mi alma a la Verdad, porque el demonio es demasiado dueño de un alma que no es casta para dejar que entre la Verdad« Y tú, Dios mío, no podías entrar en un alma donde el demonio de las pasiones inmundas reinaba como amo y señor« Dios mío, ¿cómo podría cantar tus misericordias?«».
«Te secundaba una hermosa alma, pero con su silencio, su dulzura y su perfección; ella se dejaba ver, era buena y esparcía su atractivo perfume, pero no actuaba. Y tú, Jesús mío, mi Salvador, hacías de todo por dentro y por fuera. Entonces me concediste cuatro gracias. La primera consistió en inspirarme este pensamiento: puesto que esa alma es tan inteligente, la Religión en la que tan firmemente cree no podría ser una locura, como creo yo. La segunda consistió en inspirarme este otro pensamiento: puesto que la Religión no es una locura, quizás la Verdad que no está en la tierra en ninguna otra religión, ni en ningún sistema filosófico, se encuentre allí. La tercera consistió en decirme: estudiemos pues esta Religión, tomemos un profesor de religión católica, un sacerdote instruido, y veamos qué ocurre. La cuarta consistió en la gracia incomparable de dirigirme al párroco Huvelin« Y desde entonces, Dios mío, todo ha sido un encadenamiento de gracias« Una marea ascendente, ¡siempre ascendente!».
Una Misa más, cada día
La reputación de santidad de fray Carlos se propaga sin él saberlo. La abadesa de las clarisas de Jesusalén le exhorta a prepararse para el sacerdocio. Para vencer sus resistencias, le hace observar que, en el caso de que aceptara, habría cada día en el mundo una Misa más en la tierra. Si ha recibido dones, ¿acaso son para él solo? Este argumento le hace vacilar; una respuesta del párroco Huvelin hace el resto. Fray Carlos regresa entonces a Francia, a Nuestra Señora de las Nieves, donde se prepara para la ordenación, que tiene lugar el 9 de junio de 1900. ¿Qué hará en adelante? Con la aquiescencia del obispo de Viviers y del párroco Huvelin, irá a llevar el Evangelio a los pueblos del Sahara, que se encuentran entre los más abandonados«
La vida del padre Carlos de Jesús se desarrolla a partir de entonces en el desierto: primero en Beni-Abbès, en el sur de Orán, y luego en Tamanrasset, en el macizo del Hoggar, a 1.500 kilómetros al sur de Argel. Es perfectamente consciente de ser el primer sacerdote de la historia en residir y celebrar la santa Misa en aquellos lugares. Su objetivo es abrir el corazón de los musulmanes –árabes y también tuaregs–, facilitándoles el contacto con la civilización cristiana y con un sacerdote, a fin de permitir, más tarde, su evangelización con misioneros en el pleno sentido del término. Con esas gentes ejercita una caridad generosa y desinteresada, hablándoles de Dios y enseñándoles los preceptos de la religión natural.
Se ha dicho que el padre Foucauld no predicaba de ningún modo la fe y que se limitaba a una presencia muda en medio de los musulmanes. Ya el general Laperrine se irritaba por ello, según anotó en su diario: «¿Y sus conversaciones? ¿Y su ropa?». Cuando alguien se presenta ante la puerta de la ermita, fray Carlos aparece, con la mirada llena de serenidad y la mano tendida, envuelto en una gandura blanca, en la cual hay cosido un corazón rojo coronado por una cruz. Esa imagen del Sagrado Corazón proclama la fe de ese hombre blanco, y toda su vida pone de manifiesto el Evangelio. Los indígenas no se equivocan. En un informe dirigido al prefecto apostólico del Sahara, fray Carlos anota: «Para los esclavos (la esclavitud era práctica corriente en el desierto), dispongo de una pequeña habitación donde los reúno«; poco a poco, les enseño a rezar a Jesús« Los viajeros pobres encuentran también en la Fraternidad un humilde albergue y una pobre colación, con una buena acogida y algunas frases para conducirlos al bien y a Jesús«». A un amigo le escribe: «Me aflige ver a los niños vagabundeando, sin ocupación, sin instrucción, sin educación religiosa« Unas pocas hermanas de la caridad conseguirían, en poco tiempo y con la ayuda de Dios, que todo este país se entregara a Jesús».