Callar, escuchar
El silencio (callar y escuchar) es uno de los gestos simbólicos menos entendidos (y practicados) de nuestra liturgia. hasta parece una contradicción con la consigna general de la reforma litúrgica: ¿no se trata de “participar activamente” en la celebración?.
La Constitución de Liturgia (SC 30) ya ponía como uno de los medios, además de respuestas, cantos y gestos, también el silencio. Y los documentos siguientes no se cansan de recordarnos que “también, como parte de la celebración, ha de guardarse a su tiempo el silencio sagrado” (IGMR 23).
Saber escuchar
“Escucha Israel” (Deut 6.4). ¿No es esta la primera actitud de fe en la presencia de Dios?. La liturgia nos educa para saber escuchar:
– Cuando Dios nos habla a través de la Palabra Proclamada y actualizada.
– Cuando el sacerdote que preside dirige a Dios en nombre de todos su oración.
Escuchar es hacer propio lo que se proclama. No es algo pasivo. Es una actitud positiva, activa. Escuchar es lago más que oír. Es atender, ir asimilando lo que se oye, reconstruir interiormente el contenido del mensaje.
La comunidad cristiana es fundamentalmente una comunidad que escucha. es la primera forma de fe y de oración, antes de decir palabras y entonar cantos. Y es la actitud más cristiana: escucha el que es humilde, el que reconoce que no lo sabe todo, que es “pobre” en ea presencia de Dios y de los demás. El autosuficiente y orgulloso no escuchan.
El silencio
El silecio exterior e interior es algo connatural a la oración. Precisamente porque nuestras oraciones constan de muchas palabras, deben valorar también el silencio. Para favoreces el encuentro en profundidad con el Cristo presente y las actitudes propias de celebración: alabanza, petición, acción: todo ello en espíritu y verdad. El silencio fomenta la sinceridad.
El silencio interior de que sabe escuchar es el seno donde germina y brota en el exterior la palabra, si no quiere ser vacía. La devaluación de la palabra se debe a la facilidad y a su inflación creciente. no brota del silencio. Sólo dice palabras llenas y puede dialogar el que sabe callar y escuchar.
Toda palabra, y sobre todo la que pronunciamos en nuestra celebración, debe estar precedida, acompañada y seguida de la escucha y el silencio. Una oración, un canto, incluso una homilía, si son válidos, deben estar en el fondo atravesados de silencio. El silencio no es algo que ejercitamos sólo cuando dejamos de decir cosas. También cuando rezamos o cantamos el silencio interior es la condición de que lo pronunciasen nuestros labios sea lago nuestro, vivido, y no mera rutina o fórmula.
El silencio en nuestras celebración
En nuestras celebraciones el silencio puede se una de las formas más expresivas de nuestra participación.
Cuando el Viernes santo comienza el rito con la entrada silenciosa y la postración del presidente, sin canto de entrada ni saludo, ese silencio se convierte en un signo elocuente de respeto y homenaje al Misterio celebrado ese día, que no puede superarse con palabras y músicas.
Hay silencios que quieren movernos a la concentración y al recogimiento, como al comienzo de la celebración o cuando somos invitados al acto penitencial, o cuando después de la recomendación “oremos” hacemos una breve pausa antes de que el presidente diga la oración.
Hay otros silencios que buscan crear una atmósfera de interiorización y de apropiación, como después (al terminar el canto de comunión) de haber acudido a comulgar con el Cuerpo y Sangre del Señor. Es un silencio de “posesión” agradecida, de alabanza interior.
El silencio, en otro momentos, nos permite un clima de meditación en lo que acabamos de escuchar y decir: así después de las lecturas y de la homilía (IGMR 23), o después de haber recitado un salmo (IGLH 112).
Hay silencios que no pretenden otra cosa que el descanso y la espera, un ambiente de calma y respiro, como en el momento del ofertorio o presentación de las ofrendas.
Los mismo libros litúrgicos invitan a una discreta restricción de la palabra y de la música, para favorecer la sintonía con lo celebrado:
– en la Cuaresma hacemos un cierto ayuno de música.
– en las exequias no deberían abundar las palabras y los ritmos musicales.
– el saber captar el mudo discurso de una Cruz, o el mensaje gozoso de una imagen, o la expresiva intención de una acción simbólica, es un regalo que proviene del ejercicio del silencio y del saber escuchar.
Otras consecuencias prácticas
a) No deberíamos de llenar de palabras y de sonidos la celebración. A eso contribuyen las cataratas de moniciones, con sus exhortaciones moralizantes, que en vez de ayudar a la sintonía verdadera con lo que celebramos a veces la hacen imposible. El oído es el sentido más bombardeado en nuestra liturgia. Habría que procurar que no se pasara la raya de la buena pedagogía: la liturgia no es una clase de catequesis, sino unas celebración. Y la celebración ante todo es comunión.
b) En el ofertorio tenemos uno de los momentos en que normalmente (excepto cuando se hace la procesión con los dones) se apetece más un espacio de sosiego y silencio. Según el Ordo Missae, las oraciones de presentación de los dones, las dice el sacerdote “en secreto”, o sea, en silencio (aunque si le parece oportuno también las puede decir alguna vez en voz alta). Entre el espacio de la Palabra y el de la Plegaria Eucarística, ambos ciertamente densos, un momento de calma la da un respiro a la comunidad.
c)No se trata de crear largos vacíos de silencio (cfr. IGLH 202): la liturgia no es un tiempo para la “oración personal silenciosa”, que en otros ámbitos sí debemos ser capaces de realizar. Es el clima de paz y serenidad lo que hay que lograr, huyendo a la vez de la precipitación y de la aburrida lentitud.
La justa proporción entre palabra, canto, gesto, movimiento y silencio es fundamental para una buena celebración. Y en concreto saber hacer silencio, saber escuchar, da profundidad a nuestra oración litúrgica. No se puede escuchar si no hay silencio interior y si el ritmo de la celebración no rezuma serenidad.
Esto requiere aprendizaje, fuera y dentro de la celebración: el saber escuchar a los demás en la vida diaria nos educa para escuchar a Dios, o si el ejercicio de escuchar la Palabra de Dios o del presidente nos entrena para saber escuchar a los demás fuera de la Iglesia…